Migas de pan que salen del abrigo de Cabu y éste que se da un festín antes de tiempo de un jamón envuelto en un paño. Un roscón de Reyes que ha traído la dibujante Corinne Rey, conocida como Coco, y el bizcocho de la redactora de tribunales Sigolène Vinson. Libros del economista Bernard Maris, el de jazz que ha traído y el que recomienda, Robespierre, reviens ! de Alexis Corbière. También está la ropa del propio Bernard Maris, un traje de lana, de pata de gallo, que a Sigolène Vinson no le gusta porque piensa que “la chaqueta y el pantalón eran demasiada pata de gallo para un solo hombre”. Philippe Lançon, que se resiste a escribir una columna literaria que considera “un refrito” de un artículo anterior, y Charb, el director del semanario, que se burla de él: “¡Oh, sí, Philippe, vuélve a hacérmelo otra vez!”.
La manduca, los libros, las risas. La vida. Por turnos, el martes y el miércoles, los supervivientes de Charlie Hebdo rememoraban, ante el tribunal penal que juzga los atentados de enero de 2015, aspectos muy físicos, palpables para contar mejor cómo era su periódico, esa pequeña comunidad antes de la masacre. Antes de que los terroristas hicieran acto de presencia.
A tenor de los relatos, un microcosmos de felicidad. “Cuando conocí a esta redacción, fue como una revelación ver a gente seria y divertida que tenía una visión real del mundo. Inmediatamente me sentí bien en esta redacción”, cuenta Coco.
El médico de urgencias y columnista de Charlie Hebdo Patrick Pelloux solía estar presente en las reuniones de la redacción cuando no se encontraba de guardia. “Me encantaba. Era un paraíso de cultura, de mezcla de ideas, incluso cuando había broncas. Descubrí un montón de cosas y era gente de paz. Era maravilloso”.
Angélique Le Corre, responsable de suscripciones, susurra: “No me daba cuenta de que me importaban”. Pelloux añadirá después: “Nunca se sabe cuando la felicidad está ahí. Lo notas cuando ya no la tienes”.
Sigolène Vinson, que lleva arremangado el jersey azul que viste, rememora el día en que esta abogada, convertida en camarero en un chiringuito en Córcega, vio cómo Charb y Patrick Pelloux “llegaron para sacarme de mi caravana”. Fue en el verano de 2012. Hacía buen tiempo.
Y luego llegó el 7 de enero. “Hacía frío y estaba gris y no me gusta cuando hace frío y está gris”, recuerda la mujer, columnista de tribunales del semanario satírico. Ese día se celebraba la reunión posnavideña en Charlie Hebdo. Estaba acabando. Charb bromea con Philippe Lançon “y en ese momento oímos los dos primeros disparos”, continúa Sigolène Vinson.
Desde 2006 y con la primera controversia sobre la publicación de las caricaturas del profeta Mahoma, el personal de Charlie Hebdo se había acostumbrado a las amenazas de muerte. Charb, Riss y Luz recibieron protección policial. Sólo Charb seguía con ella porque su nombre figuraba en una lista de personas amenazadas de muerte, publicada en internet por Al-Qaeda en la Península Arábiga (AQPA), una filial con sede en Yemen de la organización terrorista fundada por Osama Bin Laden. Y una noche de noviembre de 2011, mientras se preparaba para publicar un número especial rebautizado Sharia Hebdo, el periódico fue incendiado. Ese día, Coco se dio cuenta del “peligro que suponía hacer un dibujo”. “Pero eso no me desanimó”, afirma. Las llamadas con mala intención son recurrentes, se convierten en un ruido de fondo. El 7 de enero de 2015, los hermanos Kouachi, uno de los cuales ya había sido condenado por su participación en una red yihadista, entran en el número 10 de la calle Nicolas-Appert, en el distrito 11 de París, armados hasta los dientes.
Detienen a Coco, que está a punto de salir del edificio para fumarse un pitillo. Coco reconoce lo que los terroristas encapuchados tienen en las manos. “Charb dibujaba tan bien las armas que supe que era un kaláshnikov”. Exigen que los lleve a la redacción. Suben las escaleras, Coco abre una puerta y se da cuenta de que se ha equivocado de planta.
“Pensé que resultaría fatal para mí y me puse así...”. Y Corinne Rey hace un gesto mientras habla, se pone de rodillas frente al tribunal, los brazos temblando sobre su cabeza en una ilusoria posición defensiva. “Les dije: ‘Lo siento, lo siento, me he equivocado de planta’. Dijeron: “Nada de bromas o te liquidamos”.
Coco piensa en su hija, a la que ha dejado en la guardería. Lleva a los asesinos al rellano de la redacción. “Me dirigí al código y lo tecleé”. En ese momento eran las 11 horas, 33 minutos y 47 segundos. El encapuchado número uno entra en la oficina que sirve de vestíbulo, con el arma de guerra que lleva. Coco oye un ruido seco. “Mi primer pensamiento, absurdo, fue decirme: ‘El sonido de un arma es una mierda’ y luego vi a Simon caer...”.
Cuando Simon Fieschi, el webmaster, suba al estrado el miércoles advertirá: “Seré más breve que mis compañeros de ayer, porque para los que vieron el vídeo [las imágenes grabadas por la cámara de seguridad de Charlie Hebdo en las que se ve cómo le disparan, tal y como se había visto en la sala dos días antes], saben que todo fue muy rápido para mí. Recuerdo que la puerta se abrió, recuerdo que oí ‘Allahû akbar’, entonces vi pasar a dos hombres encapuchados, luego perdí el conocimiento, lo que sin duda me salvó la vida”.
En la redacción, Frank Brinsolaro lo entendió. El guardián de la paz del servicio de protección, encargado de la seguridad de Charb, se levantó y sacó su pistola Glock 26 de 9 mm. “Siento el pecho de Frank, no sé si lo molesté”, se disculpa a la audiencia de Sigolène Vinson. “Dijo: ‘No hay que moverse de manera anárquica’, y cuando dijo: ‘No hay que moverse de manera anárquica’, yo me moví de manera anárquica...”. La mujer llora. A Franck Brinsolaro le mataron, el 7 de enero, de tres disparos en la parte superior del pecho.
“Me dice que no me mata porque soy una mujer. Creo que es muy injusto...”
Laurent Léger ve al asesino encapuchado número uno aparecer por la puerta. Proclama “Allahû akbar” y dispara. El periodista de investigación se acurruca bajo una mesa. Oculto a ojos del asesino, ve cuerpos cayendo silenciosamente, asiste impotente al final de Georges Wolinski. El decano de los dibujantes de 80 años recibió cinco impactos.
En el suelo, el dibujante y redactor jefe Laurent Sourisseau, conocido como Riss, comprende que va a morir. “Es el fin de mi vida. Espero mi turno”. El asesino encapuchado número uno le dispara por la espalda. “En el cuerpo entra plomo, te atraviesa. Contuve la respiración. Dejé de respirar para que no me metiera más”.
Riss escucha cómo el asesino repite:
“Charb, Charb, Charb, ¡es él!”.
Luego se produjo una lluvia de disparos. La última.
“No sé a quién dispararon y, francamente, no quiero saberlo”.
Sigolène Vinson consigue escapar. Llega al último despacho, que no tiene salida, situado frente a la entrada. En su huida, se cae y se arrastra para llegar a un refugio ilusorio, la gran mesa de trabajo ovalada dedicada a los maquetadores. Uno de ellos ya está escondido debajo. El corrector de pruebas Mustapha Ourrad, que seguía de cerca a Sigolène Vinson en su huida, se desploma, “como un fusilado”.
El asesino encapuchado número 1 apunta a Sigolène Vinson, que se esconde bajo la mesa. En varias ocasiones, su antebrazo se mueve hacia adelante y hacia atrás, arriba y abajo. Sermonea a la redactora de tribunales. “Pensé que me estaba consolando [...] me pidió que me calmara. Siento mucho haber pensado que estaba siendo amable. Me dijo que lo que hacía estaba mal, no lo entendía: escribía columnas sociales y defendía a los trabajadores. [...] Y va y me dice que no me mata porque soy una mujer. Creo que es muy injusto...”.
El asesino no ve al maquetador que se escondía a su lado. Para centrar su atención, Sigolene Vinson asiente con la cabeza. “No es altruismo por mi parte, no es para salvar a Jean-Luc [el maquetador], es para salvarme a mí. Si lo mata y su cerebro cae sobre mí, no lo habría superado”.
Después de disparar por lo menos 35 veces y alcanzado su objetivo casi siempre, los asesinos se van, relajados. La puerta se cierra. Son las 11:35. La ejecución de diez personas dentro de las instalaciones de Charlie Hebdo duró menos de dos minutosCharlie Hebdo.
Se podían oír disparos a lo lejos, los asesinos prosiguieron su macabro diluvio de plomo en la calle. Dentro del periódico, los supervivientes salen de sus escondites. “Vi la magnitud de la masacre en la redacción”, dice Coco. Bajo la gran mesa de la sala de reuniones, los cuerpos sin vida de Cabu, Charb, Honoré, Tío Bernard, Tignous, Wolinski, Elsa Cayat y Michel Renaud están apilados boca abajo en el suelo. En el vestíbulo, el de Franck Brinsolaro. En el despacho de los maquetadores, el de Mustapha Ourrad.
Los terroristas se ensañaron con el director de la publicación, el objetivo prioritario de Al Qaeda. “Es como si el suelo hubiera absorbido la cara de Charb. Como si hubiese atravesado la pared”, describe Sigolène Vinson. Se ocupa del periodista Fabrice Nicolino, “tres balas en la piel, una en cada pierna, una en el abdomen”, como él mismo explica. “Lo acariciaba. Me pidió que le cogiera la mano porque sentía que se iba. Tenía un cinturón, pero no sabía cómo hacerle un torniquete a Fabrice porque los huesos estaban a la vista e ignoraba dónde poner mi cinturón…”.
Laurent Léger, ileso, ya no recuerda sus primeros gestos, sólo la “gran crisis de lágrimas” que lo sacude. Coco se abalanza hacia Philippe Lançon, tiene la mejilla destrozada. Ella llama, a petición suya, a la madre del periodista. “En mi caso, me urgía avisar a la guardería de que no podía ir a recoger a mi hija porque había sucedido algo grave en el trabajo”, piensa en ese momento la dibujante.
Una vecina que llegó en su ayuda indicó a los supervivientes que tuvieron la impresión de ver el cuadro La balsa de la medusa de Géricault. Sigolène Vinson cree acertada la semejanza aunque la haga llorar.
El primero en llegar al lugar de los hechos después del tiroteo, el médico de urgencias Patrick Pelloux camina sobre los casquillos de bala. Grita: "¡Charb, hermano!”, al ver a su amigo asesinado. “Charb se encontraba en un estado que hacía inútil cualquier ayuda terapéutica. Me puse a contar [los heridos] para dirigir el rescate lo más rápido posible. Con las heridas provocadas por armas de guerra, se pierde el 45% de la esperanza de supervivencia cada 15 minutos”.
Simon Fieschi se despierta. En el estrado, recuerda con voz sorda: “Mi despacho era paso obligado para ir a la sala de redacción, vi un rastro de sangre que era mi sangre y, tal vez, la sangre que fluía de la sala de redacción... Y a los servicios de urgencia que entraban”.
Una vez trasladado a urgencias, se le induce el coma. “Desde ese punto de vista, para mí, el 7 de enero se detiene. Escuché lo que pasó el 7, 8, 9, el miedo, la manifestación, una semana después que los demás”.
“Tenía miedo a llevar un monstruo a casa”
Para diez personas de la redacción de Charlie Hebdo, la vida se detuvo el 7 de enero de 2015. Al final de los dos agotadores días de audiencias, se desprende la impresión de que también para los supervivientes: “Siempre es difícil hablar de uno mismo, de su vida, de su hija cuando otros han perdido un padre, un hermano”, explica Corinne Rey. “No estoy herida, no me mataron. Pero esta cosa que me ha atravesado es absolutamente terrible y viviré con ella el resto de mis días”.
La dibujante que abrió la puerta de Charlie, amenazada a punta de pistola, a los asesinos dice haberse “sentido culpable”. “Ha sido muy difícil pasar por esto. Un momento de extrema soledad, no creo que nadie pueda ponerse en mi lugar”. Y esta joven madre confía que al principio “no tuvo la fuerza de ver a su hija”. “Tenía miedo de que ella sintiera cosas. Tenía miedo de llevar un monstruo a casa”.
En un testimonio muy político, Riss justificó la idea de relanzar Charlie Hebdo después de la masacre. “Era lo correcto, nos guste o no. Era el momento de la verdad del periódico, teníamos que estar a la altura de lo que habíamos estado reivindicando durante años”.
El abogado del periódico Richard Malka le pregunta: “¿No lamentas la publicación de las caricaturas de Mahoma? ¿Valió la pena?”
- Esa no es la manera de razonar, respondió su amigo. “¿Para qué vivimos? ¿Vivimos para ser libres o para ser esclavos? Quiero vivir libre, no sometido a la loca arbitrariedad de los fanáticos. Lo que lamento es ver cómo la gente es tan poco combativa en la defensa de las libertades”.
Pero, en medio de este testimonio centrado en grandes principios, expresa su “malestar por poder seguir con sus vidas y ellos no”, en referencia a sus amigos y colegas asesinados.
En su trabajo, el médico de urgencias Patrick Pelloux admite que siente que ha perdido el sentido: “Lo vivo todos los días. Cuando te dedicas a la medicina, es para salvar a la gente. Si había alguien a quien quería salvar, eran ellos. Y desafortunadamente, no pude hacerlo...”. A través de sus gafas redondas, sus ojos miran fijamente al vacío.
Sus condiciones de trabajo están ahí para recordarles lo que han pasado. Laurent Léger finalmente dejó Charlie. No podía soportar los nuevos locales ultraseguros. “Con la policía en la planta baja, cámaras, códigos por todas partes. Me ahogaba, literalmente. No he podido seguir”.
Con una pizca de provocación que suena a desesperación, Fabrice Nicolino advierte: “¡Está atestado de maderos sobrearmados, aviso a los aficionados!” También evoca una “habitación del pánico, a prueba de lanzacohetes” en la que los miembros de la redacción tienen que refugiarse si escuchan una contraseña.
Y sin importar las medidas de seguridad que se tomen, todavía hay miedo. Cuando entra en algún sitio, Sigolène Vinson empieza a buscar las salidas de emergencia. Cuando va a un bar, da patadas debajo del asiento para ver si está lleno, con el fin de esconderse allí en caso de emergencia.
Después del 7 de enero, su vida no fue un camino de rosas. Perdió a uno de sus amigos en el ataque de la sala Bataclan: durante la manifestación de apoyo del 11 de enero de 2015, llevaba un cartel que decía JeSuisCharlie, JeSuisSigolène... Estaba de vacaciones en Yibuti en diciembre de 2018 cuando Peter Cherif, un estrecho colaborador de los Kouachi y presunto intermediario en la cadena de mando que ordenó la masacre de Charlie, fue detenido allí. Volvieron a Francia en el mismo avión. Durante dos años, Sigolène Vinson soñó que Hayat Boumeddiene (la viuda de Amedy Coulibaly, el asesino de Montrouge y del Hyper Cacher) le disparaba con una ballesta en la frente. Ahora retirada en el sur de Francia, se baña tres veces por semana. “Me gusta estar bajo el agua. Mejor que fuera del agua”.
Riss dice que ha dejado de recibir amigos en casa. En cuanto al exterior... “Puedo hacer lo que quiera, puedo caminar por la calle, pero ¿es prudente? Lo hago de vez en cuando. A veces siento que estoy bajo arresto domiciliario”. Con pudor, explica que antes del ataque, planeaba adoptar un niño con su mujer. “Después, se nos dijo educadamente que nunca confiarían un niño a personas que están bajo protección”.
Fabrice Nicolino, ex gran reportero, presenta un perfil más aventurero, minimiza sus heridas, sus traumas, alude continuamente a los demás, a Philippe Lançon que no acude a testificar, que no se siente capaz de ello. “Pienso más en Simon [Fieschi], Philippe Lançon, en mis amigos muertos, me las arreglo muy bien…”. Está al borde de las lágrimas. Y luego explota, ataca a los periodistas que no se interesan lo suficiente por las condiciones de trabajo de Charlie, “un periódico asediado en el centro de París”. Ataca especialmente a los intelectuales parisinos que, según él, se rinden ante la amenaza islamista (entre los que vilipendia se encuentra Edwy Plenel, presidente y fundador de Mediapart, socio editorial de infoLibre).
Justo antes de él, en la mañana del miércoles, el tribunal se vio sacudido por el testimonio de un webmaster que llegó al estrado desplazándose con dificultad, con ayuda de muletas. Simon Fieschi desplegó clínicamente su discurso y sus heridas. “He venido a contarles el efecto de una bala de kaláshnikov, cuando sobrevives a ella. Pasé una semana en coma, cinco semanas en cuidados intensivos [...]. Luego ocho meses en el hospital en Les Invalides. Desde entonces, tendré que rehabilitación de por vida para no perder lo que he recuperado”.
Sin una nota, con precisión quirúrgica, Simon Fieschi cuenta: “Estoy dividido entre el deseo de no manifestar mi dolor a aquellos que han hecho todo lo posible para infligírmelo y al mismo tiempo el deseo de no ocultar las consecuencias de estos actos. Trataré de navegar entre ambos”. Cuenta la historia, sin ninguna emoción aparente, de cómo una bala le tocó la columna vertebral y cómo el efecto de la onda expansiva en su cuerpo le comprimió la médula espinal, cómo perdío siete centímetros de altura. “Tener que luchar contra la parálisis [...] crea una profunda fatiga que nunca desaparece. Todos mis movimientos, todas mis acciones, parten de esta fatiga”. Y a pesar de todo, su discurso es optimista. “Me gustaría decir que esta bala me dio, pero no me alcanzó. Y yo diría lo mismo del periódico. Seguimos levantándonos... Así es”.
Sobre todo, en dos actos, no simulados, este webmaster de 36 años, el que sufre las secuelas físicas más graves de todos los supervivientes, ofrece el más bello homenaje que se ha escuchado desde el comienzo del juicio a aquellos que pagaron con sus vidas el derecho a hacer “dibujos divertidos”, como los definirá otra víctima.
Acto I: Al principio de la declaración, el presidente del tribunal le propone a Simon Fieschi sentarse en lugar de permanecer en el estrado.
“Me gustaría testificar de pie, gracias”, responde secamente el hombre discapacitado.
Acto II: Simón Fieschi detalla las dificultades que siente para hacer ciertos gestos. “Suena tonto, pero ya no puedo hacer una peineta... Y a veces tengo unas ganas locas”.
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Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
Migas de pan que salen del abrigo de Cabu y éste que se da un festín antes de tiempo de un jamón envuelto en un paño. Un roscón de Reyes que ha traído la dibujante Corinne Rey, conocida como Coco, y el bizcocho de la redactora de tribunales Sigolène Vinson. Libros del economista Bernard Maris, el de jazz que ha traído y el que recomienda, Robespierre, reviens ! de Alexis Corbière. También está la ropa del propio Bernard Maris, un traje de lana, de pata de gallo, que a Sigolène Vinson no le gusta porque piensa que “la chaqueta y el pantalón eran demasiada pata de gallo para un solo hombre”. Philippe Lançon, que se resiste a escribir una columna literaria que considera “un refrito” de un artículo anterior, y Charb, el director del semanario, que se burla de él: “¡Oh, sí, Philippe, vuélve a hacérmelo otra vez!”.