Melilla y Nador, las otras vallas en las rutas de los refugiados

Majdouline se rasca por debajo del jilbab negro, el caftán largo de licra que le cubre el cuerpo y el pelo. Sufre una erupción. “Ansiedad, pero también sarna o una afección similar”, en opinión del farmacéutico que le ha vendido un jabón antibacteriano. Vive en un mísero hotel de Nador donde se hacinan decenas de familias sirias, que permanecen bloqueadas por las autoridades marroquíes en su errático camino en busca de El Dorado europeo. Hace ya tres meses que vaga por esta ciudad del noreste marroquí, en la frontera española con la ciudad autónoma de Melilla, en la costa de África, la única frontera terrestre, junto con Ceuta, que separa África de la Unión Europea. Imposible franquear con un pasaporte sirio los escasos metros que la separan de este minúsculo cabo de Europa de 12 kilómetros cuadrados. La “ciudad ocupada”, tal y como la denominan las autoridades marroquíes, está protegida por una triple valla de seguridad por la que Bruselas ha pagado 33 millones de euros.

Los refugiados sirios, que desconocen quién les impide el acceso a la oficina de asilo de Melilla –España o Marruecos o ambos países, mano a mano–, acceden con cuentagotas a la ciudad autónoma. Apenas son una veintena al día y eso cuando las puertas no se cierran temporalmente dada la “afluencia”. Hasta el mes de mayo, lograba pasar alrededor de medio centenar de personas. Y los criterios de “selección” son completamente opacos, lo que convierte a Nador en una “zona de selección, anterior a la frontera”, tal y como denuncian las ONG; un hotspot (centro de coordinación europeo) de demandantes de asilo, por recurrir al nuevo léxico migratorio empleado por los responsables políticos europeos. De manera que, la única vía para atravesar una de las fronteras más herméticas y represivas del mundo –conocida desde hace más de 15 años por violar sistemáticamente los derechos de las personas migrantes–, pasa por cruzar clandestinamente por uno de los tres pasos fronterizos de Nador con Melilla (Barrio Chino, Farkhana, Beni Ensar).

Khalid, el hermano de Majdouline, ha conseguido semejante proeza. No ha pagado ni un solo dirham, una auténtica suerte, lo que demuestra que todavía es posible. Y eso en un momento en que las mafias rastrean la zona y reclaman dinero con total impunidad y con el acuerdo tácito de las autoridades, hasta 40.000 dirhams por persona (unos 4.000 euros). Khalid pasó una mañana con el bebé de Majdouline, Basma, una niña nacida semanas atrás en el hospital de Nador. Como ya hiciera su mujer y su hijo días antes, aprovechó un descuido de los servicios de vigilancia aduanera para colarse entre la multitud de mulas y demás porteadores: esos miles de comerciantes bereberes que sobreviven gracias al contrabando secular con España y que se empujan cada mañana de lunes a jueves en el Barrio Chino, llevando sobre sus espaldas los fardos de mercancía, desde detergente a minihornos para cocer el pan. Se trata de una de las entradas más difíciles de controlar, a diario 30.000 marroquíes cruzan legalmente la frontera por ese punto, en virtud del acuerdo alcanzado en 1912, entre España y Marruecos, que autoriza a los habitantes de Nador a entrar en Melilla sin pasaporte.

Majdouline es un rehén en Nador. Entiende “con dificultad a la gente”, que habla amazigh, el dialecto rifeño y poco árabe, aún menos su variante siria libanés. Aguarda a su marido Ahmed. Está en la cárcel, no saldrá antes de mediados de noviembre. Le han condenado a dos meses de prisión firme por tratar de inmolarse frente al paso fronterizo de Beni Ensar, el otro check-point entre Nador y Melilla. El pasado 15 de septiembre, cuando participaba en la enésima sentada, junto con otros ciudadanos sirios, en contra del bloqueo de la frontera, los policías empujaron con violencia a su mujer y a su hijo. Fue la gota que colmó el vaso. Ahmed quiso rociarse con gasolina. Un grito de rabia, de desesperanza. Los agentes grabaron la escena con un teléfono móvil mientras le sujetaban y lanzaban sobre él toda la máquina represiva. Desde la inmolación del joven Mohamed Bouazizi, en diciembre de 2010, detonante de la revolución tunecina y de la caída de Ben Ali, cualquier intento de inmolación es reprimido sin contemplaciones. Se sanciona con penas de cárcel en un páis, Marruecos, obsesionado con el fantasma de los levantamientos populares.

“En este país, los refugiados sirios acaban en la cárcel, así es la hospitalidad marroquí”, ironiza Omar Naji. Este ingeniero civil es uno de los miembros más activos de la sección de Nador de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH), la primera asociación que denunció los malos tratos y los obstáculos que sufrían los exiliados sirios, “súper refugiados” que deberían beneficiarse del estatus de demandantes de asilo. “Sufren presiones en las comisarías, están a diario sobre el terreno... la AMDH hace un trabajo impresionante en Nador en un contexto muy difícil”, se felicita Elsa Tyszler, del Grupo contra el racismo y la xenofobia (Gadem), con sede en Rabat. Tyszler quiso viajar a Nador para investigar la situación en que se encuentran los sirios y otros migrantes, pero terminó posponiendo el viaje: “demasiado candente”. Desde septiembre, las autoridades investigan y expulsan sin contemplaciones a los investigadores y periodistas que se interesan por el asunto.

Tráfico de migrantes y de droga y contrabando

“¿Cómo amenazan a la seguridad del Estado los migrantes, los refugiados sirios?”, se pregunta Omar Naji. “Es la primera vez que el Ministerio del Interior marroquí envía un comunicado a las redacciones para decir que todo va bien, que los sirios no son maltratados, en respuesta a la pequeña delegación de Nador de AMDH que ha denunciado el negocio mafioso del que son víctimas los refugiados con el consentimiento implícito de las autoridades”, afirma. Es lunes por la noche y le encontramos en el modesto local de la asociación, en un barrio popular donde aceras y calles se encuentran mal estado. En las paredes, llama la atención una pancarta, recuperada de las manifestaciones del movimiento del 20 de febrero de 2011, y un retrato de Abdelkrim el Khattabi, “el Che Guevara del Rif”, todo un símbolo en la lucha anticolonial. En el local, también está Souad, activista y maestra, y Majdouline. La joven siria de apenas 18 años, se encuentra “al límite de sus fuerzas”, sola, sin un céntimo. Cuenta que dos ancianas sirias volvieron al hotel donde se aloja con los tobillos partidos después de saltar una pared de tres metros en la frontera de Beni Ensar, con la esperanza de llegar a Melilla.

Pronto se cumplirán cuatro años desde que Majdouline y su familia comenzaron a dejarse la piel en las carreteras del exilio. Proceden de Homs, en Siria, vivían en Damasco, el padre era comerciante, el hermano comediante, la cuñada esteticista... Hasta que llegaron la guerra, los obuses, los cohetes. Con los ojos llorosos enumera las pruebas, las humillaciones, los países que han cruzado: Líbano, Argelia, Túnez (donde murió su padre de un cáncer fulminante), después de nuevo Argelia y por fin Marruecos. Por un montante equivalente a 300 euros por persona, cruzaron a pie la frontera de Argelia con Marruecos, principal punto de entrada de los sirios en Marruecos. Se trata de la frontera terrestre más larga del mundo (1.600 km). Permanece cerrada desde 1994 después del atentado perpetrado en Marrakech en el que se vieron implicados los servicios de inteligencia argelinos, según Marruecos. A esta frontera se la conoce como La Oriental y el punto en el que confluyen todo el tráfico.

Y es, junto con las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, al oeste, uno de los puntos de trabendo (contrabando), esa economía informal que impide el desarrollo de la industria estructurada y que permite ir tirando a decenas de miles de marroquíes del Rif, región montañosa y rural, reprimida por Hassan II, entregada a la miseria y convertida en el proveedor de kif de Europa. En 2014, Rabat levantó nuevas vallas y cavó nuevas trincheras para luchar contra los trabendites y contra las redes terroristastrabendites. Pero los bidones de gasolina, los cigarrillos y otros productos ilegales procedentes de Argelia, desde aceite a productos de limpieza, abundan a lo largo de la carretera que serpentea las montañas de Oujda, en Nador. Como los migrantes, carne de los traficantes. “Nador vive, con la bendición del poder, de la trilogía infernal, del tráfico de migrantes, de drogas [cannabis, cocaína y heroína] y del contrabando”, dice Omar Naji, de AMDH.

En esta ciudad religiosa y conservadora de 165.000 habitantes que en 2013 se convirtió en noticia, desafortunadamente, por el beso de Nador (dos jóvenes fueron perseguidos por “atentar contra la honestidad” por publicar en Facebook una foto besándose), las mafias locales trabajan a plena luz del día en las cafeterías fronterizas, a pocos pasos de la policía. Todos los testimonios recabados coinciden al describir en qué consisten las negociaciones y cuáles son los métodos para entrar ilegalmente en Melilla: se puede optar por coger la bicicleta de un vendedor de pan (300-400 euros por persona), en el R21, R18 o R11 atestado de trabendistes (entre 800 y 1.000 euros por persona) o cruzar a pie con pasaportes marroquíes falsos (que sale a una media de 1.200 euros por persona), incluso, algunos hablan de la posibilidad de recurrir a una moto acuática. En este vídeo disponible en YouTube, una siria acusa directamente a un policía del puesto fronterizo de Beni Ensar de estar implicado en la red.

Los sirios tienen una importante ventaja sobre los subsaharianos. Tienen “aspecto de árabe, de musulmán, de marroquí” y eso les permite pasar desapercibidos, mientras eritreos, sudaneses o costamarfileños son perseguidos como animales y devueltos una y otra vez. Y se ven condenados, por el color de su piel, a recurrir a la ruta más peligrosa, la que siguen las pateras, las embarcaciones de la muerte (en caso de que dispongan de dinero) o a saltar el triple telón de hierro. Lograr escalar la valla es un milagro desde que Marruecos, como buen policía de Europa, ha instalado concertinas. Muy a su pesar, los sirios han hecho subir las pujas porque en Marruecos son percibidos como “ricos”. “Hasta el punto de que marroquíes y argelinos dispuestos a emigrar ya no pueden permitirse los precios”, constata Elsa Tyszler, del Gadem.

“Ahora que somos golpeados por el mal, los árabes nos rechazan”

Marruecos –segunda ruta de la inmigración africana hacia el Viejo Continente, sólo por detrás de Libia, a través del Mediterráneo, y el gran olvidado de los medios de comunicación internacionales, que han puesto el foco en la crisis migratoria histórica que se vive en Europa central– ha visto cómo cambia el perfil de los migrantes como consecuencia de la guerra civil siria. En las ciudades del norte de Marruecos, los refugiados sirios no se cuentan por cientos de miles como en Grecia o en Turquía, pero desde 2012 son miles los que toman este corredor migratorio, menos peligroso que los corredores fúnebres del que se hacen eco los medios de comunicación estos días. Y cada año son más. Según las cifras que manejan las autoridades españolas, en lo que va de año, más de 6.000 sirios han llegado a Melilla, el doble que en todo 2014.

En Nador, son algo menos de un millar, según la AMDH, las personas atrapadas en su búsqueda sin fin de un lugar en Europa. Por un lado, están las familias pobres –cuyos hijos mendigan en las cafeterías y bazares del centro urbano– algunas de las cuales duermen en la calle, al no poder pagar un albergue ni lo que cuesta cruzar la frontera. Por otro, se encuentran las clases medias acomodadas, a menudo sin un duro después de meses, de años, de éxodo, a merced de las mafias, que viven en hoteles o en apartamentos, cuando lo consiguen, ya que las autoridades han prohibido alojar a los refugiados no registrados en el Alto Comisariado de los Refugiados de Marruecos. Las familias comparten una habitación, una cama entre varios. Las pensiones están atestadas desde que las autoridades ordenaron, a principios de octubre, que dejaran de admitir a sirios, salvo si están inscritos en Acnur.

Mientras que se ven muy pocos subsaharianos en las calles de Nador –se encuentran atrincherados en los alrededores, en los bosques de la zona, Gurugú, Tauima, Selouane, y son objeto permanente de redadas, pese a que algunos cuentan con permiso de residencia o son refugiados–, los sirios son mucho más visibles. Los días transcurren entre la mendicidad, la lucha por supervivencia y los intentos por cruzar la frontera. Por la mañana, al alba, se dirigen a Beni Ensar en autobús o en taxi. Vuelven al caer la noche, desesperados por haber sido rechazados de nuevo. El grado de indigencia es tal en los hoteles, que se instalan en los parques de la ciudad a la espera de que llegue la hora de dormir.

Otros se congregan en el Marjane, el gran centro comercial situado en la carretera del aeropuerto, para mendigar. Muestran el pasaporte sirio para así conseguir algo de dinero con el que pagarse una cama, la comida. Los habitantes, relativamente pobres en esta tierra de emigrantes de donde salieron batallones de trabajadores marroquíes, con destino a Europa, en los años 60-70, los aceptan, los ayudan cuando pueden fissabillah (de corazón, para satisfacer a Alá). Un trozo de pan, una manta... pero ni rastro de solidaridad colectiva. En la fiesta de Aid el-Kebir, a finales de septiembre, asociaciones caritativas islamistas repartieron carne de cordero a los marroquíes más necesitados, pero no hubo ni un gesto para los sirios que se encontraban a pocos pasos de allí.

“Hemos abierto nuestras casas a los árabes, les acogimos durante las guerra, israelo-libanesa, de EEUU contra Irak... pero ahora que nos vemos sacudidos por el mal, los árabes nos rechazan”. Sentado, con las piernas cruzadas, sobre un cartón que le sirve de alfombra, entre desperdicios y excrementos, Samir fuma de rabia American legend, cigarrillos de contrabando argelinos. A sus pies, un vaso de té bien rojo como gusta en Oriente Medio, sobre el que revolotea una nube de moscas, y el falso pasaporte sirio a nombre de “Abdallah Kassabi, nacido en Damasco”. Lo compró por 1.300 euros en los bajos fondos de Estambul y le permitió llegar a Argelia en avión. No entiende por qué los países árabes tratan mal a los refugiados sirios que huyen de Bashar al-Assad y del ISIS mientras países europeos, como Alemania o Austria, los reciben con los brazos abiertos.

Samir piensa en los dos países que ha atravesado: Marruecos, que trata a los sirios como clandestinos, no como refugiados, pero también en Argelia donde trabajó en negro durante seis meses en la construcción para conseguir dinero con el que seguir su odisea. Desde el 1 de enero de este año, Argelia exige visado a los sirios. Atrás queda el periodo de gracia abierto tras el fin del conflicto, en 2011, cuando los sirios llegaban a la capital argelina en barco o en avión sin necesidad de visado y podían alojarse, incluso escolarizar a los niños, gratis, algo impensable en Marruecos. Argelia endureció el pasado verano las condiciones para la obtención del visado. “Las embajadas no lo conceden hasta que no se obtiene el del Ministerio de Asuntos Exteriores que, a su vez, debe contar con el aval de las fuerzas de seguridad. Un procedimiento utilizado con los países considerados de alto riesgo terroristas”, señala la prensa argelina.

En Melilla “la blanca”, la gran desilusión

Para Samir, estamos ante una clara “omisión del deber de socorro”. Este treintañero, procede de Manbij, al noreste de Alepo, un “pequeño Londres”, en manos del Daech y cuyos yihadistas británicos constituyen el grueso de las tropas. Hace tres meses y 17 días que “cruzo Nador, lo más duro” después de haber “alquilado” el pasaporte de un español de origen marroquí por 700 euros. Se encuentra justo al otro lado, en Melilla “la blanca”, en el CETI, el Centro de estancia temporal para inmigrantes. Una enorme desilusión.

“Esto es como Guantánamo, con la diferencia de que se puede salir durante el día”, dice señalando hacia las vallas del CETI, una cárcel a cielo abierto llena de sirios (y de palestinos de Siria). Desde que la valla se blindó un poco más, la población subsahariana es minoritaria. “El CETI se construyó para acoger a la migración subsahariana de los años 90, es decir, para hombres solteros jóvenes, por lo que ya no se corresponde en absoluto con la población actual: familias, niños, bebés, ancianos, minusválidos. El equipamiento sanitario y de restauración no se ha aumentado desde que se creó el centro”, apunta Elsa Tyszler, del Gadem.

El pasado 5 de octubre, una delegación española de Podemos, llegó procedente de la Península, con la intención de visitar el CETI. Solo pudieron acceder el diputado Miguel Urbán y la senadora Maribel Mora. El resto de la delegación fue rechazada sine die como lo son los periodistas (incluidos nosotros). Describen y denuncian que se trata de “un Guantánamo español”. “Más allá de la seguridad y administración del centro, sólo tres personas atienden a los residentes: un médico, una psicóloga y una abogada de la Comisión de Ayuda a los Refugiados (CEAR). Tres personas para atender a 1.750 refugiados y migrantes”, se indigna el diputado Miguel Urbán.

En un centro de 480 plazas donde no se ve el final de los trabajos de ampliación iniciados hace meses, casi 2.000 personas, de ellas 500 niños, se hacinan en condiciones inhumanas y degradantes, en hangares y tiendas de campaña. Esperan ser trasladados en barco a la Península, “traslados muy aleatorios a discreción del comisario de Madrid”, lamentan desde el Gadem. Por la noche, familias que ya han sido separadas, los miembros que permanecen todavía retenidos del lado marroquí son nuevamente divididos. Las mujeres, los niños, los enfermos y las personas mayores pasan a un lado y los hombres va al otro. Y se cuentan hasta 150 personas por habitación.

“Es imposible dormir bien y de descansar ahí dentro. La gente grita, llora, se pelean a veces de forma muy violenta. Estamos unos encima de otros”, explica Samir que viaja solo desde hace un año con dirección al norte de Europa, “Bélgica, Holanda o Alemania, desde luego no a Francia, país demasiado duro con la gente como nosotros”. Ha dejado a su mujer y sus hijos en el caos sirio, junto con sus padres, con la esperanza de lograr la reagrupación familiar “pronto”. Cada 15 días, cuando tiene dinero, les telefonea. “Allí son muertos vivientes”, espeta, sumido en una infinita tristeza. Como numerosos sirios, rechaza pedir asilo en Melilla por miedo al Reglamento de Dublín. “España no me interesa, no hay trabajo”. Cada día se dirige al puerto industrial de Melilla. Quiere hacer harraga, incluso “quemar” su vida para alcanzar su objetivo, cruzar en el doble fondo de un camión, una alternativa arriesgada, pero menos peligrosa que subir a una patera en medio del mar agitado. Dos de sus compañeros de ruta lo lograron hace unos días: “¿Por qué no?”.

El pasado sábado 10 de octubre, al despuntar el alba, 20 subsaharianos de entre una treintena de candidatos llegaron al CETI. Por vez primera desde hacía meses, se produjo un boza, un salto de africanos que logran superar la triple valla, símbolo de la fortaleza europea, un esfuerzo sobrehumano donde se arriesga la vida en menos de cinco minutos. En la parte delantera de la zapatilla llevan tres clavos con los que avanzar por las alambradas. Boza significa “victoria” en varios dialectos del África occidental y es el primer grito que dan estos jóvenes cuando pisan el suelo de Melilla a pesar de las manos, de los brazos y de los pies destrozados, arañados por las alambradas de espino, tras el salto final. Entre ellos se encuentra Mohamed, de 18 años, de Costa de Marfil, y Dmbele, de 21 años, de Guinea Conakry.

Hace un año que vivían en el campamento de los bosques de Nador, sistemáticamente peinado por la Policía, una vez superado el infierno del desierto argelino. Habían intentado cruzar en varias ocasiones, saltando la valla, pero también por el mar, a nado o en una lancha neumática precaria. En vano. “El corazón es el que ha hecho el trabajo”, dice con modestia Mohamed, que viste un pantalón de chándal rojo, que le han proporcionado al llegar al CETI. Con estupor descubre también el centro, lleno a reventar, donde va a pasar días y noches, meses, quizás años, antes de iniciar la siguiente etapa. “A pesar de todo, esto es el paraíso comparado con lo que hemos pasado. Nos dan comida, jabón”, señala. “Lo más duro” para él, ha quedado definitivamente atrás: “Marruecos, sobre todo el racismo de la Policía contra los negros”. Lo primero que hizo fue llamar a su familia, a su madre, una llamada breve y lacónica, sin detalles. “Estoy bien”.

“La extrema pobreza choca con la extrema riqueza sin que a nadie le choque”

Nassam, dentista originario de Alepo, arruinado tras cuatro años de exilio, de Líbano a Egipto, de Turquía a Argelia, observa con fascinación los gritos de los jóvenes subsaharianos. Ha vendido todo el oro de su mujer Bahija, para cruzar la frontera marroquí con los suyos, ha dormido 20 días en las calles de Nador para poder pagar el pasaje que le ha costado casi 3.000 euros. De eso hace dos meses. Cada uno cruzó por separado, con varios días de diferencia, era el único modo de pasar desapercibido. Alia, su hija de un año, entró sola en los brazos de un traficante. Hizo falta una prueba de ADN, semanas de espera y mucho papeleo para que Nassam pudiese recuperarla en el centro de menores de Melilla donde estaba la niña. No soporta la vida en el CETI. Su padre, que tenía una fábrica de hilaturas en Alepo, había sido trasladado a la Península la víspera. Confía en que pronto le llegue su turno.

El CETI es tan inhabitable que tan pronto como se abren las puertas a las 7 de la mañana (se cierran a las 11 de la noche), Nassam sale para “respirar”. Deja el ruido, la suciedad. Busca relajar su cuerpo, su mente. Engañar al aburrimiento, a su cabeza. Como cientos de residentes. Puede andar kilómetros a lo largo de la valla, sin rumbo, solo para pasar un tiempo que no avanza, solo evita pasar por los mejores barrios, donde siente que no es bienvenido. Después vuelve al CETI, ante cuyas vallas se reagrupan los sirios por regiones: Alepo, Homs, Idlib... Los kurdos tienen un pequeño campamento improvisado sobre el descampado situado frente al centro, hacen una fogata de madera y en la sartén chisporrotean falafels que acabarán siendo bocadillos.

“La comida es mala, cada día la misma, así que tratamos de cocinar como en casa”, explica Ahmed, de Kobané, concentrado a Facebook y teléfono móvil en ristre, la herramienta que le permite seguir conectado “con el horror”. Ese mismo sábado un atentado perpetrado en Ankara, Turquía, diezmaba a los simpatizantes de un partido prokurdo. “Es Erdogan quien lo ha hecho”, jura Ahmed. Abajo, tras los desperdicios que se amontonan y a un tiro de piedra de un grupo de subsaharianos que se emborrachan y se pinchan debajo un puente, se ve un magnífico paisaje verde: el campo de golf de Melilla, al lado del CETI. Durante todo el día desfilan golfistas, vestidos de domingo, con sus viseras. De un lado a otro de la carretera que separa el campo y el centro, van corredores, ciclistas, jinetes, quads.

En la ciudad autónoma de Melilla, puerto franco, ciudad balneario y ciudad de guarnición, viven 80.000 habitantes en 12 kilómetros cuadrados. En la ciudad autónoma, entre chabolas y yates coexisten todas las locuras, todas las desigualdades, toda la esquizofrenia del mundo. “La extrema pobreza se codea con la extrema riqueza, sin que esto llame la atención de nadie. Aquí se cierran los ojos ante la realidad”, dice José Palazón, de la ONG Prodein. Este profesor de español, sexagenario, apasionado de la fotografía, es el autor de la imagen que dio la vuelta al mundo el año pasado en la que se ve a una jugadora de golf concentrada en su swing, mientras que los subsaharianos arriesgan la vida saltando las vallas de la vergüenza. La miseria, África, el sur. La opulencia, Europa, el norte. Todo, sintetizado en una imagen. “Sin embargo, no ha sido capaz de hacer cambiar a nuestros gobernantes como la foto del pequeño sirio hallado muerto en una playa turca este verano”, lamenta el activista.

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A principios de octubre firmó con una veintena de asociaciones y de ONG europeas y marroquíes, entre ellas AMDH y el Gadem, una declaración común que denuncia “diez años de impunidad y de externalización de las fronteras de Europa en África”. Porque “nada ha cambiado desde los acontecimientos mortales de octubre de 2005 [más de una decena de migrantes fueron asesinados por fuerzas marroquíes y españolas en Melilla y Ceuta]. Todos los días recogemos cuerpos, muertos que huían de África para alcanzar una vida mejor. España y Europa han delegado en cierta medida el control de la frontera de Melilla a Marruecos y Marruecos a las mafias parapoliciales fronterizas”, dice José Palazón, sentado en la mesa de la Dolce Vita, una cafetería a 15 minutos en bus del CETI, en el centro de Melilla y donde llegan pocos migrantes.

Es el cuartel general de su asociación y de todos los que vienen a ayudar a los migrantes en la ciudad, “una minoría”, dice mostrando en su tableta las últimas imágenes y vídeos. José Palazón vive a pocos metros de allí, frente a un hotel que tiene ocupadas casi la mitad de las habitaciones por efectivos de la Guardia Civil. Al menor “salto” nocturno a la valla, se van con las sirenas encendidas. Él también, con la cámara en ristre para recoger semejante brutalidad. A pocos metros, al pie de la ciudad fortificada, que domina el puerto y desde donde se percibe el monte Gurugú, hay una estatua imponente: el general Franco, dictador que hizo parte de su carrera en la ciudad autónoma y en Nador. “Melilla es el último rincón de España donde aún perviven símbolos del franquismo, lo que dice mucho de la mentalidad de la ciudad”, suelta José Palazñon. Se desespera al ver a la población, “muchos militares”, aplaudir la política migratoria represiva, en manos del PP desde 1991. Al filo de la medianoche del domingo, dos adolescentes pasan y saludan afectuosamente, no son sirios, sino marroquíes que duermen en grutas, en los acantilados. “No andes muy tarde por ahí, la guardia civil te va a detener”.

Traducción: Mariola Moreno

Majdouline se rasca por debajo del jilbab negro, el caftán largo de licra que le cubre el cuerpo y el pelo. Sufre una erupción. “Ansiedad, pero también sarna o una afección similar”, en opinión del farmacéutico que le ha vendido un jabón antibacteriano. Vive en un mísero hotel de Nador donde se hacinan decenas de familias sirias, que permanecen bloqueadas por las autoridades marroquíes en su errático camino en busca de El Dorado europeo. Hace ya tres meses que vaga por esta ciudad del noreste marroquí, en la frontera española con la ciudad autónoma de Melilla, en la costa de África, la única frontera terrestre, junto con Ceuta, que separa África de la Unión Europea. Imposible franquear con un pasaporte sirio los escasos metros que la separan de este minúsculo cabo de Europa de 12 kilómetros cuadrados. La “ciudad ocupada”, tal y como la denominan las autoridades marroquíes, está protegida por una triple valla de seguridad por la que Bruselas ha pagado 33 millones de euros.

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