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Las "reuniones no mixtas", un derecho de las víctimas de la discriminación
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[En Francia, el debate en torno a las llamadas "reuniones no mixtas", reservadas exclusivamente a personas discriminadas por razón de sexo, género, cultura, ha reavivado la polémica en torno a esta forma de activismo, poco conocido fuera del ámbito universitario o militante, y que ha terminado por dividir a la izquierda del país vecino.]
“Francia, despierta; piensa en tu gloria”. El 7 de enero de 1898, seis días antes de la publicación en L'Aurore de su famoso “Yo acuso”, en defensa del capitán Alfred Dreyfus, Émile Zola publicó una “Carta a Francia”, en la que instaba a “todas las mentes libres, a todos los corazones generosos” a unirse frente al odio antisemita que estaba arruinando la República. “Francia, si no desconfías, vas hacia la dictadura”, escribió, antes de hacer la siguiente constatación: “La República está siendo invadida por reaccionarios de todo tipo. La adoran con rudo y terrible amor. La abrazan para asfixiarla”.
Lo mismo podríamos decir del espectáculo contemporáneo de republicanos de opereta o de ocasión, seguramente de cartón piedra, que reivindican la República para contradecirla mejor. Su República no es más que una tierra estéril en la que las medidas discriminatorias, las prohibiciones y los prejuicios hacen añicos su divisa; con ellos, ha terminado la libertad (de creencias), la igualdad (de civilizaciones) y la fraternidad (de culturas). Su ofensiva constante y obsesiva en contra de una de las religiones de nuestro país, el islam, y una parte de su pueblo, los musulmanes, y, yendo más allá, contra la expresión de las minorías, demonizadas como separatismos antinacionales, constituyen el caballo de Troya de una desvitalización de la República.
Porque ¿qué es la República entendida como un horizonte de emancipación? Nada más que la promesa de igualdad. Una promesa activa, siempre inconclusa, siempre renovada, siempre reinventada. Nacemos “libres e iguales en derechos”, sin distinción de origen, condición, creencia, apariencia, sexo o género... Pero no basta con que la Declaración de Derechos del Hombre de 1789 lo proclamase de manera abstracta, desde su primer artículo, para que este principio se convierta en una realidad concreta. La igualdad siempre ha sido una lucha entre los que están excluidos de ella y los que tienen el privilegio y pretenden mantenerlo.
La República auténtica, es decir, democrática y social como recoge nuestra Constitución desde 1945, es un movimiento permanente en el que las luchas de los que carecen de derechos, de los dominados, de los oprimidos, de los excluidos, de los estigmatizados, de los discriminados, etc., no dejan de ampliar su horizonte y de profundizar en sus ideales. Al contrario, una República sin adjetivos, fija e inmovilizada, replegada sobre sí misma y contraria a los replanteamientos, da la espalda a la igualdad y, por tanto, se autodestruye. Esta República conservadora y reaccionaria, en el pasado, negó categóricamente la igualdad de derechos a los trabajadores, a las mujeres y a los colonizados, aceptando las desigualdades de nacimiento y de condición para justificar la represión de los primeros, la dominación de los segundos y la “barbarización” de los terceros.
Obligada a pasar desapercibida durante medio siglo, después de que su perdición acompañara a la catástrofe europea y al desastre colonial, esta República antiigualitaria está de vuelta. Y más a la ofensiva que nunca. Su objetivo es la alteridad en todas sus formas, es decir, la negativa a ceder ante el Gran Uno del poder y el Gran Mismo de la identidad. No sólo no tolera lo plural y lo diverso, al disidente y al opositor, sino que, sobre todo, sólo admite al Otro si se somete a sus normas y a sus reglas. La promoción del musulmán a la condición de chivo expiatorio (pero también del “decolonial”, del “racializado”, del “interseccional”, del “islamo-izquierdista”) sirve a este propósito: impedir cualquier disonancia, diferencia o divergencia. Por lo tanto, es muy lógico que acompañe a la represión de las luchas sociales, a la liberación de la violencia policial, a la demonización de los chalecos amarillos, a la estigmatización de las revueltas juveniles, a la repulsa de la radicalidad ecológica, etc.
El pensamiento de derechas supone reivindicar una realidad inmutable e inmodificable, de la que uno se cree garante o dueño. En este sentido, también existe una izquierda de derechas que se erige de manera habitual contra las novedades que supone la incesante lucha por la igualdad de derechos. Lo que no apoyan estos reaccionarios y conservadores, sea cual sea su envoltura, es la autoorganización de los dominados, explotados, oprimidos, discriminados, estigmatizados, etc. La polémica artificial contra las reuniones reservadas exclusivamente a los perjudicados por dichas opresiones no tiene otro objetivo que deslegitimar y descalificar este movimiento en el que se renueva constantemente la demanda de igualdad. No de una igualdad abstracta, promulgada y custodiada por los que ya son sus beneficiarios, sino de una igualdad concreta, conquistada y defendida por los excluidos.
En este sentido, siempre son las minorías las que hacen crecer a las mayorías, obligándolas a salir de su confort o de su ceguera. Minorías que no son necesariamente cuantitativas, sino que lo son por construcción social e ideológica. En el pasado, sucedió con los obreros y las mujeres; hoy ocurre con las personas racializadas, oprimidas, discriminadas o estigmatizadas por su origen, cultura, religión, aspecto, color de la piel. Las izquierdas que acompañan, apoyando o absteniéndose, la actual ofensiva reaccionaria dan la espalda a toda la historia de las luchas emancipadoras en las que la autoorganización de los pueblos perjudicados desafió sucesivamente las dominaciones de clase, género y raza, que coexisten, se superponen y se imbrican.
¿Recuerdan, estas izquierdas descarriadas, el “Manifiesto de los Sesenta” de 1864, la primera exigencia de una representación de los obreros por sí mismos, por su propio pueblo y no a través de burgueses, por muy ilustrados que fuesen? No decían nada diferente a los discriminados actuales, que sólo confían en su propia fuerza para hacer valer sus derechos: “Se ha repetido hasta la saciedad: ya no hay clases; desde 1789, los franceses son iguales ante la ley. Pero nosotros, que no tenemos más propiedad que nuestros brazos, que sufrimos cada día las condiciones legítimas o arbitrarias del capital [...], nos resulta muy difícil creer esta afirmación. [...] No estamos representados y por eso formulamos esta pregunta a las candidaturas obreras. Sabemos que no se habla de candidaturas industriales, comerciales, militares, periodísticas, etc.; pero la cuestión está ahí, aunque no esté la palabra. ¿No es cierto que la gran mayoría del Cuerpo Legislativo está integrada por grandes propietarios, industriales, comerciantes, generales, periodistas...?”.
¿Recuerdan, estas izquierdas olvidadizas, a “La Gran Marie”, esa figura excepcional del sindicalismo, la maestra Marie Guillot (1880-1934), feminista pionera, fundadora de la comisión femenina de la CGT? Al dedicar su vida a la emancipación en una época en la que las mujeres estaban privadas de todos los derechos políticos, se enfrentó a la dominación masculina en el seno de la CGT y, para escapar de ella y combatirla, se unió a una organización no mixta, la Juventud Laica y Feminista, creada en 1903. Anticipándose a los futuros “grupos de mujeres” del feminismo de los años 70, se negó a disolver la causa de las mujeres en la lucha de clases: “Las mujeres tenemos una doble lucha que librar; una lucha común a los proletarios contra la esclavitud económica y una lucha particular por la conquista de nuestros derechos como seres humanos”. Y añadió: “Incluso burgués, el feminismo tiene un valor revolucionario, al levantar a las mujeres, empujándolas a que los hombres reconozcan sus derechos”.
¿Recuerdan, estas izquierdas incultas, a Aimé Césaire proclamando, con Léopold Sédar Senghor, la “negritud”, convirtiendo en orgullo el estigma de la servidumbre, cuando aún era diputado comunista? ¿Y el primer “Congreso Internacional de Escritores y Artistas Negros” que organizó en París, en septiembre de 1956, Alioune Diop, fundador de la revista Présence africaine? Al recibir a Senghor en 1976 en Martinica, en Fort-de-France, Césaire reivindicó la negritud como “la revitalización de las fraternidades olvidadas y la vasta solidaridad de los que la historia violó”. Frente a una Europa que hace “soliloquios”, obligando a los pueblos que domina “a escuchar pasivamente”, “el diálogo debe ser primero con nosotros mismos”, insistía.
Las dominaciones, ya sean sociales, sexuales o raciales, sólo pueden superarse mediante la movilización de quienes la sufren. No entenderlo supone cerrarles el paso, coartarlos, rechazarlos. Recluidos en su buena conciencia, la de no haber experimentado nunca la discriminación, la de no haberse sentido nunca intrusos en opinión de los demás, la de no ser conscientes del privilegio que les otorga su apariencia, oímos a políticos, intelectuales y periodistas de todo tipo señalar su indignación por que se vuelva a emplear la palabra “raza”, haciendo un uso militante del término “racializado”.
Las razas no existen, dicen, tendiendo así la mano a la extrema derecha, que se apresura a denunciar el “racismo de los antirracistas” para echar mejor por tierra la exigencia de igualdad. No hay razas, sino racismo, por lo visto. No basta con eliminar la palabra, incluso de la Constitución, para acabar con el hecho. El racismo construye, en la vida cotidiana y a través de las prácticas institucionales, una asignación al origen, a la apariencia, al color, a la identidad: eso es ser racializado. Una realidad concretamente vivida por una gran parte de nuestro pueblo, resultante de la larga proyección de Francia al mundo, a través de la conquista, la esclavitud, la colonización, que hizo su riqueza y su poder.
La actualidad de la cuestión negra y de la cuestión musulmana en Francia, a día de hoy, es la de la cuestión colonial (persistente), que sigue padeciendo, nunca resuelta. Al igual que Estados Unidos tiene que enfrentarse todavía al pasado esclavista que lo construyó, Francia tendrá que terminar por hacer frente a la cuestión colonial que encierra su imaginario político. No sólo transmite un racismo persistente, legando el prejuicio de culturas, civilizaciones, religiones, etc., superiores a otras, sino que prolonga la pretensión de un universalismo dominante del que la nación francesa sería dueña por esencia. Pero sólo hay universalidad en el compartir y en la relación: no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan a nosotros.
Un mes después del primer Congreso de escritores negros, Aimé Césaire rompió con el Partido Comunista Francés en una carta dirigida a su secretario general, Maurice Thorez, el 24 de octubre de 1956. En la introducción de Présence africaine, en la que se le dio difusión, Alioune Diop subrayaba que con este texto, Césaire “descalifica a Occidente como director de la conciencia y de la historia”. Se trata de la afirmación de un humanismo verdaderamente universal, en el que ninguna parte de la humanidad se concede el privilegio de promulgarlo y poseerlo. Es un universal construido sobre la resistencia a todo lo que perjudica a la humanidad por su origen, su género, su color, su clase, su sexo, su raza.
El autor del célebre Discurso sobre el colonialismo denuncia en ella el “fraternalismo” de esta izquierda francesa, que cuando se dirige a los colonizados –en suma, a negros, árabes, bereberes, musulmanes, africanos, asiáticos, antillanos, guyaneses, reunionenses, canacos, etc.– “lleva de la mano (de una mano dura, desgraciadamente) para conducirte por el camino en el que él sabe encontrar la Razón y el Progreso”. Afirma Césaire: “Ahora bien, esto es precisamente lo que no queremos. Lo que ya no queremos”.
Y es entonces cuando proclama esto, que siempre permanecerá de actualidad mientras existan ciudadelas de desigualdad e injusticia que derribar: “Basta con decir que, por nuestra parte, ya no queremos contentarnos con asistir a la política de los demás. Al atropello de los demás. A las combinaciones de los demás. A los apaños de conciencia o a la casuística de los otros. Es el momento de ser nosotros mismos. Y lo que acabo de decir sobre los negros no es válido sólo para los negros”.
Es esta hora de nosotros mismos que inventan, solidariamente, los jóvenes de nuestro país actualmente movilizados, solidariamente, frente al racismo, la islamofobia, el antisemitismo, la negrofobia, la xenofobia, la violencia sexista y sexual y la homofobia, la represión policial, la injusticia social, las desigualdades sanitarias, la discriminación por el color de piel, la persecución de los inmigrantes, la emergencia climática... No hay otro camino de emancipación y universalidad que el de estas causas comunes en las que se reinventa la esperanza. Donde se esbozan las nuevas constelaciones que, un día u otro, ahuyentarán la noche de las dominaciones, esos astros muertos.
Traducción: Mariola Moreno
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