Por qué es necesario reflexionar sobre la reelección de Trump (y no se está haciendo)

Grupos sindicales se manifiestan en Ciudad de Panamá para protestar por las declaraciones de Trump sobre hacerse con el control del Canal.

Joseph Confavreux (Mediapart)

Quizá deberíamos empezar por reconocer que estamos perdidos y confusos. Derrotados y desorientados. Aturdidos sin estar totalmente sorprendidos. Aunque este momento no sea precisamente el mejor para reflexionar sobre lo que ocurre.

Sin embargo, la escasez, tanto en número como en interés, de reacciones y producciones de texto sobre los días que siguen al 5 de noviembre de 2024, si la comparamos con lo que se vio tras los atentados del 13 de noviembre, la revuelta de los “chalecos amarillos” o el 7 de octubre de Israel, tiene algo que nos intriga. Incluso aunque podamos leer, a pesar de todo, interesantes análisis sobre lo que significa la victoria de este candidato, por ejemplo aquí, aquí o aquí.

Hay, por supuesto, múltiples razones para ello. Aunque la elección de Donald Trump es todo un acontecimiento por sus consecuencias probables o posibles –la aceleración irreversible de la catástrofe climática, la deportación de decenas de miles de inmigrantes, el triunfo del capitalismo libertario, la agonía de lo que quedaba del Estado de bienestar, el endurecimiento del autoritarismo global–, no constituye un imprevisto, o uno de esos choques que fuerzan a nuestros cerebros a ponerse en marcha bajo la violencia del momento.

El choque nos derriba pero sin llegar a sacudirnos, llegando incluso a dar la sensación de que la misa ya estaba dicha y de que ya se había dicho todo sobre el personaje y lo que encarna.

Parte de la estupefacción actual se debe sin duda también al interregno entre la elección y la investidura. Es un periodo propicio a la incertidumbre mezclada con miedo, sobre todo porque el presidente electo no para de lanzar granadas ensordecedoras y cohetes cegadores, con un torrente diario de nombramientos y declaraciones tan aberrantes como preocupantes.

En esta configuración particular, las dos vías más utilizadas para conjurar la legítima ansiedad están resultando insatisfactorias. La primera consiste en prolongar la campaña electoral anunciando a cada paso el apocalipsis democrático. Incluso si las opciones anunciadas para la administración son suficientes para alimentar esta actitud, pasa por alto el hecho de que las descripciones de Trump como un "fascista", un "lunático" o un "narcisista perverso”, aunque puedan ser factualmente correctas, han sido de total inutilidad electoral y política. Cuando no contraproducentes.

La segunda, en cambio, trata de relativizar las cosas, apoyándose en un cambio de escala, más que de naturaleza, entre el primer mandato de Donald Trump y el que está por venir. O señalando que no ha aumentado considerablemente el número de votos a su favor con respecto a 2020, aprovechando en cambio un hundimiento del voto demócrata y la lógica electoral habitual de no contar con los salientes, de la que el propio Trump fue víctima cuatro años antes.

Por este punto de vista, sobre todo con un sistema electoral cuestionable en el que 30.000 personas en Wisconsin, 80.000 en Michigan y 140.000 en Pensilvania deciden quién ocupará la Casa Blanca, cabría pensar, en modo business as usual, en un relevo clásico dentro de cuatro años, sin desafíos estructurales.

Incluso aunque no tratemos de situarnos en un ilusorio término medio entre estas dos actitudes, teniendo en cuenta primero la necesidad de estar a la altura de un punto de inflexión histórico y en segundo lugar no entrar en pánico con la esperanza de salir del aturdimiento, todavía hay una serie de dificultades para pensar en la era post-Trump.

Pensamiento bloqueado

Una de las principales razones de estas dificultades es el efecto de saturación, con el anterior y el nuevo presidente de Estados Unidos tan hábiles para ocupar los cerebros, los discursos y las imágenes para que, según el caso, se quedan vacíos o se sobrecalienten.

En efecto, el trumpismo se sitúa en un espacio todavía difícil de comprender cuando sigue estando inmerso en marcos políticos de los que aún no se sabe hasta qué punto se han hecho añicos definitivamente.

No está claro que la victoria del candidato republicano en los Estados del Rust Belt deba interpretarse únicamente a la luz de los análisis clásicos del historiador y periodista Thomas Frank, que hace veinte años se preguntaba What's the matter with Kansas? How Conservatives won the heart of America (¿Qué pasa con Kansas? Cómo los conservadores han ganado el corazón de los Estados Unidos).

Es bastante concebible que Donald Trump haya ganado en Pensilvania más a base de chistes sobre la anatomía del pene del golfista Arnold Palmer que ofreciendo un futuro a las poblaciones blancas de estas tierras desindustrializadas.

Donald Trump ha conseguido así desbaratar las explicaciones “sociológicas, económicas o comunicativas”, sobre todo haciendo del resentimiento, en palabras del filósofo Jean-Yves Heurtebise, “la pasión colectiva por excelencia”.

Probablemente aún nos cueste entender que el huracán político trumpista pueda ser tanto un presagio de catástrofes aún más intensas como la culminación de décadas de disfuncionalidades y renuncias que han hipotecado el futuro climático y ecológico del planeta y forjado un mundo individualista y ultracompetitivo que ha renunciado a democratizar la educación.

En un mundo así, en el que ahora parece casi imposible invertir las tendencias, la elección de un personaje como él no es tanto una ruptura con el pasado como un resultado lógico. En un mundo donde la fuerza prevalece sobre la ley, Trump es elegido no a pesar de ser un matón, sino porque parece ser el más fuerte de los matones. En un mundo tan desigual y desprotegido, la gente vota a multimillonarios porque espera estar en el lado correcto de la rueda de la fortuna.

Más allá de la capacidad de Trump para desbaratar cualquier ataque y jugar con las debilidades de sus adversarios, las dificultades para afrontar el momento actual vienen determinadas por un profundo sentimiento de impotencia que mezcla consideraciones estratégicas y medios de acción, pero también datos más existenciales.

No debería sorprender mucho que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase obrera se encuentre con que la clase obrera le ha abandonado a él

Bernie Sanders, senador demócrata

Hoy en día, las preguntas sobre las estrategias políticas giran principalmente en torno a las opciones tácticas y las identidades electorales de la izquierda, confrontando un radicalismo transformador con una socialdemocracia inclinada hacia el centro, o incluso hacia la derecha.

El fracaso de Kamala Harris y de una campaña que buscaba sobre todo captar los votos cautivos de los republicanos moderados acaba sin duda de deslegitimar la estrategia de un Partido Demócrata atrapado en las desiguales prioridades económicas de sus donantes.

Sin embargo, aunque el senador independiente Bernie Sanders tenía toda la razón al declarar, tras el desastre demócrata, que “no debería sorprender demasiado que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora se encuentre con que la clase trabajadora lo ha abandonado a él”, quizá sea demasiado cómodo imaginar que una campaña dirigida por el senador de Vermont, o un equivalente, habría funcionado mucho mejor. Al menos por dos razones.

Por un lado, la izquierda radical comparte con la izquierda centrista una forma de ilusión política y demográfica que supone que la diversificación de las sociedades occidentales tiende estructuralmente hacia victorias del campo emancipador.

La importancia del voto hispano a favor de Donald Trump –más allá de la heterogeneidad de lo que abarca el término “latino”, ya que divergen las trayectorias políticas de los cubanos anticomunistas de Florida, de los inmigrantes puertorriqueños de más edad y más a la izquierda de Pensilvania y de los mexicanos de segunda generación que viven en California– es particularmente reveladora. Sobre todo porque su magnitud no fue prevista prácticamente por nadie.

Una de las razones de este fracaso radica en que las gafas interseccionales que lleva una parte de la izquierda, a veces demasiado simples o demasiado amplias, pueden limitar su campo de visión, al exigir que se consideren conjuntamente las opresiones de clase, género y raza, olvidando considerar otras dimensiones.

Cualquier investigación sólida en ciencias sociales nos recuerda que la “identidad” personal, tal como puede transponerse políticamente, no puede reducirse a esas tres categorías. Por ejemplo, muchos estadounidenses de origen latino o centroamericano son pequeños comerciantes o empresarios, que pueden haberse dejado seducir por la retórica del sueño americano y el voto a un hombre de negocios multimillonario respaldado por el hombre más rico del mundo, sin dejarse desanimar por las ocurrencias racistas de la campaña de Trump.

Por otra parte, la trillada oposición entre izquierda social e izquierda societal se revela definitivamente obsoleta frente a un adversario que combina de forma inédita los ataques al estatuto de los trabajadores y a los derechos de las minorías.

La obsesión natalista y anti-LGTB de Elon Musk forma parte de esta captura del libertarismo por sus sectores reaccionarios

Puede que uno de los únicos beneficios de este periodo sea aclarar la naturaleza del adversario, que no puede reducirse al “nat-con (nacional-conservadurismo) teorizado por el ensayista Yoram Hazony como doctrina para el trumpismo de 2025.

La nebulosa política que domina ahora Estados Unidos es más bien una extraña síntesis libertaria-reaccionaria en forma de máquina de guerra contra los pobres y los trabajadores, pero también contra las minorías sexuales, de género y étnicas. Es una máquina de guerra sin precedentes que requiere una respuesta tan ofensiva en el frente social como en el societal.

Conviene recordar que el libertarismo original de Ayn Rand era fundamentalmente liberal en cuestiones de moral, se apartaba de toda religión y, además, estaba completamente abierto a la emigración. Rand abogaba por la abolición de los impuestos y por la desregulación y desestatización totales, pero defendía el derecho al aborto, las relaciones sexuales fuera del matrimonio y el ateísmo.

Eso no ha impedido que el libertarismo haya sido captado hoy por el campo más reaccionario, más concretamente el ultracatolicismo. La obsesión natalista y anti-LGTB de Elon Musk forma parte de esta captura del libertarismo por sus sectores reaccionarios, pero el verdadero emblema de esta reconfiguración política es el magnate de Silicon Valley Peter Thiel, una de las principales figuras del movimiento libertario en Estados Unidos y uno de los pocos empresarios tecnológicos que han apoyado a Trump desde 2016.

Este gestor de fondos especulativos, cofundador de PayPal y fundador y principal accionista de Palantir, una de las firmas tecnológicas más poderosas, opacas y liberticidas del mundo, es también un cristiano convencido, pues estudió la filosofía católica del francés René Girard, que enseñó en Estados Unidos durante la mayor parte de su vida.

Es, sobre todo, el padrino político y financiero de J. D. Vance, futuro vicepresidente de Estados Unidos, representante agresivo de un catolicismo muy conservador que, como Thiel, se inspira en el pensamiento de René Girard y se apoya en politólogos como Patrick Deneen y el monje cisterciense Edmund Waldstein, gurú de toda una generación de jóvenes católicos en Estados Unidos gracias a su página web The Josias.

Este movimiento antimoderno ha forjado una alianza sin precedentes con un radicalismo ultraliberal que es antiestatal, o que al menos rechaza todo lo que cae bajo la mano izquierda del Estado. Es sobre todo una corriente antidemocrática y antiigualitaria, inspirándose en parte en el régimen clerical autoritario austriaco de los años 30 o en el ideario de Charles Maurras.

Los demócratas pasan demasiado tiempo intentando no ofender a nadie en lugar de ser radicalmente honestos sobre los retos a los que se enfrentan muchos americanos

Seth Moulton, congresista del Partido Demócrata

Esta corriente ya actuaba en el Tribunal Supremo, donde seis de los nueve jueces son católicos conservadores, a pesar de que los católicos sólo representan alrededor del 20% de la población en Estados Unidos y de que desde hace tiempo se identifican políticamente con un catolicismo progresista vinculado al Partido Demócrata, encarnado por Kennedy o Biden.

Esta corriente tiene también una doctrina, visible en los textos de la Heritage Foundation presidida por Kevin Roberts, que mantiene desde hace tiempo numerosos vínculos con el Opus Dei.

En lugar de extraer de esta reconfiguración del adversario político que es necesario abolir las discusiones entre la izquierda social y la izquierda societal, algunos culpan a la “política identitaria” y la excesiva atención prestada a la identidad trans en particular, aunque la campaña de Kamala Harris apenas haya puesto de relieve su preocupación por las minorías.

Seth Moulton, miembro demócrata de la Cámara de Representantes por Massachusetts, declaró al New York Times que “los demócratas pasan demasiado tiempo intentando no ofender a nadie en lugar de ser radicalmente honestos sobre los retos a los que se enfrentan muchos americanos”. Y añadió: “Tengo dos niñas pequeñas. No quiero que compitan en una carrera o en un campo de deportes contra un atleta masculino o alguien que antes era un atleta masculino. Pero como demócrata, se supone que debo tener cuidado con decir eso”.

Estos comentarios fueron contestados entre los suyos, e incluso dentro de su propio equipo, lo que le llevó a decir en MSNBC que había “hablado con autenticidad, como un padre, sobre uno de los muchos temas en los que piensa que estamos desconectados con una mayoría de votantes”. Y añadió: “Quizá no utilicé todas las palabras correctas, pero lo esencial es que la reacción que recibí demuestra mi idea de que ni siquiera podemos mantener un debate en el partido”.

Esta supuesta lección de las elecciones americanas, en forma de rechazo del wokismo, se extiende más allá de las fronteras de Estados Unidos, ya que se puede encontrar, por ejemplo, en los escritos de Michel Guerrin, redactor-jefe de cultura de Le Monde, quien explica que “entre las razones del triunfo de Donald Trump, está el machismo del campeón, y luego, por otra parte, el wokismo cultural, bien vivo en los campus americanos y en las artes, que acaba de recibir un gancho infernal. Tanto los votantes blancos como los latinos han podido sentir rechazo por ideas, obras y prácticas que pretenden esencializar a las minorías valorizándolas. Esta vanguardia woke, contemplada con indulgencia por las bases demócratas, quedó aislada de una América real, popular y derechizada”.

Si hay una lección que aprender de la ofensiva reaccionaria, es la de no dividir la igualdad ni escindir las luchas democráticas. Por supuesto, podemos cuestionar la tendencia de algunos sectores de la izquierda radical de centrarse en la calidad del lenguaje y en cuestiones de representación más que en la opresión, sin negar que la evolución del lenguaje tiene como objetivo contrarrestar las dominaciones heredadas que también necesitan ser transformadas por la forma en que se expresan.

Por lo tanto, no podemos, como siguen haciendo algunas voces de la tradición marxista, reclamar una política de clase más agresiva y una exigencia de ruptura con el marco social y económico y, al mismo tiempo, pedir a las minorías que moderen sus reivindicaciones alegando que serían inaceptables para un pueblo mitificado.

Medios de acción y juegos de escala

La dificultad del momento proviene, sin embargo, más allá de las diferencias estratégicas, del sentimiento más profundo de que esa elección afecta directamente a la escala de acción en la que se desplegaron en gran medida las victorias más recientes del campo emancipador al tiempo que se acumulaban las derrotas electorales. A saber, a las luchas territoriales, a la reinvención de modos de vida locales y a la idea de crear archipiélagos a partir de zonas que han logrado defenderse.

¿Hasta qué punto es probable que la elección de Trump desaliente esas luchas? En otras palabras, ¿qué peso tienen nuestros gestos ecológicos cuando la primera potencia mundial promete perforar aún más? ¿Cómo podemos seguir mostrando solidaridad con el pueblo de Gaza cuando sabemos que la futura administración americana será aún peor que la del "Genocide Joe"? ¿Hasta dónde será posible seguir tejiendo solidaridad en un contexto de desmantelamiento de todo lo que queda de los servicios públicos y del Estado del bienestar?

Por supuesto, podemos suponer que estos espacios de posibilidad serán tanto más útiles e intensos en un contexto de deterioro generalizado. Pero también es dudoso que sea posible sembrar semillas fértiles durante mucho tiempo en un mundo cada vez más contaminado y tóxico.

Sin embargo, la cuestión no es sólo la escala de la acción, sino también los recursos desplegados. Dan ganas de buscar trolls progresistas y podcasters feministas, de crear una red de influencers y frikis afines a los valores defendidos por la izquierda para contrarrestar los éxitos del movimiento MAGA (Make America Great Again).

Tampoco podemos evitar preguntarnos qué habría pasado si Mark Zuckerberg, con su Facebook y su fortuna, hubiera sido tan ofensivo en su apoyo a Kamala Harris como lo ha sido Elon Musk con Donald Trump con X y sus miles de millones.

Formular la pregunta es casi responderla. Por un lado, no podemos esperar que poderosos donantes del Partido Demócrata en Estados Unidos, o millonarios franceses que serían las simetrías inversas de Bolloré en Francia, apoyen una política de ruptura con el actual sistema social y económico que les ha enriquecido. Tras la victoria del candidato republicano, Mark Zuckerberg, al igual que el fundador de Amazon, Jeff Bezos, se apresuró a anunciar su intención de donar varios cientos de miles de dólares a la investidura de Donald Trump.

No puedes trabajar con las herramientas de tu adversario ni en el lenguaje de tu enemigo

Sylvain Creuzevault, director de escena

Por otra parte, no es plagiando la retórica y los métodos del adversario como podemos esperar estar en su contra, porque es imposible, desde el campo de la emancipación, sostener discursos tan simplistas como los del masculinismo o el supremacismo, plegarse a la lógica del líder todopoderoso o valorar la lucha de todos contra todos y reducir la buena vida al grosor de la propia cuenta bancaria.

Sería inútil pensar en hacer política emancipadora favoreciendo bajos instintos y tristes pasiones, cualquiera que sea su potencial electoral en un mundo donde las desigualdades son tales que reina el sálvese quien pueda, y donde la falta de educación de calidad, liquidada o reservada a los más ricos, sirve de caldo de cultivo a la desinformación y al disparate político.

En palabras del director de escena Sylvain Creuzevault, en un artículo de Le Monde dedicado a la estética y los imaginarios de la nación, pero que podría transponerse a muchos otros ámbitos, “la forma en que la izquierda puede abordar la cuestión de la nación es legítima, pero no podemos trabajar con las herramientas del adversario ni en el lenguaje del enemigo”.

Esto no impide, sin embargo, reflexionar sobre lo que podría ser una transgresión de la izquierda que no se limitara a reactivar las utopías del siglo XX y que, por tanto, pareciera susceptible de desbaratar los planes de los cincuenta tonos de marrón que hoy tienen en común la promesa de un cambio radical: ya sea del orden de una precipitación hacia un futuro insostenible o de la pretensión de un retorno reaccionario a un mundo desaparecido.

Una reflexión que, sin embargo, se topa con la tercera aporía del campo progresista en el momento post-Trump, que puede calificarse de existencial.

A diferencia de 2016, para los demócratas no ha sido una sorpresa. Y sacaron toda la artillería, sobre todo en los Estados clave del Blue Wall (Wisconsin, Michigan, Pensilvania, etc.) que habían dado por seguros hace ocho años. Kamala Harris gastó cientos de millones de dólares y movilizó a decenas de miles de voluntarios en lugares donde Hillary Clinton ni siquiera se había molestado en aparecer. Todo en vano.

Lo que no hace sino demostrar que el problema no es sólo electoral, sino mucho más estructural, incluso existencial, como demuestra también la forma en que el nivel de educación y el hecho de vivir en metrópolis se han convertido en los criterios más decisivos para votar.

Como explicaba recientemente en nuestras columnas Jonathan Smucker, estratega de movimientos sociales y de la izquierda pro-Bernie Sanders, “Criticamos al Partido Demócrata por su desconexión, pero hay otro problema: una brecha cultural cada vez más profunda. Es lo que yo llamo la insularidad de la élite cultural. No me refiero al 1% más rico, que está en el centro de la desigualdad económica. Hablo del 10% al 20% de la población que, debido a su nivel de educación y al lugar donde viven, se han aislado del resto de la sociedad”.

Por tanto, el cambio necesario para resistir a los años de Trump no será meramente programático o estratégico, y menos aún intelectual, sino necesariamente geográfico, respaldado por un trabajo social y educativo cuyos contornos parecen, hoy más que ayer, difíciles de trazar.

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Traducción de Miguel López

 

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