¿Habrá Brexit? La pregunta puede parecer descabellada pocos días después de la celebración de un referéndum cuyo resultado, sin ser contundente, se revela significativo: el 51,9% votó a favor de la salida de la Unión Europea y la participación fue del 72% (la más alta desde 1992), es decir una diferencia de 1,3 millones de votos. El primer ministro David Cameron, pese a que hizo campaña a favor del Remain (de la permanencia en la UE), no ha permitido la menor ambigüedad. Apenas dos horas después de conocerse los resultados definitivos, reconocía la derrota, anunciaba su dimisión y cedía el testigo a un partidario del Brexit para que negocien la salida de la UE los vencedores del referéndum. Pese a que habría podido andarse con rodeos, dilatar el momento, dar paso a las negociaciones con Bruselas, ha aceptado la decisión de los votantes británicos.
No obstante, menos de 24 horas después del anuncio de la victoria de los euroescépticos, ya eran visibles fisuras entre los partidarios Brexit; se esfumaban como por arte de magia algunas líneas rojas; el partido conservador alababa la sabiduría de David Cameron y parecían dudar de la pertinencia de aupar a Boris Johnson al 10 de Downing Street; los laboristas empezaban a despellejarse otra vez por la insuficiente inclinación europeísta de su líder...
Y eso sólo en lo que a la respuesta política respecta. En lo que se refiere a las cuestiones económicas e institucionales, la tozuda realidad no ha tardado en imponerse: hundimiento de la libra esterlina y de los índices bursátiles, preparación para la salida de los grandes bancos de negocios (se ha filtrado un informe interno en el que el presidente norteamericano de Goldman Sachs planea el traslado de seis mil empleados), nuevos anhelos de independencia de los escoceses, el temor a que se reavive la tensión en Irlanda del Norte, demanda para que –en algunas regiones como Cornualles–los presupuestos nacionales compensen la financiación europea que ya no percibirán por valor de decenas de millones de euros...
Sin olvidar la larga lista de problemas que será necesario resolver rápidamente para hacer efectivo el divorcio con la Unión Europea: fronteras terrestres que deberán restablecerse en Irlanda del Norte y Gibraltar, gestión de los migrantes bloqueados en Calais a petición de Londres, cambio de los pasaportes, negociación del estatus de los ciudadanos europeos en el Reino Unido y de los británicos residentes en Europa, torrentes de legislación que se habrá de reescribir... O, como destacaba un especialista en intercambios comerciales: “Ya no hay ningún negociador comercial en Gran Bretaña, están todos en Bruselas. Ahora, vamos a tener que alcanzar nuevos acuerdos comerciales con todo el mundo, sin especialistas...”.
Incluso aliados infatigables como Estados Unidos no han mostrado demasiada compasión. La Casa Blanca ha vuelto a publicar un comunicado, difundido durante la campaña del referéndum, que venía a decir: “Reino Unido puede ponerse a la cola de los países que quieren alcanzar acuerdos comerciales con Washington”.
Dicho de otro modo, cada día, cada hora, desde el 24 de junio aparecen nuevos problemas, decepciones y cambios de postura. Los más sorprendentes proceden de los partidarios acérrimos del Brexit. Tanto el euroescéptico que lidera el Partido de la Independencia del Reino Unido (Ukip), como el exlíder de los tories Iain Duncan Smith han explicado que el compromiso de repatriar los “350 millones de libras [430 millones de euros] pagados cada semana a la UE” para financiar el sistema de salud público era finalmente un error por su parte, “una promesa mal entendida”.
Daniel Hannan, diputado europeo conservador partidario de la salida de la UE, reconocía ante un presentador ojiplático de la BBC que “francamente, si la gente piensa que ha votado para conseguir una inmigración cero, se van a ver decepcionados. El número de inmigrantes dependerá de la situación económica”. Y eso después de haber hecho de la lucha contra la inmigración el caballo de batalla de la campaña del Brexit, hasta llegar a la xenofobia...
Porque, al poner el foco en la llamada playa de la inmigración y al explotar el resentimiento populista y nacionalista, los partidarios de la salida de la UE obviaban las profundas diferencias existentes entre un electorado popular –que aspiraba a recuperar un pasado sublime donde el pleno empleo coexistía con un Estado de bienestar generoso, el sentimiento de pertenecer a una comunidad local homogénea y a una gran potencia internacional– y una élite política y económica cuyo único proyecto era transformar el Reino Unido en paraíso fiscal offshore centrado exclusivamente en el mundo de las finanzas y de los negocios, sin las “obligaciones” que impone Bruselas.
El referéndum del 23 de junio paradójicamente consiguió unir bajo un misma paraguas a las clases populares y medias que sufren las consecuencias de una mundialización acelerada y los defensores de un neoliberalismo thatcheriano que sólo juran por el comercio y al menos coste social. Los militantes de un Lexit, de una salida de la UE por la izquierda para reactivar los servicios públicos, restablecer algunas barreras arancelarias y una forma de soberanía económica y social no han sido escuchados, ni mucho menos defendidos, por la alianza entre conservadores neoliberales como Boris Johnson y populistas xenófobos como Nigel Farage (Ukip)...
¿Elecciones anticipadas?
Cuando han pasado tres días desde la celebración del referéndum, los británicos comienzan a darse cuenta de que lo que se les ha prometido (la soberanía, el regreso a la grandeur imperial y un futuro económico prometedor) parece un cuento de hadas. El exalcalde de Londres y la figura más emblemática del Brexit, Boris Johnson, y su compañero el ministro de Justicia, Michael Gove, de repente ya no parecen tener prisa por tomar las riendas del Partido Conservador que le tiende David Cameron. Ambos han afirmado que no hay ninguna prisa por aplicar el artículo 50 del tratado europeo, que inicia la cuenta atrás para dejar la UE, y hace tres días que no se les oye.
Todo apunta incluso a que varias figuras destacadas de los tories se disponen a disputarle el liderazgo del partido a Boris Johnson, algunos de los cuales, como la ministra del Interior Theresa May, se pronunciaron a favor del Remain. Es decir, el sucesor de David Cameron, la persona elegida por tanto para negociar la salida de la UE, puede ser ¡eurófilo!
Efectivamente, a día de hoy, para los conservadores en el poder, existe una ecuación casi imposible de resolver: ¿cómo se puede seguir teniendo acceso al mercado único europeo (condición necesaria para mantener la economía a flote, ya que el 40% de los intercambios de Reino Unido se hacen con la UE), rechazando la libre circulación de personas, condición de acceso a este mercado pero argumento decisivo de la campaña para dejar la UE? Algunos partidarios del Brexit han dejado entender que les gustaría beneficiarse de una salida “a la noruega”, pero es posible que estén mal informados: Noruega integra el Espacio Económico Europeo, pero acepta la libre circulación de personas y su contribución al presupuesto europeo representa ¡el 85% de la de los otros países!
Por otro lado, a tenor del seísmo derivado de las consecuencias del referéndum –voluntad de Escocia de separarse del Reino Unido o de permanecer en la UE–, el sucesor de David Cameron puede verse tentado a convocar elecciones anticipadas para consolidar su mandato –algo que no hizo Gordon Brown al suceder a Tony Blair en 2007, para arrepentirse acto seguido–. El desafío principal sería entonces Europa y las condiciones de aceptación de la salida de la UE: el referéndum del 23 de junio sólo era “consultivo”, se han apresurado a recordar los partidarios del Remain, el verdadero poder de decisión reside en el Parlamento. En el hipotético caso de unas elecciones legislativas anticipadas, cuyo debate se centraría en Europa, nada garantiza que los tories permanezcan unidos. El partido está acostumbrado a las maniobras del aparato y Johnson, por popular que sea, pone los pelos de punta a muchos de sus colegas.
En las filas laboristas, el resultado del referéndum ha desencadenado un nuevo intento por relevar al líder Jeremy CorbynJeremy Corbyn, considerado demasiado poco proeuropeo por los parlamentarios de su partido, que le reprochan que haya hecho una campaña de perfil muy bajo. Ocho miembros de su gabinete en la sombra han dimitido o fueron despedidos el domingo 26 de junio. Si sobrevive a este golpe de estado interno, Corbyn sabe que ya no podrá desviarse de la línea eurófila que mueve al partido desde la era Blair. Y si sale derrotado, será para dejar paso a un blairista.
En cuanto al tercer partido, los Liberal Democrats (Lib-dems), tradicionalmente proeuropeos, vendieron su participación en el Gobierno de Cameron, entre 2010 y 2015, por un plato de lentejas y han sido casi barridos del Parlamento por esa misma razón. Su nuevo líder, Tim Farron ya ha avisado de que en las próximas legislativas haría campaña a favor de volver a la UE: “Los británicos merecen no sufrir las consecuencias lamentables de los partidarios de la salida de la UE que han ganado este referéndum sobre el odio y la mentira de Farage y de Johnson!”.
Queda el UKIP, cuyo poder de hacer daño permanece intacto, quien durante esta campaña ha mostrado a las claras su tinte xenófobo, hasta la fecha oculta bajo un barniz antieuropeo. Farage es a día de hoy un político tóxico para los demás partidos, como lo son los Le Pen –padre e hija– en Francia. Puede enrarecer la atmósfera y causar problemas a los demás, pero si las consecuencias económicas del Brexit se revelan negativas, cargará con la culpa.
Este panorama político y las perspectivas que hacen vislumbrar se ven respaldadas por declaraciones de la mayoría de las grandes organizaciones patronales, de las Cámaras de Comercio a los sindicatos sectoriales que han reclamado al Gobierno que no se precipite en la aplicación del artículo 50. Para Adam Marshall, director general de las Cámaras de Comercio británicas, “en este momento crítico, nuestros dirigentes deben ser prudentes en lo que a las cuestiones económicas respecta: hablamos de los empleos y de la vida de la gente. Tenemos que reflexionar tranquilamente durante un tiempo cuál es el calendario más favorable. Dado la cantidad de cambios políticos y económicos, las empresas preferirían sufrir todavía unos meses de incertidumbre en lugar de verse embarcados de la noche a la mañana en una mala decisión”. Dicho de otro modo: es urgente esperar.
Más que el éxito de una petición, como la que ha conseguido recabar tres millones de firmas en dos días a favor de la celebración de un nuevo referéndum, la nueva situación política y, sobre todo, económica podrá hacer dudar a los dirigentes británicos a la hora de respetar muy rápidamente o demasiado escrupulosamente la voluntad expresadas en el referéndum del 23 de junio. Después de todo, no sería la primera vez que un país miembro de la UE, después de pedir opinión a sus ciudadanos sobre un desafío europeo, decide ignorarlos.
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Ver másJuncker a Farage: “¿Por qué está usted aquí?”
Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
¿Habrá Brexit? La pregunta puede parecer descabellada pocos días después de la celebración de un referéndum cuyo resultado, sin ser contundente, se revela significativo: el 51,9% votó a favor de la salida de la Unión Europea y la participación fue del 72% (la más alta desde 1992), es decir una diferencia de 1,3 millones de votos. El primer ministro David Cameron, pese a que hizo campaña a favor del Remain (de la permanencia en la UE), no ha permitido la menor ambigüedad. Apenas dos horas después de conocerse los resultados definitivos, reconocía la derrota, anunciaba su dimisión y cedía el testigo a un partidario del Brexit para que negocien la salida de la UE los vencedores del referéndum. Pese a que habría podido andarse con rodeos, dilatar el momento, dar paso a las negociaciones con Bruselas, ha aceptado la decisión de los votantes británicos.