“Cuando la maquinaria de la ONU se pone en marcha, ya no eres nadie”, explica un denunciante que se encuentra a día de hoy en la picota por denunciar un supuesto caso de abuso de poder por parte de su jefe. Todos los funcionarios que han tenido la desafortunada idea de denunciar el incumplimiento de los principios de la ONU se muestran unánimes: no es buena idea oponerse a una organización que –aunque tiene como bandera el respeto de los derechos humanos– no duda en poner en marcha todo un abanico infinito de medidas de represalia contra quien se atreve a desafiar al establishment. Las prácticas más comunes incluyen la no renovación del contrato, traslado inmediato y anulación del visado, lo que obliga al funcionario de turno a salir del país en el que vive y en el que trabaja. “Hay que tener los nervios de acero para hacer frente a la maquinaria de la ONU”, reconoce un diplomático.
¿Qué le pasa por la cabeza a alguien que decide denunciar algo que considera que va contra las reglas? ¿Cómo se convierte alguien en denunciante? “Cuando pasé a formar parte de la organización, no podía sentirme más orgullo. Creía en los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Creía en la idea de un mundo mejor. Quizás fui un poco ingenuo. Después, como desplazado sobre el terreno, pude constatar que lo que veía –pienso ahora sobre todo en casos de violaciones o en la corrupción– no se correspondía con la idea que me había hecho de la organización. Me cansé de aparentar”, confiesa un funcionario que, superado por la inacción de que hacían galas sus superiores a los que advirtió de lo que ocurría, terminó por filtrar documentos a la prensa. “Tan pronto como llegaron las represalias, me dirigí a la Oficina de Ética, pero no me ayudaron mucho. ¿Qué habría podido esperar de una oficina que depende de la Secretaría General? ¿Dónde está su principio de independencia?”. Una denuncia que rechaza Elia Armstrong, recientemente nombrada directora de dicha Oficina de Ética: “El problema radica en que no podemos recibir quejas ni podemos investigar. Intervenimos cuando ha quedado demostrado que un empleado sufre represalias como denunciante. Nuestra oficina es completamente independiente”.
Goolam Meeran, juez del Tribunal Administrativo de la ONU, encargado de varias causas relativas a denunciantes, no parece compartir la opinión de Armstrong: “Si la independencia y la imparcialidad son fundamentales en el funcionamiento de la Oficina de Ética y Deontología, como se recoge en el informe de la Secretaría General, es curioso constatar cómo ninguna de estas palabras figuran en los términos referenciados en el informe de la Oficina”, puede leerse en el informe alusivo a un denunciante. “La jurisprudencia actual exime de responsabilidad alguna a la Oficina de Deontología y esto, en sí mismo, socava gravemente el objetivo de exponer las faltar y de proteger a los que las denuncian de buena fe”, prosigue.
La política de protección de la Secretaría General contra las represalias entró en vigor en enero de 2006, precisamente después de que saltara a la luz el escándalo conocido como Petróleo por alimentos. En aquel momento, 270 personas, entre ellas algunas responsables de la ONU, fueron acusadas de haber favorecido a empresas y de haber recibido sobornos. Preocupada por proteger su imagen, que salió muy dañada, la ONU decidió crear una oficina encargada de velar por que el personal ejerza sus funciones conforme a las normas requeridas por la Carta de Naciones Unidas y proteger a todos los funcionarios, becarios o voluntarios que faltasen a los principios éticos. “Nuestra oficina ofrece un mecanismo de recurso y de reparación a aquellos miembros del personal que dicen haber padecido represalias después de haber denunciado algún incumplimiento o por haber cooperado con una auditoría autorizada o con una investigación. Deben dirigirse a nosotros tan pronto como estimen que están siendo víctimas de represalias por denunciar. No antes”, puntualiza Elia Armstrong.
Una situación que desanima a un buen número de denunciantes potenciales, como asegura uno de ellos: “¿Cómo pueden pensar que el hecho de ir a denunciar a la Oficina de Deontología va a ser un dique de contención eficaz contra las medidas de represión que se ejercer contra quien ha denunciado la corrupción de un superior o los abusos sexuales cometidos por uno sus colegas?”. Muchos consideran que una vez que se enfrentan a represalias, es demasiado tarde, y que el hecho de discutir una decisión desfavorable, mientras se alegan represalias –lo que puede, por tanto, acarrear un largo y costoso proceso ante los tribunales administrativos– corre el riesgo de servir poco menos que de consuelo a los miembros del personal que habrán buscado protección a tiempo. “Estamos inmersos en un proyecto para que los denunciantes puedan dirigirse a nosotros antes de verse enfrentados a represalia”, asegura Kevin Waite, empleado de la Oficina de Deontología.
La ONG norteamericana Government Accountability Project (GAP), que asesora y representa judicialmente a los denunciantes, asegura que la Oficina de Deontología ha recibido desde su creación 447 consultas de funcionarios que aseguran haber sido víctimas de represalias por haber denunciado conductas poco éticas. Según la ONU, sólo se dio curso a cuatro casos. Unos datos que Elia Armstrong y Kevin Waite cuestiona: “El GAP ha participado en la elaboración de algunas de nuestras enmiendas. Hemos seguidos sus consejos. No entendemos de dónde salen esas cifras y así se lo hemos trasladado. Desde el 1 de agosto de 2011, la Oficina ha recibido 151 demandas vinculadas con la política de protección contra las represalias. Ocho de ellas no eran competencia de esta Oficina. En 94 casos, se asesoró al funcionario sobre el procedimiento que debía seguir para denunciar. La Oficina ha abierto una investigación preliminar en 49 casos. Cinco de ellos siguen abiertos”. “Las cifras son totalmente falsas”, responde un exinvestigador del OIOS (Oficina de Servicios de Supervisión Interna) que ha recurrido en varias ocasiones a la Oficina de Deontología.
Entre los casos que han saltado a la luz, algunos se remontan a la década de los años 60, lo que pone de manifiesto que realmente no ha cambiado nada. En 1996, André Sirois, traductor en el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), descubrió que la corrupción gangrenaba al personal administrativo al más alto nivel. Advirtió a la oficina OIOS, que inició una investigación. Craso error. Tanto él como los colegas que corroboraron sus palabras fueron destituidos de inmediato. La OIOS reconoció que había corrupción en el seno del TPIR y el conjunto del personal administrativo fue despedido. Al cabo de siete años de tribulaciones judiciales, el tribunal administrativo concluyó que “posiblemente” los contratos no se habían renovado a raíz de la denuncia de corrupción. El contrato, de sólo dos años, no incluía ninguna cláusula de renovación. Sirois trabaja actualmente como especialista en derecho administrativo internacional en Nueva York y representa a denunciantes de las Naciones Unidas. Cuando alguno de ellos se pone en contacta con él, no duda en aconsejarles que den el paso: “Sólo si están dispuestos a perder el empleo”.
“Convertirse en denunciante es suicida en cualquier carrera profesional”, afirma F., antiguo investigador de la OIOS, porque a pesar de las garantías de las personas que recomiendan denunciar los incumplimientos de carácter ético, el denunciante se va a quedar sin trabajo, sin dinero y a menudo sin amigos, frente a la justicia de la ONU. A la postre, uno termina por preguntarse si realmente merece la pena”. En 2004, coincidiendo con el décimo aniversario del genocidio ruandés, un rumor agitó el microcosmos de la ONU: la caja negra del avión siniestrado en el que viajaba el falleció presidente ruandés Habyarimana pudo haber estado durante diez años en una oficina de la ONU –donde Kigali presuntamente la envío para su análisis– sin que nadie se preocupase por ello. F. formaba parte de las personas encargadas de la investigación. Al término de la misma, llegó a una conclusión que no coincidía con la versión oficial. Poco después, se filtraban diversas informaciones a la prensa. A F., que fue acusado de divulgarlas, se le prohibió que pusiera un pie en su despacho y sólo pudo recoger sus efectos personales escoltado por tres agentes de seguridad. Presentó una denuncia ante el Tribunal Administrativo de la ONU y ganó el proceso. Pese a todo, sus problemas no acabaron ahí. Fue relegado, tratado como un paria y, cuando finalizó su contrato, a finales de noviembre de 2006, no se lo renovaron. “Las pasé canutas”, admite ahora con amargura. Y añade que el tiempo transcurrido no ha restado un ápice de violencia a la situación que vivió.
“El estatus de denunciante no existe en Naciones Unidas”
Cuando Caroline Hunt-Matthes denunció que un miembro del Acnur (Alto Comisionado para las Naciones Unidas) había violado a una refugiada en Sri Lanka, no esperaba ser despedida. Han tenido que pasar diez años hasta lograr que se haga justicia. En 2007, el norteamericano James Wasserstrom, entonces responsable del programa de lucha contra corrupción de la ONU en Kosovo, advirtió a sus superiores de prácticas corruptas en algunos máximos dirigentes de la Minuk (misión de la ONU en Kosovo). Fue destituido de forma fulminante y sometido a registros por parte de la Policía de la ONU. Fue investigado. Su viacrucis duró siete años.
En 2009, la norteamericana Ai Loan Nguyen-Kropp y su supervisor Florin Postica, ambos investigadores en la OIOS, acusaron a Michael Dudley, director interino, de haber ocultado y manipulado pruebas en un caso que les había sido confiado. Las represalias no tardaron en llegar. Nguyen-Kropp tuvo que salir de su oficina para pasar a ocupar un trastero y Postica, que empezó a trabajar en la Oficina de Lucha contra el Fraude de la Unión Europea (Olaf), volvió a Naciones Unidas para limpiar su nombre y el de su colega. Pero la atmósfera irrespirable existente en el seno de la oficina llevó a Nguyen-Kropp a exiliarse a Viena. Aunque la Oficina de Deontología ha concluido finalmente que las represalias existieron, el Secretario General ha constituido un comité de investigación alternativo cuyos miembros no tienen ni experiencia ni la condición de investigadores. La ONU ha rechazado explicar cómo han sido seleccionados sus integrantes. Dicha investigación alternativa ha costado 200.000 dólares y ha permitido que el secretario general salga victorioso: no se mantienen las acusaciones de represalia. Es verdad que Postica y Nguyen-Kropp han quedado limpios de los cargos de que se les acusaba, pero nadie ha molestado a Michaël Dudley.
En agosto de 2012, Aicha Elbasri, norteamericana de origen marroquí, fue nombrada portavoz de la Minuad, la misión de la Unión Africana y de la ONU en Darfur. Un puesto que ocupó durante menos de un año. Pocas semanas después de su llegada, un periodista la telefoneó para interesarse por la posición de la Misión a raíz de los enfrentamientos que acababan de producirse en Darfur del Norte. Se informó al respecto. Le respondió que la situación estaba tranquila. En los días posteriores, recibió informes sobre un ataque de gran envergadura cometido sobre civiles, personas desplazadas, crisis humanitarias. “Pregunté y me enteré de que la situación no estaba tranquila en absoluto. Durante el fin de semana, cuatro localidades habían sido atacadas por las fuerzas gubernamentales y numerosas mujeres habían sido violadas. Todo ello había sido documentado por la Misión, pero no se había remitido ningún informe oficial a Nueva York”. Cuando sus superiores le ordenaron que se limitase a la versión oficial y a hacer que resultase creíble, se negó. “La Minuad indujo deliberadamente a error a los medios de comunicación y a los miembros del Consejo de Seguridad. Mintió sobre la actuación de las tropas de la ONU cuando durante los incidentes, fracasaron en su labor de proteger a los civiles”, asegura. Y va más lejos: la Minuad supuestamente encubrió crímenes cometidos por las fuerzas gubernamentales sudanesas, por motivos étnicos, contra las poblaciones de Fur y Zaghawa, el desplazamiento forzoso de miles de civiles, los bombardeos indiscriminados, así como la violación masiva y sistemática de mujeres y de niñas. Avivó también las guerras tribales con el único objetivo de proteger los intereses políticos del Gobierno. Aicha Elbasri reiteró estas acusaciones el 22 de octubre de 2015 en la conferencia celebrada en la ONU sobre la protección de los denunciantes, en presencia de David Kaye, el informador especial sobre la libertad de opinión y de expresión, que presentaba su informe relativo a la promoción y la protección de esos derechos ante la tercera comisión.
Aicha es tajante: la Misión silenció más de 16 incidentes. El informe final de la comisión de investigación –que la ONU nunca hizo público– admitía que en cinco casos, la Minuad había decidido ocultar pruebas fundamentales que establecían la responsabilidad de las fuerzas gubernamentales sudanesas y de sus mandatarios, en ataques sobre civiles y los cascos azules. Después de un pulso con la dirección, prefirió dimitir para recuperar su libertad de expresión: “Había pasado diez años con una organización que me gustaba. Tenía una carrera por delante. Sin embargo, no lo dudé. No podía callarme”.
Sin embargo, el caso más controvertido es el de Anders Kompass, el director de operaciones del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, suspendido de sus funciones por divulgar un informe interno sobre la explotación sexual de niños por parte de las fuerzas militares francesas desplegadas en la República Centroafricana. El trato injusto que se dio a Kompass provocó el enfado de los trabajadores y obligó a Ban Ki-Moon a ordenar una investigación externa para esclarecer la gestión del asunto. A día de hoy, y a pesar de que un tribunal lo ha exculpado formalmente y ha ordenado su reincorporación, todavía es objeto de una investigación interna. El caso sigue provocando gran revuelo; el pasado 6 de octubre, Gallianne Palayret, especialista en derechos humanos, fue entrevistada por la corresponsal de France Info. Ella fue la que recogió los primeros testimonios de niños que decían haber sido violados por militares franceses, a cambio de comida. La periodista explicaba que Gallianne ha conseguido el estatus de denunciante y que por tanto le asiste el estatus de denunciante y tiene total libertad para hablar, lo que no es cierto: “El estatus de denunciante no existe en Naciones Unidas”, explica Kevin Waite. “No hay ningún proceso por el que se designe a los miembros del personal de la ONU como denunciantes”. “En mi opinión, a la ONU le sirve de coartada”, explica Paula Donovan, codirectora de la ONG Aid Free World. “Se le habría dictado lo que debía decir”. Aspecto éste que corroboran numerosos funcionarios: “No veo a la ONU concediendo autorización alguna para hablar con la prensa”, afirma este alto funcionario. “Hace ya más de 20 años que trabajo aquí y nunca he visto que la ONU autorizase una entrevista, salvo si le servía a sus intereses. Lo que es probablemente el caso. La prueba es que no sólo ha conservado su trabajo, sino que no ha sufrido represalia alguna”.
“Mientras los denunciantes no estén protegidos, pocos serán conscientes de la importancia de revelar aquellos actos censurables de los que han sido testigos. Quizás sea eso lo que busque la ONU”, advierte Beatrice Edwards, directora de la ONG GAP. Desde enero de 2014, una ley aprobada por el Congreso norteamericano obliga al departamento de Estado a retener el 15% de las cotizaciones a la ONU y a sus agencias si éstas no protegen a sus empleados que denuncien corrupción. “Es una buena idea, loable en sí misma, pero que nunca se ha puesto en práctica”, explica un funcionario que prefiere mantenerse en el anonimato. De hecho, ¿qué se puede esperar de un Gobierno que encarcela a sus propios denunciantes y que los priva de derechos cívicos? Dos casos, entre los más famosos, vienen a recordar que en materia de protección, no sale a cuenta convertirse en denunciante en Estados Unidos. Sucede así con el caso del soldado Bradley Manning, quien estando destinado en Irak se descargó informaciones militares, entre ellos más de 500.000 informes del ejército así como vídeos de combatientes que ha puesto en manos de Wikileaks. Contra Manning, ahora Chelsea, se sigue un proceso en Fort Meade, en Maryland, y se le acusa de cargos que incluyen haber prestado “ayuda al enemigo”. Chelsea corre el riesgo de ser condenada a 20 años de cárcel. Edward Snowden, que representa el caso más emblemático, dejó la NSA llevando consigo secretos de Estado. Se refugió en Rusia. Si fuese extraditado, podría ser condenado a cadena perpetua.
“Los denunciantes son elementos clave de una democracia sana y debería ser protegidos y no demonizados por los Gobiernos”, escribe Daviv Kaye, el informador especial de la ONU sobre libertad de expresión, en su informe. Un deseo piadoso que no se aplica, sin lugar a dudas, en los 193 países miembros de la ONU.
Ver másDimite el trabajador de la ONU que filtró un informe confidencial sobre abusos sexuales a niños
_______________Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
“Cuando la maquinaria de la ONU se pone en marcha, ya no eres nadie”, explica un denunciante que se encuentra a día de hoy en la picota por denunciar un supuesto caso de abuso de poder por parte de su jefe. Todos los funcionarios que han tenido la desafortunada idea de denunciar el incumplimiento de los principios de la ONU se muestran unánimes: no es buena idea oponerse a una organización que –aunque tiene como bandera el respeto de los derechos humanos– no duda en poner en marcha todo un abanico infinito de medidas de represalia contra quien se atreve a desafiar al establishment. Las prácticas más comunes incluyen la no renovación del contrato, traslado inmediato y anulación del visado, lo que obliga al funcionario de turno a salir del país en el que vive y en el que trabaja. “Hay que tener los nervios de acero para hacer frente a la maquinaria de la ONU”, reconoce un diplomático.