A 300 kilómetros de las fronteras de Europa, un país se rompe ante la mirada inquieta de sus vecinos, impotentes. Seis años después del estallido de la revuelta que acabó con la muerte, en octubre de 2011, de Muamar el Gadafi, Libia es víctima de las rivalidades y de los conflictos que enfrentan a sus múltiples milicias locales, fuerzas tribales y bandas armadas. Para la conquista del poder, el control de las riquezas naturales o la gloria de Alá, notables, políticos, líderes yihadistas o no libran una guerra civil que ha transformado el país en un espacio sin Estado en el que prosperan el integrismo islámico, el contrabando de armas y el tráfico de migrantes.
Hasta hace muy poco, dos centros de poder emergían de este caos: uno en Trípoli, al oeste, y el otro en Tobruk, al este. Eran rivales, enfrentados por un conflicto político, pero unidos por un acuerdo alcanzado en diciembre de 2015 en Skhirat, en Marruecos, gracias a la mediación de Naciones Unidas. Este punto de unión ahora se ha roto. El Gobierno de Tobruk decidió el 7 de marzo retirar su apoyo al acuerdo de Skhirat. Aunque no fue una sorpresa, esta ruptura entre los dos centros de poder tiene su origen en el viejo contencioso político y las ambiciones económicas enfrentadas, que el acuerdo marroquí no ha conseguido resolver. Pero también en sus propias naturalezas y en sus alianzas, que han acentuado las divergencias.
Al oeste tiene su sede en Trípoli el Gobierno de unidad nacional (GNA), dirigido por el arquitecto y hombre de negocios Fayez Sarraj. Este Gobierno, único reconocido por la comunidad internacional, tiene el apoyo en el plano militar de la potente milicia de Misrata, en cuyo seno coexisten islamistas e insurgentes anti-Gadafi de 2011. Fuera del país, este Gobierno, que cuenta con el apoyo de Qatar y Turquía y mantiene buenas relaciones con Argelia y Túnez, dispone de medios militares y financieros insuficientes y su único éxito, a día de hoy, es el haber logrado expulsar a la organización Estado Islámico de la ciudad portuaria de Sirte. Pero este éxito, facilitado por el apoyo aéreo norteamericano, se debe a una movilización excepcional de las milicias locales, lo que aumenta más la deuda, y por tanto la dependencia, del Gobierno de Trípoli.
El segundo centro de poder, con base en Cirenaica, al este del país, está representado por el Parlamento de Tobruk, elegido por sufragio universal en junio de 2014, que se niega a reconocer al GNA y, por tanto, a reconocer la legitimidad democrática que pretende tener el primer ministro. Este rechazo de los parlamentarios es todavía más firme por que se encuentran bajo influencia del mariscal –autoproclamado– Kalifa Haftar, excompañero de Gadafi caído en desgracia después de una derrota en Chad y después exiliado en Estados Unidos. De regreso a Libia, tras la caída de Gadafi, Haftar, que admira al régimen egipcio, impuesto tras un golpe de Estado contra el poder de los Hermanos Musulmanes, se ve como presidente al estilo Sissi. Reciclando a antiguos mandos y soldados del Ejército de Gadafi y a milicianos hostiles a los grupos islamistas del Este, constituyó un Ejército Nacional Libio (ANL) que considera el núcleo central de las fuerzas armadas de la nueva Libia, de la que no podría ser el líder. Cuenta con el apoyo, sobre todo militar, de Egipto, de los Emiratos Árabes Unidos y de Jordania. París, que en Libia mantiene un doble juego peligroso, reconoce al GNA pero ayuda discretamente a Haftar proporcionándole, a través de la Dirección General de Seguridad, asesores y apoyo de los servicios de inteligencia. Y todo ello mientras mantiene abierto un canal de comunicación con Sarraj.
En septiembre de 2016, las tropas de Haftar, apoyadas por las milicias de Zintan –rivales, al oeste, de las de Misrata–, tomaron el control de la “creciente potencia petrolera” del golfo de Sirta y de sus cuatro pozos principales, Zouetina, Brega, Ras Lanouf y Sidra. Muy mal defendidos por la Guardia de Instalaciones Petroleras, cuyos combatientes, aliados de Sarraj pero cansados, apenas habían resistido, las terminales se habían convertido en una presa fácil. Pero preciosa. Aunque la producción libia no supere un quinto de su capacidad, el maná petrolero daba a Haftar medios sustanciales, especialmente si se comparan a los de Sarraj.
En el origen de la crisis y de la ruptura del acuerdo de Skrita por parte del poder de Tobruk se encuentra la respuesta militar a esta conquista y, sobre todo, la recuperación de dos de los pozos, en Ras Lanuf y Sifra, a manos de la Brigada de Defensa de Bengazhi (BDB). Formada en la primavera de 2016 en Benghazi, pero rápidamente expulsada de la ciudad por parte de las tropas de Haftar, la BDB es una fuerza militar mayoritariamente islamista que niega cualquier vínculo con la organización del Estado Islámico, pero tiene en sus filas a combatientes yihadistas procedentes del grupo Ansar Al Charia. Tras su expulsión de Benghazi, se replegó al sur hacia el oasis de Koufra y Misrata.
Según fuentes conocedoras del terreno, gracias al apoyo de un destacamento aguerrido de la milicia de Misrata, la brigada Al Marsa recuperó Ras Lanouf y Sidra. Además, habida cuenta de los vínculos entre la milicia de Misrata y el Gobierno de Trípoli, Haftar y sus aliados del Parlamento de Tobruk interpretaron la contraofensiva contra el negocio petrolero que acababan de conquistar como un acto hostil del Gobierno de Fayez Sarraj. Más aún por cuando el ministro de Defensa de Sarraj, Mahdi al-Barghathi, lejos de condenar, como su primer ministro, la ofensiva de la BDB, se felicitaba por esta resistencia al “contrarrevolucionario” Haftar.
El papel de Rusia
Lo que inquieta especialmente a los principales vecinos de Libia –Argelia, Túnez y Egipto–, pero también a otros, en el agravamiento de la crisis libia, es que llega en el momento en que el Gobierno de Trípoli se encuentra más débil y vulnerable que nunca y cuando Rusia acaba de iniciar un regreso diplomático y estratégico espectacular en la región.
Desde que llegó al poder oficialmente, saludado por la comunidad internacional, en marzo de 2016, el Gobierno de Trípoli, en realidad, nunca ha sido capaz de imponer su autoridad en la ciudad, siempre entregada a la codicia de una decena de milicias cuyas lealtades y territorios evolucionan sin parar. En febrero pasado, los combatientes de Khalifa al-Ghwell, exprimer ministro, apartado por Fayez Sarraj, a su llegada a la capital en marzo de 2016, habían conseguido controlar durante varias horas tres ministerios, Defensa, Martirios y Trabajo. Su jefe dio incluso una rueda de prensa en la que anunció que el acuerdo de Skhirat, “impuesto por el extranjero”, estaba “muerto”. Días después, violentos enfrentamientos con artillería pesada enfrentaron a grupos armados, llegando a controlar varios barrios del este de la ciudad. El GNA tuvo que recurrir a la mediación de dignatarios de las ciudades de Tarhuna, 120 km al sudeste de Trípoli y de Gharian, 80 km al sur, para conseguir un alto el fuego. Fayez Sarraj pidió entonces oficialmente a la OTAN ayuda en materia de defensa y de seguridad. Demanda que el secretario general de la Alianza Atlántica, Jens Stoltenberg, prometió transmitir al Consejo “con la mayor brevedad”.
Por su parte, a Haftar le cortejan diplomáticos y militares rusos. Y lo hacen por múltiples razones, al menos una de las cuales es evidente. Moscú nunca ha admitido haber sido engañado, en marzo de 2011, en la votación de la resolución 1973 de Naciones Unidas sobre Libia. Presentado por los occidentales como un texto que impone “un régimen de exclusión aérea” destinado a proteger a los civiles, este documento –que el presidente ruso Dmitri Medvedev acabó por aceptar sin oponer su veto– fue invocado por sus promotores –París y Londres, sobre todo– para bombardear objetivos militares relacionados con el régimen de Gadafi, mientras que no autorizaba explícitamente los ataques aéreos.
Antiguos aliados y suministradores de la Jamahiriya libia, los dirigentes rusos reaccionaron muy mal a esta diplomacia de trileros que les había alejado de un punto de apoyo posible en África del Norte. Pacientes, pragmáticos y ocupados en otros lugares de Oriente Medio, esperaron hasta haber contribuido a hacer caer, en Siria, el peso de la fuerza militar del lado de su aliado, Bashar al Assad, para reabrir el caso libio.
Primero concentraron su ofensiva diplomática sobre quien parecía el único “hombre fuerte” de ese país a la deriva: el mariscal Khalifa Haftar, exoficial del Ejército de Gadafi, jefe indiscutible de un Ejército de más de 50.000 hombres, bien entrenado y equipado con un puñado de viejos Mig, regalo de Egipto. Invitado en dos ocasiones a Moscú en 2016, Haftar incluso visitó el portaaviones ruso Amiral-Kouznetsov, a su paso por las costas libias tras uno de sus despliegues en Siria.
Durante una videoconfrerencia organizada a bordo del navío con el ministro ruso de defensa, Sergueï Choïgou, Haftar repitió que contaba con el apoyo de Moscú para conseguir que se levantase el embargo sobre la entrega de armas a Libia para cuidar a sus combatientes más gravemente heridos. Dos semanas después, 70 heridos libios eran trasladados a Moscú a bordo de dos aparatos rusos.
Preocupado no obstante de no marginalizar demasiado ostensiblemente al único poder reconocido por la comunidad internacional, y también de mantener un posible papel de intermediario entre los dos ejes de poder libios, el Kremlin también recibió en Moscú a comienzos de mes a Fayez Sarraj. “Rusia está convencida de que la crisis actual sólo la puede superar el pueblo libio, todas las partes libias, mediante un diálogo nacional e inclusivo, que contemple un alto el fuego”, declaró el ministro ruso de Asuntos Extranjeros, Sergueï Lavrov, al término de las entrevistas.
El 14 de febrero, Moscú había apoyado la idea de Argelia, Túnez y Egipto, que habían propuesta a Fayez Sarraj y Khalifa Haftar una entrevista en El Cairo con el fin de alcanzar cierto entendimiento con ayuda de la ONU. Idea fallida. Haftar se mantuvo en su negativa a entrevistarse con el mediador de la ONU, Martin Kobler, tras casi un año para tratar –sin éxito a día de hoy– de consolidar el Gobierno de Trípoli. También rechazó citarse con Sarraj. Para disgusto de su modelo, el presidente egipcio Abdel Fatah al-Sissi, que esperaba una actitud más abierta, al menos en reconocimiento a la ayuda generosa –diplomática, militar, política– proporcionada por El Cairo “al hombre fuerte de la Cirenaica” desde su irrupción al frente del Gobierno de Tobruk, al lado del presidente del Parlamento.
El Cairo, que no ha hecho un gesto para apoyar a Haftar en el ataque de la BDB contra la potencia petrolera creciente, ¿aceptará en estas condiciones proporcionarle los medios militares adicionales que le permitan recuperar el control de las terminales perdidas? De ser el caso, el precio puede ser la aceptación, por parte del mariscal, del principio de una negociación con Trípoli.
Como sus homólogos argelinos y tunecinos, los dirigentes egipcios saben que la persistencia de la inestabilidad en Libia supone una amenaza importante para sus regímenes. En esta zona desértica donde las fronteras son incontrolables, una Libia somalizada, es decir, privada durante mucho tiempo de cualquier poder estatal, se convertiría en un cruce de caminos para todos los tráficos –sobre todo el de armas– y un lugar de infiltración de yihadistas y terroristas de toda condición. Argel, que ha constatado con inquietud resurgencias terroristas, sobre todo en las últimas semanas en Bouira, Constantina y Tizi Ouzou, recibió por separado en diciembre de 2016 a los dos dirigentes libios para explicarles los resultados de su estrategia de “concordia” con los islamistas. Y animarlos al diálogo.
Túnez, que ha pagado un alto precio al terrorismo yihadista, pero cuyo régimen se basa sobre un diálogo con el partido islamista Ennahda, aboga también por hablar. El Cairo también estaría dispuesto a apoyar, en el marco de una negociación entre Trípoli y Tobruk, una propuesta de enmienda del acuerdo de Skhirar para hacerlo más “inclusivo”, lo que permitiría asegurar a Haftar el mando de un ejército unificado. Una vez más, hará falta que se reanude el diálogo y no será sencillo después de la decisión del Parlamento de Tobruk.
“Los protagonistas no han comprendido que ninguna corriente ideológica o clan político o tribal podía gobernar este país solo después de Gadafi”, dice a la AFP Rachid Khechana, director en Túnez del Centro Magrebí de Estudios sobre Libbia (CMEL). “El país no estaba dispuesto a una competición democrática clásica”. Después de haber impuesto por las armas, en Siria, un nuevo relación de fuerzas, que conmociona totalmente las condiciones de la negociación, Rusia ¿está a punto, en Libia, de aprovechar el desvanecimiento de la influencia internacional, para volver a entrar en escena y proponer, mediante la diplomacia y con el apoyo de los países vecinos, la reanudación de un diálogo que la ONU se ha mostrado incapaz de organizar? ______________
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Traducción: Mariola Moreno
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A 300 kilómetros de las fronteras de Europa, un país se rompe ante la mirada inquieta de sus vecinos, impotentes. Seis años después del estallido de la revuelta que acabó con la muerte, en octubre de 2011, de Muamar el Gadafi, Libia es víctima de las rivalidades y de los conflictos que enfrentan a sus múltiples milicias locales, fuerzas tribales y bandas armadas. Para la conquista del poder, el control de las riquezas naturales o la gloria de Alá, notables, políticos, líderes yihadistas o no libran una guerra civil que ha transformado el país en un espacio sin Estado en el que prosperan el integrismo islámico, el contrabando de armas y el tráfico de migrantes.