La escena es absurda. Tan absurda como los 30.942 desaparecidos que oficialmente reconoce el Gobierno mexicano desde 2007, aunque el número real de desaparecidos bien podría ser, en realidad, dos o tres veces mayor. En una enorme sala, similar a un aula de exámenes, un centenar de personas sentadas en sillas miran en una tableta el retrato de su familiar desaparecido. Estas 46 familias, procedentes de todo el país, se han dado cita en el auditorio de la Policía Municipal de Monclova, una pequeña ciudad del Estado de Coahuila, en el norte de México. En la oscuridad, escudriñan las fotografías de carné que se proyectan en la pared. Estas caras, tristes o sonrientes, corresponden a las 400 prostitutas, registradas por los servicios sanitarios del municipio.
“Vuelva a atrás, su cara se parece a la de una desaparecida”, interpela una madre. El oficial de Policía obedece. La luz de un teléfono móvil hace que surja en la oscuridad el rostro de una chica desaparecida en 2013, a los 18 años. La foto, que pasa de mano en mano, se analiza cuidadosamente, comparándola con el retrato de la joven prostituta proyectada en la pared: “La nariz es similar y los ojos, mirad los ojos, son idénticos”. Tras el debate, el caso será considerado como “posible positivo” por las familias de los desaparecidos. “Notificamos los parecidos al Ministerio Público, que verificará la identidad de esta prostituta para saber si se corresponde con el de la chica desaparecida”, explica Julio Sánchez Pasillas, coordinador de esta caravana de búsqueda de desaparecidos que ha permitido identificar 22 casos.
Su hija Tania desapareció en 2012, a la edad de 23 años, en Torreón. Julio la buscó por todas partes. Incluso bajo tierra: “He participado en todas las brigadas de búsqueda de fosas clandestinas [desde el año pasado]. Buscar huesos es fundamental porque las autoridades no lo hacen, pero tenemos tantas posibilidades de encontrar a nuestros familiares bajo tierra que con vida”. Entonces, dejó la piqueta que usaba para excavar, en busca de huesos, para ponerse el traje de detective. Con las cincuentas familias que participan en la caravana, visita las cárceles de las principales ciudades del Estado de Coahuila para interrogar a los detenidos, analiza fotos de cadáveres en las morgues y disecciona los rostros anónimos de prostitutas catalogadas por los servicios sanitarios.
Redes de prostitución, trabajos clandestinos o reclutamiento forzoso en las redes del narcotráfico, “las autoridades no investigan estas pistas, así que somos nosotros los que intentamos obtener indicios”, asegura Julio Sánchez Pasillas, que durante años investigó, por internet y en los burdeles de la fronteras: “Cuando dos prostitutas, de dos burdeles diferentes, me aseguraron que habían visto a mi hija seis meses antes, me dije que había que poner en marcha esta caravana”. Para la abogada Ariana Denise García, que trabaja en Familias Unidas, un grupo de familias de desaparecidas en el Estado de Coahuila, la relación entre las desapariciones de mujeres y el tráfico de personas es “evidente”. “Hay indicios que sugieren que las mujeres desaparecidas son utilizadas como materia prima por los grupos criminales, ya sea para realizar trabajos forzosos o para ejercer la prostitución”.
En México, según un informe de una investigación parlamentaria de 2014, cerca de 20.000 menores caen cada año en las redes de tráfico de personas, 16.000 son explotados sexualmente, mientras que 108.000 mujeres se ven obligadas a prostituirse. Según los autores del informe, “el aumento del número de desapariciones de adolescentes y mujeres en todas las regiones del país puede estar relacionado con el tráfico de seres humanos”. Por detrás del narcotráfico, la trata de personas es uno de los negocios más rentables del mundo: según un informe de la Organización Internacional del Trabajo, anualmente, la prostitución forzosa en América Latina mueve 10.000 millones de dólares, lo que reporta a los traficantes alrededor de 3.200 dólares mensuales por víctima.
“Los carteles mexicanos se han dado cuenta de que podían ganar muchísimo dinero con una inversión mínima. En 2006, con el comienzo de la guerra contra el narcotráfico, empezaron a diversificarse”, analiza Teresa Ulloa, directora regional de la Coalición contra el Tráfico de Mujeres y Menores en América (CATWLAC, por sus siglas en inglés). Desde el 2003, esta organización, que investiga y lucha contra el tráfico de seres humanos, ha puesto en marcha una “alerta roja”, un sistema que alerta a las autoridades y a los medios de comunicación en los casos de desaparición que pueden estar vinculados con la trata de personas.
“Algunas jóvenes caen en una emboscada”, explica Teresa Ulloa. “Desaparecen después de ser seducidas en las redes sociales. A veces, un conocido les ofrece un trabajo bien remunerado”. A otras las invitan a una fiesta y jamás vuelven, como le sucedió a Irma, la hija de Jesús Lama, desaparecida con 17 años en 2008 en Torreón, Coahuila: “A mi hija la invitó a un concierto, en Saltillo, una chica que había conocido en una discoteca semanas antes. Nos negamos a que fuera porque la misma mujer ya le había ofrecido un empleo, que nos hizo desconfiar”.
Pero Irma, “inocente y un poco rebelde”, se saltó la prohibición de sus padres. Jamás llegó a bajarse del autobús que debía llevarla al concierto en Saltillo. “Nunca nos reclamaron un rescate. Nuestra investigación nos llevó a seguir la pista de una mujer, propietaria de varios burdeles de la región. Cuando descubrimos que era sobrina de un diputado local, dejamos ahí nuestras pesquisas facilitándole todas las informaciones a la Policía. Los investigadores confirmaron todo lo que ya sabíamos, pero a día de hoy no han hecho nada”.
En la plaza mayor de Allende, Jesús y otros familiares de desaparecidos distribuyen tarjetas entre los transeúntes. “Disponemos de un teléfono de atención. Si alguien reconoce a un desaparecido o si tiene información de alguno de ellos, pueden llamar de forma anónima”. Las personas de Allende se muestran desconfiados; algunos se acercan, muchos miran hacia otro lado, otros lloran en silencio observando las caras congeladas de los desaparecidos de todo México. A sólo 50 kilómetros de la frontera con Estados Unidos, esta pequeña ciudad con aspecto de pueblo fantasma, de casas abandonadas, todavía luce las cicatrices de una de las peores matanzas de México. En marzo de 2011, el cartel de los Zetas asesinó a decenas de familias enteras para vengarse de un espía que informaba a las autoridades de Estados Unidos.
“Queremos que los malos se den cuenta de todo el daño que hacen al eliminar a la gente”, añade Jesús, plenamente consciente del peligro que corre al exponerse así. En cada viaje, la caravana de autobuses va escoltada por el Ejército y la Policía Federal. Una protección circunstancial que no sirve de mucho frente a las amenazas de muerte que han recibido varios familiares de desaparecidos o, recientemente, el asesinato durante el Día de la Madre de Miriam Rodríguez, líder de la organización de familiares de desaparecidos en Tamaulipas. En 10 años, 15 personas del entorno de los desaparecidos de México han sido asesinados.
Al lado de Jesús Lamas, Jonathan Reinhardt lleva entre sus manos un retrato gigante de su mujer, desaparecida el año pasado en el Estado de Oaxaca, en el sur de México. Tampoco él “tiene ya miedo de nada” después de que su mujer se haya convertido en “una foto impresa en una lona de plástico”, que despliega cada vez que se le presenta la oportunidad. Este estadounidense, el único extranjero de la caravana, no habla ni una sola palabra de español. Su mujer, Jenny Chen, de nacionalidad china, desapareció en el istmo de Tehuantepec, una de las regiones más castigadas por el crimen organizado. “Denuncié, pero la Policía mexicana no hizo nada de nada, literalmente. Investigué solo, con la ayuda de un detective privado”, explica. Éste último logró una pista de la joven y consiguió identificar a un sospechoso. Confundido por el detector de mentiras y los datos de su GPS, el hombre salió en libertad tras el interrogatorio. “Jenny es joven, bonita y china, pudo resultar de interesés a los proxenetas”, concluye este residente en Seattle, arruinado por meses de investigaciones y de viajes de ida y vuelta a México: “Tengo que investigar allí, pero solo es muy complicado”.
La trata de seres humanos
Elba Hernández Gutiérrez también se sentía muy sola en el calvario para encontrar a su hijo Bryan, desaparecido el año pasado con 17 años en el Estado de Veracruz. “Pero en grupo, bajo los focos de los medios de comunicación, las autoridades están obligadas a abrirnos las puertas”, sonríe esta madre soltera. Así fue como Elba atravesó, junto con otros miembros de la caravana, las puertas de la prisión de Saltillo con la foto de su hijo colgada del cuello. “Un preso lo reconoció enseguida, pero dijo que sólo hablaría en presencia de un sacerdote. Lo notificamos al Ministerio Público e irán a interrogarlo con un cura”, explica Elba. Si el detenido coopera y proporciona información, podría beneficiarse de una reducción de la pena: “No me hago ilusiones, pero esto confirma mis sospechas. Mi hijo ha podido ser reclutado a la fuerza por el crimen organizado”.
Su hijo Bryan fue secuestrado hace poco más de un año en la plaza mayor de Poza Rica, en Veracruz: “Un testigo vio cómo hombres armados lo subían a una camioneta junto con otros cinco chicos. Pero los otros padres dicen que sus hijos fueron al mismo lugar después de recibir una oferta de trabajo”. ¿Una oferta laboral como cebo? Elba está convencida: “Nunca hemos recibido una petición de rescate, ¿por qué se lo llevaron entonces? Durante la investigación, nos dijeron que los Zetas estaban reclutando a la fuerza a jóvenes en Tamaulipas y Coahuila”.
Según el informe parlamentario sobre la trata de personas, 30.000 menores pueden estar “implicados, de una manera u otra, en el crimen organizado”. “El tráfico de seres humanos para someterlos a trabajos forzosos y la venta de menores por parte de la delincuencia organizada han aumentado en el país, sobre todo en los Estados del norte”, recoge el documento. Manos de jóvenes que el crimen organizado puede entrenar con facilidad hasta “convertirlos en halcones”, los dedicados a vigilar una posición controlada por el narcotráfico, a las mulas, para el transporte o la producción y venta de estupefacientes. “Puesto que se les obliga a cometer delitos o crímenes, los traficantes los mantienen sometidos bajo su yugo, amenazándolos con entregarlos a las autoridades o amenazando a sus familias”, lamenta Iliana Rubalcaba, directora de Pozo de Vida, una organización que lucha contra la trata de personas en México.
Ana Lilia Jiménez también está convencida de que su hijo fue reclutado a la fuerza por el cartel de los Zetas, en Orizaba, en el Estado de Veracruz. El propio crimen organizado se lo dijo. En 2012, Yael sólo tenía 15 años. Este adolescente soñaba con convertirse en diseñador gráfico y pasaba su tiempo libre dibujando en su habitación: “El 1 de septiembre se fue al centro de la ciudad y nunca volvió”. Unos días más tarde, su mejor amigo, de 14 años, también desapareció. Su madre descubrió que muchos adolescentes, de entre 13 y 17 años, habían desaparecido en esa época: “Muchos padres no se atreven a denunciar, pero sabemos que los Zetas tenían retenidos en aquella época a un grupo de jóvenes en un hotel de la ciudad. Un cartel enemigo pudo haberlos raptado a posteriori para enviarlos a un campo de entrenamiento de las montañas durante tres meses”.
Ana Lilia solicitó entonces a los investigadores del Estado de Veracruz que hackearan la cuenta de Facebook de su hijohackearan para ver “si había sido reclutado de esta manera”. “Al cabo de varios meses, ¡la Policía me escribió para pedirme la contraseña de mi hijo!”, cuenta. Meses más tarde, la cuenta desapareció misteriosamente. Y, en febrero, “una persona me abordó en la calle para decirme que dejara de buscar a mi hijo porque se había alistado, pero que se había resistido y que estaba muerto, que había sido calcinado. También me dijo que, ante todo, no debía contárselo a las autoridades”.
La investigación sobre la desaparición de Yael la lleva en estos momentos la Procuraduría General de la República, el Ministerio Público Federal. “Pero no avanza”, explica la madre. Con un presupuesto irrisorio, para 2017, de 26 millones de pesos (1,2 millones de euros), el servicio de la Fiscalía Federal especializada en la búsqueda de personas desaparecidas, sobrepasado por la magnitud del problema, no es capaz de realizar trabajo de campo, de investigación y de búsqueda.
Coordinación deplorable entre los Ministerios Públicos regionales y el Ministerio Federal; lentitud burocrática y poco efectiva, crónica; evidente falta de sensibilidad; servicios de medicina legal de otros tiempos; falta de medios de la Policía Científica; inexistencia de una base de datos federal de ADN... la lista de quejas manifestadas contra las autoridades, por parte de los colectivos de los familiares desaparecidos, es interminable. “Estamos ante un fracaso colectivo. El sistema policial y judicial no funciona en México”, denuncia la abogada Ariana Denise García, del colectivo Familias Unidas.
De modo que el Gobierno reembolsa los gastos en los que han incurrido las familias de los desaparecidos en las búsquedas para que ellos mismos investiguen. “Nunca habría imaginado que tendría que hacer cursos de antropología forense, que me enseñarían un esqueleto o fotos de cadáveres para saber cómo reconocerlos”, cuenta Ana Lilia. Esta abuela, antigua maestra de escuela, se ha convertido, desde la desaparición de su adolescente, en toda una experta de lo macabro. En compañía de las 46 familias de la caravana, se ha sentado en todas las morgues del Estado de Coahuila para ver las fotos de los nomen nescio, los “sin nombre”, los cuerpos no identificados que llenan los frigoríficos de los servicios de medicina legal de México antes de que las autoridades locales los arrojen, algunas veces, de forma ilegal, a fosas clandestinas.
Sólo en el Estado de Coahuila, donde el Estado admite la existencia de más de 1.600 casos de desaparecidos, “hay 458 cuerpos no identificados”. “Se trata de una prioridad porque entre ellos hay, sin duda, personas desaparecidas”, explica la abogada Ariana Denise García. “Es insoportable ver las imágenes de cadáveres calcinados o en pedazos y tener que buscar un tatuaje o reconocer unos pantalones o una nariz familiar, pero debemos hacerlo”, asegura la madre de uno de los desaparecidos y que prefiere permanecer en el anonimato por miedo a represalias.
Vivos o muertos, da igual. Hay que buscarlos. Por todas partes. En la cárcel del Saltillo, un preso desliza, con total disimulo, hasta la mano del cura que va en la caravana, un papel arrugado. Sobre el papel, garabateadas palabras de esperanza: “Durante 20 años, me alejé de mi familia para protegerlos del mal, 20 años en los que no sabían dónde me encontraba. Pensaban que estaba muerto cuando volví. No perdáis la esperanza. Los que están vivos volverán algún día”. ________________
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Traducción: Alba Precedo
Leer el texto en francés:
La escena es absurda. Tan absurda como los 30.942 desaparecidos que oficialmente reconoce el Gobierno mexicano desde 2007, aunque el número real de desaparecidos bien podría ser, en realidad, dos o tres veces mayor. En una enorme sala, similar a un aula de exámenes, un centenar de personas sentadas en sillas miran en una tableta el retrato de su familiar desaparecido. Estas 46 familias, procedentes de todo el país, se han dado cita en el auditorio de la Policía Municipal de Monclova, una pequeña ciudad del Estado de Coahuila, en el norte de México. En la oscuridad, escudriñan las fotografías de carné que se proyectan en la pared. Estas caras, tristes o sonrientes, corresponden a las 400 prostitutas, registradas por los servicios sanitarios del municipio.