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Ortega se enroca y los nicaragüenses pagan las consecuencias

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Resulta algo deprimente ver que la Historia se repite en América Latina: el caudillismo sucede al gesto revolucionario, el poder personal y familiar da paso al empuje colectivo, la represión sustituye al debate. Al igual que muchos otros antes que él, el antiguo “comandante” sandinista Daniel Ortega opta por aferrarse a un poder que talló a su medida a pesar de la sublevación popular. Hace casi tres meses que cientos de miles de nicaragüenses salen a las calles o cortan carreteras y ciudades para echar a un presidente corrupto y nepotista que, a su vez, les envía a agentes de Policía que disparan munición real y a grupos paramilitares que asesinan y secuestran.

Según el último balance de la Asociación Nicaragüense de Derechos Humanos (ANPDH), 351 manifestantes han sido asesinados y más de 2.000 han resultado heridos desde la primera manifestación, el 18 de abril de 2018 (sin contar las varias docenas de miembros de las fuerzas de seguridad). De estas víctimas, más de dos tercios fueron abatidos a tiros. “Los grupos progubernamentales fuertemente armados siguen moviéndose libremente, acompañados de fuerzas policiales, con las que atacan conjuntamente a civiles”, ha señalado Erika Guevara-Rosas, de Amnistía Internacional. “El mensaje que envían las altas autoridades de Nicaragua es que están dispuestos a todo para silenciar a los manifestantes”.

A pesar de esta violencia, que ha provocado las protestas de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la crisis en Nicaragua no parece llegar a su fin. Este viernes 13 de julio, los opositores de Ortega habían convocado una huelga general en respuesta a la falta de voluntad a la hora de atender sus reivindicaciones.

Cuando dieron comienzo las protestas actuales, a mediados de abril, los estudiantes se manifestaban en contra de la creciente deforestación del país, especialmente tras el incendio que devastó parcialmente la segunda reserva natural del país. Inmediatamente, se sumó la ira en contra de un proyecto de reforma de las pensiones, destinado a recortar las prestaciones sociales. En respuesta a esta contestación social, que no es nueva en el país, el Gobierno envió, como de costumbre, a “grupos de choque” con los que complementar a las fuerzas policiales. Estos militantes, que son calificados de “sandinistas”, son en la práctica civiles adoctrinados y pagados para golpear a los manifestantes (son bastante similares a los auxiliares paramilitares chavistas en Venezuela).

En las marchas del 19 de abril, al menos tres manifestantes fueron asesinados y los vídeos de la represión, en particular la ejercida contra las personas de más edad, fueron difundidos a través de las redes sociales. Aunque están acostumbrados a un marco social y de seguridad bastante estricto, los nicaragüenses han recibido estas imágenes como la gota que colma el vaso. El movimiento de protesta se convirtió entonces en un levantamiento general de gran parte de la población contra el “reino” de Ortega. Y, pese a que no saldrá adelante el proyecto de reforma de las pensiones, la contestación no ha perdido fuelle y tiene una consigna única: “¡Que se vaya!”.

Hay que decir que la era de los valerosos sandinistas que combatían y se imponían sobre la dictadura de Somoza, apoyada por Estados Unidos, hace mucho tiempo que no existe. Después de un primer período al frente del país de 1979 a 1990, Daniel Ortega aceptó la derrota electoral y se retiró... para volver a imponerse en las urnas, en 2007. Pero esta vez, sólo sus argumentos eran revolucionarios. El “comandante” se volvía a poner a la cabeza del país, junto con su esposa, Rosario Murillo, poetisa new age, odiada por la gran mayoría de sus conciudadanosnew age, que ven en ella una especie de Rasputín tropical. Aunque sólo tiene 72 años, hace años que se dice que Ortega está enfermo y muchas de sus acciones parecen destinadas a dejar el poder (y la riqueza que lleva aparejado) a su esposa e hijos.

Limitación de mandatos

En especial, tras haber sido elegido en 2007, cuando Ortega presionó al Tribunal Supremo, plagado de jueces a su entera disposición, para que eliminara cualquier limitación en el número de mandatos presidenciales. Ortega fue reelegido en 2011 y de nuevo en 2016 (después de que el Tribunal Supremo impidiera a su principal oponente presentarse a las elecciones) en unos comicios en los que se prohibió la asistencia de observadores internacionales. En estas nuevas elecciones, colocó a Rosario Murillo, hasta ahora Ministra sin cartera, como vicepresidenta.

Más allá de estas manipulaciones políticas, Ortega ha restablecido la red del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en la mayoría de los aspectos socioeconómicos del país, a modo de partido único: control de los barrios, favoritismo para los empleos públicos, control económico. Sin embargo, a pesar de esta lectura directamente salida de los breviarios comunistas, la política económica desarrollada desde 2007 no tiene nada de socialista. Incluso coquetea con el neoliberalismo: privatizaciones, apertura al capital norteamericano, intentos de agricultura intensiva, proyectos medioambientales desastrosos (como el del canal transoceánico). En cuanto a los medios de comunicación, están controlados casi en exclusiva por los familiares de Ortega, incluidos sus hijos.

Durante los primeros años de Presidencia, al que los manifestantes llaman ahora “el tirano” sacó provecho a las inesperadas ganancias derivadas de los bajos precios del petróleo en Venezuela, pero desde que cambió esta situación, el país lucha por emerger económicamente y todavía ocupa el segundo lugar entre las naciones más pobres del continentes americano. Esto explica por qué la conjunción de la reforma de las pensiones y el daño ambiental derivó en protesta política contra el presidente y el régimen “corporativista” que él estableció, es decir, “neoliberal y con una alta concentración de poder”, según palabras de un opositor.

De inmediato, tras el inicio de las protestas, la Iglesia católica, muy influyente en Nicaragua, trató de ejercer de mediadora de la crisis. Una de sus propuestas –aprobada por los manifestantes, pero también por los sindicatos campesinos y estudiantiles, la Organización de Estados Americanos, líderes empresariales, líderes sandinistas históricos e incluso el propio hermano del jefe de Estado– es adelantar las próximas elecciones presidenciales a 2019 (en lugar de celebrarse en 2021).

Después de unos días de vacilación, Daniel Ortega finalmente respondió en un discurso público a sus partidarios desechando esta idea en aras del “respeto a la Constitución”, y acusando a los manifestantes de “golpistas y terroristas” y de estar “a sueldo de potencias extranjeras”. Es decir, la vieja retórica de todos los sátrapas contemporáneos, desde Venezuela hasta Cuba, pasando por Turquía o Egipto, que intentan aferrarse al poder por todos los medios.

Tras esta intervención, el país vivió su fin de semana más mortífero, con 18 manifestantes muertos en 48 horas, los días 7 y 8 de julio, en un intento por despejar una carretera cortada. Al día siguiente, fuerzas paramilitares del Gobierno atacaron una delegación religiosa encabezada por el cardenal y el obispo de Managua, venido a escuchar a los opositores y causando heridas a uno de los prelados. Sin embargo, la Iglesia ha anunciado que continuará su mediación pero, por el momento, no hay ningún indicio de que el gobierno esté dispuesto a relajar su posición y poner fin a la violencia de su represión. _____________

Nicaragua quiere echar a Daniel Ortega

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

Resulta algo deprimente ver que la Historia se repite en América Latina: el caudillismo sucede al gesto revolucionario, el poder personal y familiar da paso al empuje colectivo, la represión sustituye al debate. Al igual que muchos otros antes que él, el antiguo “comandante” sandinista Daniel Ortega opta por aferrarse a un poder que talló a su medida a pesar de la sublevación popular. Hace casi tres meses que cientos de miles de nicaragüenses salen a las calles o cortan carreteras y ciudades para echar a un presidente corrupto y nepotista que, a su vez, les envía a agentes de Policía que disparan munición real y a grupos paramilitares que asesinan y secuestran.

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