Miles de refugiados permanecen bloqueados en los Balcanes

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“Desde el 4 de febrero, 752 personas han dormido en esta casa”, explica Sabina Talovic. La casa en cuestión, una modesta caserona de tres dormitorios, ubicados en la primera planta, es la sede de la única asociación feminista de Pljevlja, una ciudad industrial en plena zona montañosa del norte de Montenegro, muy cerca de las fronteras de Bosnia-Herzegovina y Serbia.

No sólo es el único lugar del país que ofrece descanso, comida y duchas calientes a los refugiados, sino que la casa se ha convertido en una verdadera torre de control para los que se dirigen a Europa Occidental. Los teléfonos de Sabina y de su hija Azra no paran de sonar. En Facebook y Viber, los que han pasado por aquí informan de cómo les va y se enteran de la suerte que han corrido otras personas con las que se han cruzado. Hoy nos enteramos de que Hamid y su esposa, embarazada de ocho meses, han llegado a Italia y quieren intentar cruzar la frontera suiza; de que Seyd, su esposa y sus seis hijos, oriundos de Bagdad, bloqueados durante un mes en Velika Kladuša, en el extremo noroccidental de Bosnia-Herzegovina, intentarán cruzar la frontera croata por la noche.

Poco después llama Mustafa, un chico sirio de 15 años que salió de Alepo hace tres años. Tras ser expulsado continuamente por las autoridades y a veces golpeado por la Policía, cruzó la frontera de los Balcanes una noche, ocultándose en los bosques o en las montañas, pero nunca ha podido pasar de Croacia. En mayo, regresó a Turquía con la esperanza de encontrar a su padre, que ya había puesto rumbo a Dinamarca. Así que Mustafa ha vuelto a la carretera y se dispone a cruzar la frontera entre Grecia y Albania, pero esta noche se siente triste. “Hace tres años que no veo a mi madre, a mamá Sabina”, asegura, entre risas y lágrimas. “Vuelve pronto, te esperamos aquí. Un día llegarás a Europa y mamá Sabina irá a visitarte”, responde Sabina.

Esta noche, sólo una joven pareja de Idlib (Siria), ha dormido en la casa con dos bebés de 13 y tres meses, nacidos en Turquía en Turquía y en Grecia, respectivamente. Después de desayunar, emprenden camino a Bosnia. Un taxi local había prometido llevarlos a Sarajevo por 800 euros. “No le deis el dinero antes de llegar”, repite Sabina, que murmura: “Sé que los van a engañar”. De hecho, los viajeros llamarán horas más tarde para contar que los condujeron hasta una aldea perdida, a 15 kilómetros de la frontera de Bosnia-Herzegovina, donde se encontraron con una decena de compatriotas. Al menos se negaron a pagar la suma acordada, dieron 80 euros. El grupo de sirios tiene intención de continuar a pie. A eso de las 16.00 horas, conocemos que han sido detenidos por la Policía montenegrina, pero que rápidamente quedaron en libertad. No hay más noticias posteriores.

Por lo general, estos refugiados logran cruzar la frontera bosnia, atravesando los bosques y valles desiertos de Bukovica, pero el peligro está un poco más lejos; muchos son detenidos en las inmediaciones de Čajniče –una pequeña ciudad que depende de la República Srpska, la entidad serbia de una Bosnia-Herzegovina que sigue dividida– y expulsados a Montenegro. Si logran evitar este obstáculo, alcanzan la ciudad de Goražde, que depende de la Federación croato-bosnia, la otra entidad del país. Desde allí, pueden tomar un autobús a Sarajevo, donde consiguen un salvoconducto para permanecer temporalmente en el país. Pero ir de la frontera a Goražde supone una caminata de casi 50 kilómetros por las montañas.

Sabina Talovic pertenece desde 1992 a la red de mujeres de negro, grupo feminista, pacifista y antifascista. Durante la guerra en Bosnia-Herzegovina, cuando los líderes montenegrinos eran aliados leales de Belgrado, Pljevlja era la retaguardia de los nacionalistas serbios. “Las milicias desfilaron por la ciudad y los tanques que se dirigían a Goražde pasaron bajo mis ventanas”, explica Sabina. La ciudad cuenta con una gran minoría musulmana bosnia, pero Sabina y su padre fueron los únicos que se atrevieron a salir a las calles, blandiendo una pancarta hostil a la guerra frente a las columnas de tanques. Cuando acabaron los combates, Sabina abrió el único refugio para mujeres y niños víctimas de la violencia doméstica en el norte de Montenegro. Esta casa es la que ahora acoge a los refugiados.

“Una de nuestras activistas vio al primer grupo el 4 de febrero, 12 sirios que acababan de poner un pie en la estación de autobuses, exhaustos y ateridos de frío. Ella los condujo aquí porque sabía que nadie más los ayudaría”. Desde entonces, el número de exiliados que vienen a Pljevlja en busca de un poco consuelo y de dormir una noche, una semana o dos, ha aumentado constantemente ya que esta nueva ruta de los Balcanes, que une Grecia con Bosnia-Herzegovina a través de Albania y Montenegro, ha crecido en importancia. “No recibimos ninguna ayuda, ni subvenciones. La Cruz Roja local me dio una caja de galletas incomibles de 1992 y el ayuntamiento tres vales de compra de 50 euros”. Así que, un puñado de voluntarios son los que contribuyen, llevan queso, huevos de sus gallinas o verduras de sus huertos.

La ruta de los Balcanes, por la que transitaron más de un millón de refugiados en 2015, teóricamente se cerró el 16 de marzo de 2016, pero el acuerdo alcanzado entre la Unión Europea y Turquía ha dejado abandonadas a casi 60.000 personas en Grecia y a varios miles más en Macedonia, Serbia o Croacia. Desde entonces, aunque las fronteras de Hungría y Croacia, puertas de entrada al espacio Schengen, permanecen cerradas, algunos refugiados han salido de Grecia, mientras que otros han llegado de Turquía. El ritmo de las travesías marítimas a las islas griegas ha ido en aumento desde principios de año, no obstante las llegadas siguen siendo mucho menores que en 2015. Este invierno, en Serbia había 5.000 migrantes. Según Médicos Sin Fronteras, cada mes casi mil de ellos logran cruzar a Hungría, Croacia o Bosnia-Herzegovina, mientras que otros mil llegan a Serbia desde Bulgaria o Macedonia. Fronteriza con Croacia, Bosnia-Herzegovina se ha convertido, en la práctica, en un país de tránsito, que atrae tanto a los refugiados bloqueados en Serbia o en Grecia como a los “recién llegados”, procedentes de Turquía, que siguen una ruta que pasa por Grecia, Albania y Montenegro

“Vamos a descansar unos días y emprenderemos la marcha”

A Bihać se dirigen los que consiguen pasar Bosnia-Herzegovina. En los suburbios de esta gran ciudad del extremo noroccidental del país, no lejos de las fronteras croatas, se ha transformado en centro de acogida un antiguo internado para niños abandonados. “Aquí pernoctan 700 personas cada día y entre 1.500 y 2.000 duermen en parques o en casas abandonadas”, dice Selam, secretario de la Cruz Roja del cantón.

Hidjam y sus amigos son de Lahore (Pakistán). Acamparon en el segundo piso. Después de las fuertes lluvias de los últimos días, hay goteras. “Ya hemos intentado ir dos veces a Croacia, pero nos han pillado. Queremos ir a Europa, a cualquier país. ¿Es cierto que España acepta refugiados?”, pregunta el joven. Niños sirios y afganos corretean por las escaleras, se dirigen en serbocroata a voluntarios locales: muchos refugiados también vienen de Serbia, donde han pasado largos meses en centros de acogida. “Los refugiados empezaron a llegar en abril. Desde entonces, cada día son más”, reconoce Selam Midžić. “No podremos aguantar mucho tiempo si no se encuentra una solución internacional”. Las autoridades locales han reunido un comité de crisis, pero la consigna es la firmeza. El ayuntamiento y el cantón hablan de evacuar el internado y piden el cierre de la frontera con Croacia.

La basura se acumula al fondo de las habitaciones, las paredes están llenas de carteles. “Pusimos electricidad en las zonas comunes y puntos de agua”, continúa Selam Midžić. Una larga cola se extiende por el patio; los refugiados esperan para recibir la única comida caliente que la Cruz Roja consigue proporcionar todos los días. Un policía vigila plácidamente a la multitud, separando a los que intentan colarse para recibir doble ración.

El país sólo dispone de dos centros de acogida, uno en Salakovac, cerca de Mostar, y el otro recientemente inaugurado en Delijaš, en las montañas cercanas a Sarajevo, en el corredor que une la capital con Goražde. El lugar fue testigo de combates encarnecidos durante la guerra. Hicham y Naser pasaron un mes largo allí y subrayan las deplorables condiciones que imperan (alimentación insuficiente, falta de internet y de televisión...) Los dos hombres acaban de reanudar el camino a Velika Kladuša.

En esta gran aldea agrícola a unos 60 kilómetros al norte de Bihać, en la frontera croata, las autoridades municipales practican la política del avestruz, mientras cientos de refugiados vagan por las calles. Decenas de ellos han instalado tiendas de campaña a orillas del Grabarska, el riachuelo que fluye a la salida de la ciudad. Están agrupados por nacionalidad, los nigerianos se sitúan al lado de una familia iraquí de Bagdad. El padre era ingeniero en la industria petrolera; dejó su país con su esposa y seis hijos. La familia cruzó Turquía, antes de pasar a la isla griega de Cos. “Fue terrible”, dice un chico de 15 años. Mi padre llevaba a mis dos hermanas menores en brazos”. La familia se dirigió a Albania, luego a Montenegro y permaneció con Sabina durante unos diez días.

En un país con las instituciones hecha añicos como es Bosnia-Herzegovina, resulta fácil pasarse la pelota de las tareas de atención a los refugiados entre las autoridades del Estado central, las de las dos “entidades” constitutivas del país, la República Srpska y la Federación Croato-Bosnia, las de los diez cantones de la Federación, sin olvidar los ayuntamientos… El Estado central estudia la posibilidad de abrir un gran centro de acogida a la salida de Velika Kladuša, pero la Unión Europea se niega a financiarlo, porque estaría a menos de cinco kilómetros de las fronteras de Croacia y, por tanto, de la Unión...

Lo haremos de todos modos. Entonces les corresponderá a la Unión Europea ver si quiere dejar morir de hambre a estas personas”, asegura el ministro de Seguridad, el serbio Dragan Mektić. En cualquier caso, se descarta abrir centros más en el interior del país. “Si queremos que Bosnia-Herzegovina siga siendo sólo un país de tránsito, es normal que los centros estén cerca de las fronteras croatas. Allí es donde se dirigen los refugiados”, explicaba el ministro a la prensa después de una reunión del Gobierno, el jueves 5 de julio. Por su parte, las autoridades de la República Srpska rechazan categóricamente la apertura de cualquier centro en el territorio bajo su control.

Algunos jóvenes se lavan en el punto de agua establecido por voluntarios alemanes en el campamento improvisado de Velika Kladuša. Un coche de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) pasa todos los días y Médicos Sin Fronteras envía equipos móviles varias veces por semana, pero ninguna organización humanitaria cuenta con presencia permanente. Adil, un joven argelino de 26 años de Batna, toma el sol con un compatriota y otros dos amigos de fatigas, procedentes de Túnez y Libia. Pasaron por Serbia, donde permanecieron en el centro de refugiados de Obrenovac no lejos de Belgrado, e intentaron varias veces cruzar la frontera húngara antes de dirigirse, también ellos, a Bosnia-Herzegovina. Mustafa, el libio, tiene un corte profundo en el brazo. El 16 de junio, se encontraba en una casa ocupada en la ciudad cuando estalló una violenta pelea: un hombre marroquí fue apuñalado hasta la muerte, ante sus ojos, por otro migrante, probablemente bajo los efectos del alcohol o las drogas. “La mayoría de la gente aquí es tranquila, pero algunos se vuelven locos después de un viaje tan largo. En la ciudad, puedes encontrar todas las drogas que quieras”, explica Adil.

Desde el ataque, el miedo y los rumores acechan a la pequeña ciudad. Muchos comercios y cafeterías han decidido cerrar sus puertas a los refugiados. Sólo dos restauradores, en una callejuela de la parte baja del pueblo, han decidido ir a contracorriente.

Los automóviles son escasos en las carreteras del Lika, una región desfavorecida del este de Croacia, flanqueada por la frontera de Bosnia-Herzegovina, que una vez fue sede de los separatistas serbios de la Krajina. Los pueblos desiertos aún conservan las huellas de los combates del verano de 1995, pero los furgones de Policía patrullan las sinuosas carreteras de las colinas. “Los inmigrantes irregulares caminan de noche por el valle, ocultándose como bestias salvajes”, dice el jefe de un hotel-restaurante de mala muerte que vigila a los turistas en la carretera nacional que va de Zagreb a la costa adriática.

A diario, hombres jóvenes, a veces familias enteras, son detenidos y devueltos inmediatamente a Bosnia-Herzegovina, sin que la Policía haga públicas las estadísticas de esas expulsiones. Mohammed, su esposa y sus dos hijos acaban de ser devueltos al puesto fronterizo de Uzljebić. El padre lleva a su hija de 18 meses sobre sus hombros. Con algunos compañeros de fatigas, se abrieron paso durante tres días entre los arbustos, siguiendo la puesta de sol, en dirección al oeste. “Vamos a descansar unos días y luego volveremos a salir”, suelta a Mahoma. “Terminaremos por conseguirlo, inch’Allah [si Alá quiere].” ________

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

“Desde el 4 de febrero, 752 personas han dormido en esta casa”, explica Sabina Talovic. La casa en cuestión, una modesta caserona de tres dormitorios, ubicados en la primera planta, es la sede de la única asociación feminista de Pljevlja, una ciudad industrial en plena zona montañosa del norte de Montenegro, muy cerca de las fronteras de Bosnia-Herzegovina y Serbia.

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