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Una reina de arcilla al servicio del establishment

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Antoine Perraud (Mediapart)

Durante mucho tiempo, quiso llegar a los 101 años, como mamá; y morir en el castillo de Sandringham (Norfolk), como papá. El deseo de una reina no es necesariamente una orden: ha muerto a los 96 años y en el castillo de Balmoral (Escocia). Nobody is perfect. Ni siquiera Isabel II.

Sin embargo, la perfección era su llamada marca de fábrica. Con ella ha muerto el arte de pasear a sus perros con aire despreocupado, de sentarse en un sillón con una taza de té en la mano, de recibir un ramo de flores con buena compostura, de hablar para no decir nada -sobre todo en la lengua de Vincent Auriol, René Coty, Charles de Gaulle, Georges Pompidou y sus sucesores-: Su Graciosa Majestad habrá sido la última perfecta francófona, ya que Carlos masculla el francés y Guillermo lo ignora.

Su coronación, en 1953, fue el primer acto ceremonial televisado. Su funeral, 69 años después, consagrará una forma de capilla ardiente global, universal, cósmica, gracias a las redes sociales. Supo vivir y morir con los tiempos.

Cataratas de homenajes convencionales (la Reina y nosotros), particulares (la Reina y yo) y egocéntricos (yo y la Reina) han llegado de Este a Oeste y de Norte a Sur. No se abofetea a un cadáver -al contrario de lo que recomendaban los surrealistas sobre Anatole France en 1924- ni siquiera cuando se es republicano. Tampoco en Mediapart (socio editorial de infoLibre).

Sin embargo, nada prohíbe tomar una mínima distancia crítica aunque lo común ahora sean las lamentaciones. Y cada título de prensa compite por añadir su propio caballo al coche fúnebre de la augusta difunta. No se trata tampoco de un "que se vaya a la mierda la reina de Inglaterra" tan grosero como inoportuno, sino de cuestionar una construcción total, cuando no una impostura absoluta.

¿No ha habido, en las altas esferas de la segunda mitad del siglo XX -y de este primer cuarto del XXI- un personaje más citado que Isabel II? Lo que siempre ha importado no es quién era sino quién creíamos que era. ¿No ha llegado el momento, cuando acabamos de cerrarle sus ojos, de abrir un poco los nuestros?

La reina no era de mármol, sino de arcilla: estaba moldeada, amasada, de modo que el mundo entero la veía como un sueño de piedra, a la manera de La Beauté de Baudelaire:

"Estoy entronizado en el azur como una esfinge incomprendida;

Uno un corazón de nieve con la blancura de los cisnes;

Odio el movimiento que mueve las líneas,

Y nunca lloro ni me río".

La mistificación princeps se refiere a su legitimidad. Ella encarnaba la rectitud, la buena ley, la legalidad. Todo eso fue presuntuoso. En efecto, era una presunta tardía, como se denomina a las personas designadas para suceder al soberano y ascender al trono en su lugar.

Todo ocurrió en 1936, un año inolvidable en el que Mussolini anunció el eje Roma-Berlín, la entrada de diputados socialistas en el parlamento japonés por primera vez en la historia del Imperio del Sol Naciente, la constitución liberal de Stalin (de cara a la galería) en la URSS, mientras los primeros juicios de Moscú permitían liquidar a Zinóviev y Kámenev, el estallido de la Guerra Civil en España, la victoria del Frente Popular en Francia, la gran revuelta árabe en la Palestina bajo mandato, la reelección de Roosevelt en los Estados Unidos de América y la muerte de dos importantes toreros ibéricos: "Algabeño hijo" (José García Carranza) y "Bombita" (Ricardo Torres Reina).

Fue shakespeariano

¿Y el Reino Unido en todo esto? En 1936 vio pasar tres soberanos ante sus ojos, primero magullados y luego atónitos. Jorge V abdicó el 20 de enero, dejando el trono a su hijo Eduardo VIII. Este último también lo hizo el 11 de diciembre, dando paso a su hermano Jorge VI. Era todo shakesperiano, con su cuota de traición, crueldad, perdón imposible, un gusto por el poder disfrazado de sentido del deber y una conciencia culpable irrefutable que volaba de un castillo a otro.

La esposa del futuro Jorge VI, la que acabaría siendo reina madre a finales de siglo, adorada por su ligera excentricidad, su gusto por la ginebra y su alegría de vivir como abuela infatigable, Elizabeth Bowes-Lyon (1900-2002), resultó ser en 1936 un mal bicho. Conspiró con el entonces arzobispo de Canterbury, Cosmo Lang, al que invitó a pasar unos días de verano en Balmoral para afilar los cuchillos: el objetivo era desbancar del trono a Eduardo VIII, que amenazaba con casarse con una estadounidense divorciada, Wallis Simpson.

Una vez depuesto el rey, la pareja maldita, que nunca tuvo hijos para disputar sus derechos a la línea más joven, se instaló en Francia para dedicarse a una placentera vida mundana. Pero la sombra de Eduardo, al menos hasta su muerte en 1972, planeó sobre Buckingham, como el rey Duncan asesinado en la tragedia de Macbeth, donde una reina coronada tras el asesinato lucha contra los signos sangrientos de su perversa ilegitimidad: "Out, damned spot! ("¡Fuera, maldita mancha!").

Todo el largo reinado de Isabel II ha consistido en borrar la mancha original de su ascenso al trono, presentado como imprevisto, pero resultado de un complot que se silenció en gran medida al otro lado del Canal de la Mancha: no era cuestión de que el icono se tambalease.

La leyenda también dice que Eduardo VIII fue destituido por sus conocidas simpatías por el régimen nazi en general y por Adolf Hitler en particular. Pero no había nadie más permeable a la ideología del nacional-socialismo que la familia real británica. Una fotografía de la futura reina Isabel II haciendo el saludo nazi en 1933, guiada por su tío Eduardo, entonces príncipe de Gales, que parece imitar a Hitler, con la esvástica reglamentaria, esa que el joven príncipe Harry llevaría en las fiestas unos setenta años después.

El origen no sólo alemán de los Windsor (antes eran Sajonia-Coburgo y Gotha) aliados a los Mountbatten (antes Battenberg), sino también el tropismo algo hitleriano de una parte de la prole -como atestigua la familia de Philip Mountbatten, esposo de la Reina- no habrán impedido una espectacular recuperación: la realeza británica simbolizará para siempre la lucha contra el nazismo.

En Francia, después de hacer enmienda sobre Pétain y los crímenes de la ocupación, no está prohibido subrayar esta paradoja, que es un vuelco de la historia hábilmente negociada...

La difunta Isabel II no era ajena a casi una antinomia. Presidió, con sonrisas a flor de piel, muchas fundaciones benéficas, pero su caridad se ejercía con dinero público. Difícilmente podría haber habido una persona más avara, a pesar de su astronómica fortuna personal. La tacaña reina dio a luz a un heredero, Charles-Harpagon. La avaricia es un rasgo común entre los Windsor.

Por otro lado, los valores familiares, que la difunta Reina defendía como cabeza de la Iglesia anglicana, han dado lugar a una explosión de contradicciones difícilmente disimulables. El último escándalo, de una retahíla que sería tedioso enumerar, es su hijo predilecto, Andrew, atrapado en las garras del sistema Epstein. El clímax del "haz lo que yo diga, pero no lo que yo hago".

Los Windsor, conocidos como "la firma", han elevado durante 70 años, bajo el liderazgo de Isabel II, al rango de industria de la comunicación lo que durante mucho tiempo fue una alquimia secreta practicada desde la Edad Media en laboratorios ocultos: convertir el barro en oro.

No reduzcamos ese hermoso mundo a su materia original, sin dejarnos deslumbrar felizmente por todo lo que brilla como resultado.

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El extraordinario destino de la reina ahora muerta fue estar en su lugar, cuando estuvo tan poco en él. A los 96 años, cuatro meses y dieciocho días, Isabel Alexandra María acaba de largarse, tras siete décadas de un reinado que se ha pasado camuflando, comprimiendo y evadiendo todas los engaños y disimulos. Quitémonos el sombrero ante la artista, que no ha sido tonta en absoluto.

Y no veamos, en este artículo poco necrológico, que desafía la norma del género, la única alegría malvada de un francés que se alegra de que el récord del reinado de Luis XIV, 72 años, no se alcance tan pronto...

Leer texto en francés:

Durante mucho tiempo, quiso llegar a los 101 años, como mamá; y morir en el castillo de Sandringham (Norfolk), como papá. El deseo de una reina no es necesariamente una orden: ha muerto a los 96 años y en el castillo de Balmoral (Escocia). Nobody is perfect. Ni siquiera Isabel II.

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