Esta vez Libia se halla inmersa en el caos. Hasta la fecha, los ataques esporádicos de las milicias, las diferentes intentonas golpistas y el carácter intermitente de los atentados y secuestros permitían recobrar algo de esperanza cada vez que lo peor amenazaba con instalarse en el país. Sin embargo, desde mediados de julio, los combates, que se han cobrado ya más de 100 vidas, son una constante y los diplomáticos y ciudadanos extranjeros han sido evacuados de Trípoli, tras los pasos de los representantes de la ONU, que se habían marchado poco antes.
El pasado domingo 27 de julio los norteamericanos abandonaban la capital en un convoy formado por vehículos todoterreno, protegidos por marines, por tierra, y por aviones de caza, por aire; los franceses se embarcaron el 28 de julio en un navío militar. Desde hace dos semanas, la lucha por el control del aeropuerto, arrasado por los impactos de los cohetes, enfrenta a los milicianos. Media docena de aviones han sufrido daños y otras aeronaves han tenido que ser evacuadas a Malta. Desde el domingo 27, dos inmensos depósitos de combustible, situados en la periferia de Trípoli, se encuentran en llamas y amenazan con explotar, lo que desencadenaría una “catástrofe humana y medioambiental de consecuencias difíciles de prever”, según el Gobierno libio.
Y, por si fuera poco, combatientes islamistas se apoderaron el pasado martes 29 de julio de una base militar que pertenecía a las fuerzas de élite del ejército en la ciudad de Bengasi, sede del nuevo Parlamento salido de las urnas el pasado 25 de junio. Una ciudad, al este de Libia, a la que los diputados no tienen muchas ganas de dirigirse y que es considerada todavía más inestable que la capital libia.
“Detrás de este caos existe una pugna feroz que divide a los islamistas y a un conjunto de fuerzas discordantes que se oponen a ellas”, explica el decano de la Facultad de Derecho de Bengasi, Adelkader Kadura. Ahora bien, el nuevo Parlamento, que debería reabrir el periodo de sesiones mañana, verá reducido el número de diputados islamistas que hasta el momento, gracias a un conjunto de maniobras tácticas, estaban en mayoría”.
Islamistas contra un hombre de la CIA
Este contexto político, así como la tensión existente entre las diferentes destacamentos regionales nacidos al albur de la revolución, explican la situación actual. Pero, para comprender bien lo que está en juego, conviene echar un poco la vista atrás, aun a riesgo de simplificar en exceso la interconexión existente entre las alianzas tribales y milicianas. Grosso modo, desde la caída de Trípoli y la muerte de Muamar Gadafi, dos bandos se enfrentan en Libia.
El primero está formado por revolucionarios islamistas –de amplio espectro, incluyen a grupos moderados y miembros de Al Qaeda, pasando por el brazo local de los Hermanos Musulmanes–, perseguidos, encarcelados y marginados por el antiguo régimen, y dispuestos a acabar la revolución, que consideran incompleta. Reclaman la depuración de todos aquellos que tuvieron una relación más o menos próxima con Gadafi y una fuerte presencia del islam en la vida política del país.
Estos grupos islamistas se aliaron con la milicia de Misrata, la tercera ciudad y el pulmón económico del país, la más poderosa y la más armada de todas las brigadas surgidas tras la revolución. En Trípoli, esta alianza se ha reagrupado bajo el nombre de Escudo Libio, una especie de ejército paralelo, financiado por la mayoría islamista del Parlamento (esta misma mayoría que está llamada a desaparecer).
En el otro bando hay un conjunto de milicianos no islamistas (o que en ocasiones tienen cuentas pendientes con los islamistas). Entre ellas, la más poderosa es la de la ciudad de Zintan, en el oeste del país (que se niega a entregar a Saif al Islam, el hijo de Gadafi, a la Justicia). En torno a estas últimas se ha reunido una parte de la inteligencia y de los políticos liberales, que consideran necesario “saber parar la revolución”, así como un recién llegado, el antiguo general Jalifa Haftar. Este general, de quien se dice que es un hombre próximo a la CIA, se ha convertido en una figura de concentración de los opositores a los islamistas.
“Observando lo que sucede en Libia, pienso en Líbano”
Este conflicto entre los dos bandos existe desde hace meses. Está detrás de numerosos disparos, del secuestro de políticos y del asesinato de varios militantes de los derechos humanos (como la abogada Salwa Bughaigis, una de las figuras de las primeras horas de la revolución, abatida en Bengasi, a finales de junio de 2014). Pero degeneró realmente cuando la brigada de Misrata, con sus socios islamistas, atacó el aeropuerto internacional de Trípoli, controlado desde 2011, por la brigada de Zintan (durante estos enfrentamientos se dispararon cohetes a los depósitos de petróleo). De buenas a primeras, la avenida que conduce, en dirección sur, desde el centro de la capital al aeropuerto, se ha convertido en una “nueva línea verde” en referencia a la línea de demarcación que dividía Beirut durante la guerra libanesa.
“Desgraciadamente cuando se observa lo que está ocurriendo en Libia desde hace meses, lo primero que se viene a la cabeza es Líbano”, lamenta Ayman, un militante de una asociación en defensa de los derechos humanos que se ha refugiado en Túnez (no quiere desvelar su apellido porque su familia sigue en Trípoli). “Debíamos construir un país y nos hemos dedicado a luchar, pese a que lo teníamos todo a nuestro favor: el apoyo internacional, los recursos [petrolíferos] y ciudadanos cultos. En estos momentos, ya no sé si debo tener esperanza o resignarme”.
Esta afirmación no difiere mucho de la realizada por Dirk Vandewalle, profesor universitario norteamericano especialista en Libia, citado por The New York Times: “Si se está dispuesto a destruir el aeropuerto, es decir, la idea de soberanía nacional y la idea de que todo el mundo está en el mismo barco, significa que la cuestión de la identidad nacional no es tan importante como se pensaba”.
Pesimismo
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Actualmente poca gente cree que la constitución del nuevo Parlamento vaya a servir para rebajar la tensión (siempre y cuando los diputados acepten desplazarse con los aeropuertos cerrados y establecerse en la ciudad). La ONU, que había intentado acercar a las partes, ya ha abandonado el país, igual que la mayor parte de los diplomáticos extranjeros que dirigían misiones de formación del ejército nacional o misiones de apoyo a la sociedad civil.
Un diplomático europeo, que estaba aún en su puesto en Libia hace unos meses y que era, a ojos de sus colegas, “un optimista”, ya no está tan seguro de sus convicciones: “Durante mucho tiempo he creído que las milicias se cansarían de combatir y que acabarían por alcanzar un acuerdo y entregar las armas si se les daban cargos de prestigio. Pero los políticos continuaron alimentando a las brigadas a cuentagotas en su propio beneficio. A día de hoy tengo el sentimiento de que hay que esperar que uno de los bandos se imponga sobre el otro para que se atisbe la paz”.
El único aspecto positivo que subraya Ayman es que “Libia todavía no se halla inmersa en los horrores y los miles de muertos de Siria o Irak. Me agarro como a un clavo ardiendo a ello y me digo que quizás nos asomemos al abismo para a continuación... alejarnos”.Traducción: Mariola Moreno
Esta vez Libia se halla inmersa en el caos. Hasta la fecha, los ataques esporádicos de las milicias, las diferentes intentonas golpistas y el carácter intermitente de los atentados y secuestros permitían recobrar algo de esperanza cada vez que lo peor amenazaba con instalarse en el país. Sin embargo, desde mediados de julio, los combates, que se han cobrado ya más de 100 vidas, son una constante y los diplomáticos y ciudadanos extranjeros han sido evacuados de Trípoli, tras los pasos de los representantes de la ONU, que se habían marchado poco antes.