El pasado jueves 13 de julio moría Liu Xiaobo. Un nombre que pocos conocen en China y que, sin embargo, se ha escuchado en todo el mundo para rendirle tributo. Estados Unidos, Francia, Alemania y tantos otros países han expresado su hondo pesar, al tiempo que reclaman el fin del arresto domiciliario para su mujer Liu Xia y que pueda marcharse al extranjero. Un llamamiento de la comunidad internacional justificado puesto que el premio Nobel de la Paz, condenado en 2009 a 11 años de cárcel por “intento de subversión contra el Estado”, acaba de morir a los 61 años, víctima de un cáncer de hígado. Su único crimen fue reclamar más derechos humanos y más democracia durante toda su vida, a pesar de los arrestos, de los campos de trabajo y de las amenazas. En China, todavía hoy, pronunciar y escribir determinadas palabras pueden suponer la cárcel. O algo peor.
El Gobierno chino –que desoyó las demandas de la familia de Liu Xiaobo y de los países occidentales que reclamaban que el disidente fuese sometido a tratamiento en el extranjero– sólo aceptó, durante apenas 48 horas, la presencia de dos médicos, un alemán y otro norteamericano, junto al activista pro derechos humanos.
Unidad internacional en torno a los derechos humanos. El lema suena bien. Sin embargo, en realidad, las grandes potencias permanecen en un cada vez más discreto segundo plano en lo que se refiere a la cuestión en China. En pocas palabras, cuanto más fuerte se hace China, menor es la presión internacional sobre la segunda potencia mundial.
Tomemos como ejemplo el caso de Francia. En los últimos años, cada vez que un miembro del Gobierno francés visita Pekín, se ensalzan las buenas relaciones existentes entre los dos países. En la práctica totalidad de los casos, se destacan las relaciones económicas y, acto seguido, tanto China como Francia no dudan en referirse al buen recuerdo del general De Gaulle que “fue uno de los primeros en reconocer la República Popular China en 1964”. Pero cuando la prensa hace preguntas sobre asuntos menos cómodos, como los derechos humanos, los comentarios son más comedidos. Aunque cabe pensar que el trabajo en esta materia se realiza de forma discreta y a largo plazo, las declaraciones oficiales de Francia al respecto en los últimos tiempos suelen brillar por su ausencia.
Y la actitud de Francia no es un caso aislado. Coincidiendo con la 35ª reunión del Consejo de Derechos Humanos, celebrada en Bruselas en mayo, Grecia vetó la declaración común que condenaba los abusos de China en materia de derechos humanos. El Estado griego argumentó que “las críticas a menudo selectivas y no productivas no facilitan la promoción de los derechos humanos en estos países ni las relaciones con la UE”, olvidando no obstante mencionar que China se ha convertido en uno de los primeros inversores del país y en cuyas manos se encuentran infraestructuras tan importantes como el puerto de El Pireo.
Noruega también ha tenido que transigir. Después de haber concedido el Premio Nobel de la Paz a Liu Xiaobo en 2010, la imagen del sillón vacío –que debía ocupar el disidente chino en la ceremonia de entrega del premio en Oslo– dio la vuelta al mundo. Liu Xiaobo se encontraba entonces encarcelado y nunca abandonaría la prisión. En aquel momento, la reacción de China fue poner punto y final a las relaciones diplomáticas con Noruega. Hasta el pasado mes de diciembre. Y el Gobierno noruego ha permanecido muy prudente sobre Liu Xiaobo estás últimas semanas. El Ministerio de Asuntos Extranjeros declaraba que el caso del premio Nobel de la Paz “era muy sensible y seguido de cerca por Noruega, que tuvo que esperar más de seis años antes de la normalización de las relaciones con China”.
Después de la masacre de Tiananmen en 1989, las críticas de multiplicaron y varios países ayudaron y acogieron a los supervivientes, que corrían el riesgo de ser condenados a importantes penas de cárcel. Una fuente diplomática de Pekín confirma que desde hace unos años, las críticas procedentes de países occidentales son menos numerosas: “Es algo así como si tu vecino pega a su mujer de forma habitual y, de vez en cuando, llamases a la puerta para decirle que eso no esta bien. En la práctica, estás haciendo algo, pero en el fondo eso no cambia las cosas”.
Si, para algunos, la China de 2017 no es tan diferente al país que era en 1989 en materia de represión de sus disidentes, ya no tiene nada que ver en términos económicos. China es el segundo socio comercial en importancia de la UE, sólo por detrás de Estados Unidos; se calcula que, cada día, los intercambios comerciales entre China y Europa rondan los mil millones de euros. Hoy segunda potencia mundial, el imperio ocupa cada vez un lugar mayor en el panorama internacional a todos los niveles.
Mientras que el soft power chino va cada vez a más, en el cine por ejemplo, por su parte el presidente chino desarrolla una imagen de marca que parece funcionar en China y en el extranjero. Frente a un Donald Trump imprevisible y poco experimentado, Xi Jinping se presenta como el líder sabio y razonable. Su discurso proglobalización en el foro económico mundial de Davos de enero le valió las alabanzas de las grandes potencias y de la organización del G20 en Hangzhuo el año pasado parece que también le ha salido rentable.
“No tengo enemigos”
Xi Jinping, al defender el “sueño chino”, pone en marcha grandes proyectos internacionales como la “nueva ruta de la seda”, destinado a abrir nuevas rutas comerciales, sobre todo marítimas y ferroviarias, para unir China con Europa y África. En la cumbre del G20, celebrada la semana pasada en Hamburgo, el dirigente chino no dudó en situar los valores de su proyecto ambicioso a escala mundial, al afirmar que todos los países debían trabajar juntos “para que resultase ventajoso a ambas partes”. Esta última edición del G20 parece haber beneficiado sobre todo a Xi Jinping.
Pese a que el estado de salud de Liu Xiaobo era conocido, ningún jefe de Estado tuvo el coraje suficiente como para hacer de la cuestión un reto mayor. Una actitud que, según Sophie Richardson, directora de investigación para China de Human Rights Watch en Washington, “pone de manifiesto que el líder chino puede ser un bárbaro y acudir a una cumbre internacional sin que nadie lo moleste”. Aunque Richardson reconoce que todos los Estados responden de forma desigual frente a China en este tipo de cuestiones, constata que se llevan a cabo pocas acciones concretas: “En realidad, no es tan sorprendente que Liu Xiaono no fuese mencionado en el G20. Había otras potencias como Rusia o Turquía que también tienen problemas en ese sentido”, concluye Sophie Richardson,
El otro motivo por el que China debe seguir siendo un aliado de la comunidad internacional es Corea del Norte. Pekín sigue siendo el interlocutor privilegiado de Pyongyang, incluso si los esfuerzos de China frente a Kim Jong-un no parecen concluyentes de forma inmediata. Mientras el diario Global Times anunciaba el 12 de julio que las ventas de carbón en Corea del Norte habían bajado un 75% en el primer semestre del año, las autoridades chinas anunciaban simultáneamente que los intercambios comerciales con sus vecinos norcoreanos habían crecido un 10,5% en el mismo periodo.
Por último, el clima también es un desafío importante. Mientras Trump da marcha atrás en los Acuerdos de París, China reafirma su derecho de comprometerse en la lucha contra el calentamiento climático. Un pequeña ironía ya que con su proyecto de “nueva ruta de la seda”, China no es verde. Según un estudio, de la organización Global Environment Initiative, con sede en Pekín, los chinos participaron entre 2001 y 2016 en la realización de 240 proyectos de centrales de carbón en los 65 países que abarca el proyecto “one belt, one road”.
Si la actitud de los países occidentales frente a Pekín parece suavizarse, por el contrario, hay cosas que van a peor en China. En concreto, la represión que se ejerce sobre los derechos humanos y de las libertades individuales y así lo recoge el informe de Amnistía Internacional, correspondiente a 2016-2017. Recientemente, coincidiendo con el segundo aniversario de la represión ejercida sobre los abogados que trabajan por los derechos humanos, lanzado por el Gobierno chino en julio de 2015. Cientos de abogados fueron detenidos, interrogados y torturados según los testimonios de los más valientes. Algunos fueron condenados a penas que iban hasta los siete años de cárcel. Otros desaparecieron.
A día de hoy, la última víctima de esta feroz represión es Liu Xiaobo. Una vez más, aunque las reacciones vengan de diferentes partes del planeta y los jefes de Estado considerados líderes influyentes, como Donald Trump o Emmanuel Macron, hayan dado su apoyo a la familia enlutada de Liu Xiaobo, las peticiones de extradición de su mujer y que condenan el comportamiento del Gobierno chino han quedado en manos del secretario de Estado norteamericano Rex Tillerson, por parte de Estados Unidos, y en las del ministro de Asuntos Extranjeros Jean-Yves Le Drian, del lado francés.
Sin embargo, como una luz salida de la nada diplomática, la presidenta taiwanesa Tsai Ing-Wen, presa de la tensión con Pekín, rindió homenaje directamente a Liu Xiaobo: “Si el sueño chino es la democracia, entonces Taiwán le dará todo el apoyo necesario para alcanzar este objetivo. Pienso que es lo que él [Liu Xiaobo] habría querido”. Acto seguido, parafraseando al premio Nobel de la Paz: “No tengo enemigos, no tengo odio”, Tsai Ing-wen concluyó: “Liu Xiaobo no tenía enemigos porque la democracia no tiene enemigos”. _____________
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Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
El pasado jueves 13 de julio moría Liu Xiaobo. Un nombre que pocos conocen en China y que, sin embargo, se ha escuchado en todo el mundo para rendirle tributo. Estados Unidos, Francia, Alemania y tantos otros países han expresado su hondo pesar, al tiempo que reclaman el fin del arresto domiciliario para su mujer Liu Xia y que pueda marcharse al extranjero. Un llamamiento de la comunidad internacional justificado puesto que el premio Nobel de la Paz, condenado en 2009 a 11 años de cárcel por “intento de subversión contra el Estado”, acaba de morir a los 61 años, víctima de un cáncer de hígado. Su único crimen fue reclamar más derechos humanos y más democracia durante toda su vida, a pesar de los arrestos, de los campos de trabajo y de las amenazas. En China, todavía hoy, pronunciar y escribir determinadas palabras pueden suponer la cárcel. O algo peor.