Lviv o cómo vivir la guerra lejos de la guerra
Son más de las seis de la tarde del martes 15 de marzo en Lviv, al Oeste de Ucrania, y las calles del centro de la ciudad parecen la capital de cualquier país de Europa del Este. Las calles están llenas de transeúntes; algunos con prisa, otros pasean. Algunos llevan bolsas de la compra, otros cochecitos. Un músico callejero toca una melodía de jazz; el sombrero ya está lleno de billetes. De una ventana escapan las notas del tema principal de Love Story. Los taxis tocan la bocina a los peatones apurados, que cruzan fuera del paso de peatones. El cielo a veces deja entrever el sol y flota cierto aire primaveral.
El grupo de hombres en la acera de un concurrido cruce podría confundirse con viejos amigos que se reencuentran o que se han encontrado por casualidad e intercambian noticias. Se podría creer que el grupo de jóvenes a la entrada de la galería de arte es una clase que espera su turno de visita. En el Grand Cafe Leopolis, en la planta baja del ayuntamiento, el encanto de lo antiguo, la pastelería excesivamente dulce y las camareras y camareros vestidos casi de chaqué, en color rojo chillón, coinciden en evitar el asunto.
Y, después, a las 18:17 horas, la alerta de dos tonos resuena en toda la ciudad, los altavoces advierten a cualquier persona siga fuera que busque refugio lo antes posible.
Los clientes del Grand Cafe Leopolis dejan tazas y cucharas y se van sin prisas. Pero tampoco pagan, la camarera explica que tendrán que volver después.
Entonces recordamos, apiñados en un pasaje iluminado por dos bombillas amarillentas, que los jóvenes que vimos antes se presentaban como voluntarios para ayudar a los refugiados del este del país. Que el grupo de hombres hacía cola para entrenar en uno de los campos de tiro de la ciudad. Que al pasar por la capilla de Boim, un joven estaba encaramado a una escalera, envolviendo diligentemente una estatua con capas de tela gruesa. Y que los sacos de arena protegían las ventanas bajas del museo. También recordamos que, entre los graffitis, algunas plantillas mostraban la cabeza de Vladimir Putin poniendo el dedo corazón delante de sus ojos.
Que la guerra no está en Lviv, pero que no está tan lejos. Que Lviv es la capital regional de un país cuya capital, Kiev, está parcialmente asediada: las carreteras hacia el sur y el oeste, en el momento de escribir estas líneas, siguen siendo transitables, y los trenes desde Lviv circulan. Mientras que Kiev está a punto de iniciar un toque de queda total de 36 horas consecutivas; el toque de queda en Lviv comienza a las 22:00 horas y termina al día siguiente por la mañana.
Por supuesto, las tiendas cierran antes de lo habitual. La venta de alcohol está prohibida, pero las tiendas permanecen abiertas, no hay escasez de productos, y el flujo de refugiados que ha llegado a la ciudad ha encontrado, en su mayor parte, un techo donde cobijarse, o ha seguido su camino, pues según el último recuento, tres millones de personas han huido del país. Pero en general, se puede decir que se mantienen los ánimos.
A menos, claro, que se mire más de cerca a los ojos de tus interlocutores.
Unas horas antes de la alerta, en un piso algo bohemio del casco histórico de Lviv, en la planta baja de un edificio del siglo XIX cuya fachada de piedra y ladrillo merece una renovación seria, la pareja de escritores Petro Yatsenko y Hayna Tkachuk, la amiga, también escritora, Olga Kupriyan, a la que acogen de momento, comparten un plato de espaguetis. Todos ellos vivían en Kiev antes de la guerra.
Petro y Hayna viven en las afueras de Kiev. Su casa no ha sido alcanzada (¿todavía?) por misiles rusos, aunque la metralla cayó sobre el tejado después de que un misil ruso fuera interceptado por el Ejército ucraniano. Petro muestra las fotos que guarda en su teléfono. ¿Esperaban esta guerra? La respuesta es complicada.
“Desde principios de enero, cada vez que compraba algo para la casa, me preguntaba si los rusos se lo merecían”, intenta bromear Petro. “Hasta el primer día del atentado, no me lo creía”, precisa Hayna. “Ahora lo sabemos, si oyes a alguien decir que quiere matarte, tienes que creerle”, añade Petro.
Anastasia Levkova, periodista y escritora, nuestra intérprete (véase la Caja negra), se une a la conversación: “No me esperaba una guerra de esta envergadura, pero tampoco creía que los rusos no fueran capaces de hacerlo […]. Rusia es un enemigo histórico”, explica Petro Yatsenko. “A diferencia de Francia, Gran Bretaña y Alemania, Rusia nunca ha normalizado su relación con Ucrania”. La historia de Ucrania y Rusia está volviendo por la puerta grande, aunque en realidad nunca había desaparecido.
En su último libro, Unión de las cosas soviéticas: una historia, el escritor insiste en que no hay que deshacerse de los vestigios soviéticos, sino retenerlos en la memoria. “Para los niños, es cierto que era el pleistoceno. Pero ahora podemos verlo, los monstruos del pasado están volviendo”, añade. Para Petro, los rusos siempre le han robado su historia a los ucranianos. Tanto antes como ahora. Cien años después de su nacimiento, la desaparecida URSS parece un cadáver viviente saliendo de la tumba.
“No debemos olvidar que todas las familias aquí vivieron el trauma de la gran hambruna”, explica Petro. En los años 30, Stalin permitió, o quizás organizó, la muerte de entre 2,5 y 5 millones de personas mediante una serie de depredaciones de cultivos entre el campesinado ucraniano (pero también en otros lugares). Conocida como Holodomor, esta hambruna dejó una impresión duradera en los ucranianos. Petro: “Recuerdo que mi abuelo, cuando cortaba el pan, recogía hasta la última miga antes de comérselo todo. Nunca dejaba nada”.
Olga Kupriyan, durante la conversación, permanece en silencio. Cuando se le pregunta, se le nublan los ojos. “Tengo una hija de seis años, por eso me fui de Kiev. Pero mi marido se quedó y ahora mi hija lo echa de menos. Vine a Lviv, que se suponía un sitio seguro, pero veo que no es tan seguro, así que me iré a Polonia. Espero volver a ver mi casa en Kiev cuando regrese. Es muy difícil mantener una apariencia de vida normal para mi hija. Cada información que vemos en nuestro teléfono, pensamos ‘espero que no sea nuestra calle, nuestra casa, nuestros familiares’”.
Lo que esta guerra causará a los niños también le hace plantearse cosas a Hayna, que hasta hace unas semanas trabajaba en una biblioteca y una escuela infantil. “Ya sé que encontraré niños rotos, destrozados”, dice. Luego explica: las clases se han reanudado por videoconferencia. La última vez que se conectó, muchos niños lo hicieron desde Polonia, Alemania u otros países de Occidente. Pero también están los que no se conectaron y de los que no tiene noticias. También había una chica de 15 años, “todavía en Kiev”. “Duerme fuera, tiene miedo. Me preocupa la próxima videoconferencia: ¿se conectará? ¿no se conectará?”.
De vuelta al refugio frente al Ayuntamiento de Lviv. Conocemos a Asia Fruman, que viene a vernos cuando oye hablar en francés. Tiene 34 años, es traductora y enseña yiddish. Huyó de Járkov, en el este, hace tres o cuatro días, ya no se acuerda. ¿Lo que la impulsó a irse? “Cuando vi que mi escuela, a diez minutos de mi casa, donde estudié durante diez años, había sido bombardeada. Me dije que esto era serio”. Antes, “nos habíamos acostumbrado a las bombas, a los cohetes, habíamos tapado las ventanas, teníamos comida, teníamos con qué aguantar”.
¿Cómo recibió a un Vladimir Putin hablando de “desnazificación”? “Francamente, no lo entendí. Soy ruso hablante, judía, ucraniana y nunca he tenido ningún problema. Mi único encuentro con la extrema derecha fue en una manifestación LGBT en Járkov, donde cómicos de extrema derecha trataron de tirarnos cosas. Pero la Policía Municipal nos protegió, el municipio nos apoyó. Eso es todo. Lo que es realmente aterrador es escuchar a Putin decir que Ucrania es un peligro para Rusia. No se echará atrás, eso es seguro”.
Mientras tanto, Asia, su familia y su gato probablemente se trasladarán a Hamburgo. ¿Durante cuánto tiempo? Nadie lo sabe. Son las 19:19 horas, una nueva alarma anuncia el fin de la alerta. La gente sale del refugio, hablando en pequeños grupos. Vuelta a la vida casi normal. Hasta la próxima sirena.
Caja negra
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Llegué a Lviv el lunes por la noche. Anastasia Levkova, periodista y escritora, es mi intérprete.
Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés: