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El Senado de EEUU, el búnker que históricamente favorece a los intereses de una minoría conservadora
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Son pocas las perversiones o fracasos de la sociedad estadounidense que no llevan la marca del Senado, ese cuerpo legislativo integrado por 100 senadores –dos por estado– por donde debe pasar cualquier proyecto de ley federal que quiera salir adelante. Para entender la lentitud y las tergiversaciones en materia de justicia racial, la debilidad del Estado social estadounidense o la blandura del Partido Demócrata, es necesario entender el Senado.
Los estadounidenses suelen llamarlo “el mayor órgano deliberativo del mundo”. Para el movimiento conservador, atormentado por sus angustias de una nación multirracial y presa del socialismo, ante todo es un búnker fiel.
Independientemente de lo que se diga de Joe Biden, el traspaso de poder abre al menos la posibilidad de un cambio de liderazgo a escala nacional. Desde el día de Año Nuevo, las asambleas locales han comenzado de nuevo a restringir el acceso de las minorías étnicas al voto. Los progresistas se dirigieron entonces a Washington para reforzar las protecciones federales de los derechos civiles, muy debilitadas desde hace más de una década.
La crisis social engendrada por la pandemia del covid-19 mostró los fallos del capitalismo estadounidense y la prepotencia de sus buques insignia digitales, alimentando las demandas de justicia económica, incluido el aumento del salario mínimo nacional a 15 dólares la hora. Pero gracias a los engranajes parlamentarios enterrados en la Cámara alta del Congreso, los conservadores pretenden frenar esta dinámica.
En su reciente libro, Kill Switch: The Rise of The Modern Senate and the Crippling of American Democracy, Adam Jentleson relata cómo el Senado se ha convertido en la piedra angular de la América reaccionaria “y está ahogando nuestro proceso democrático”. “Pensadas para garantizar a la minoría una voz pero no el derecho de veto en un sistema de gobierno de la mayoría, las protecciones de la minoría del Senado se han convertido en herramientas de dominación de la minoría”.
Su funcionamiento contemporáneo, según Jentleson, marca la erosión de una estructura política bicentenaria. El Congreso –el primer poder del Estado federal– se debate entre dos aspiraciones contrapuestas, cada una representada por sus dos instituciones clave.
La Cámara de Representantes, basada en la representación directa, asigna sus escaños por circunscripción, asignando a cada estado una cuota de representantes en función de su población. Totalmente renovado en las elecciones legislativas semestrales, sería la encarnación del principio de soberanía, el espejo legislativo de la población estadounidense.
El Senado es, por el contrario, fruto de la angustia que obsesionaba a los padres de la Constitución por el riesgo de demagogia democrática. Ante el proyecto de establecer un verdadero poder legislativo nacional, los delegados de los pequeños estados de la joven república estaban preocupados por su posible debilitamiento por parte de sus otros estados demográficamente mayores. Por ello, uno de los principales acuerdos que condujeron a la aceptación de la actual Constitución, el “Compromiso de Connecticut” de 1787, preveía la creación de una segunda Cámara, basada no en la proporcionalidad sino en la representación igualitaria de los estados.
Este desequilibrio siempre ha sido injusto. Se ha vuelto insostenible. “Actualmente, el desajuste entre los estados más grandes y los más pequeños es varios grados mayor que al principio de la historia de Estados Unidos”, escribe Jentleson. “Los padres de la Constitución advirtieron de que incluso las desigualdades comparativamente menores de la época serían una peligrosa fuente de injusticia. Esa injusticia es hoy exponencialmente mayor que todo lo que imaginaron en su momento”.
¿Qué se puede hacer ante esta obsolescencia institucional? No mucho en el fondo, por desgracia. El peso de los estados pequeños es lo suficientemente grande y el proceso de reforma constitucional lo suficientemente laberíntico como para impedir una revisión seria del Senado.
Sin llegar a revisar una institución fundamentalmente antidemocrática, algunas propuestas contemplan, sin embargo, un Senado más representativo. La oficialización de Puerto Rico como estado permitiría, por ejemplo, enviar dos senadores más al Capitolio, pero nada permite saber de antemano cuál sería su orientación política.
La injusticia de la no representación de la capital nacional es especialmente llamativa. Hasta la fecha, Washington D.C. sólo tiene un escaño en la Cámara de Representantes. Pero sólo es un puesto de observador. La población de la capital es de casi 700.000 habitantes, la mayoría de los cuales –el 46%, según el último censo– son negros. El estado de Wyoming tiene una población de casi 580.000 habitantes. Rural y conservadora, está representada por dos senadores republicanos desde 1977.
Desde el principio, la estructura del Senado lo ha hecho favorable a los intereses de una minoría conservadora. Pero su condición de institución preferida por la derecha se basa igualmente en el papel que se supone que desempeña en la cultura política estadounidense. Desde sus orígenes, ha sido el laboratorio de varios esfuerzos para formalizar la idea de que las leyes nacionales deben estar sujetas a un consenso total.
Como corolario de este principio, los conservadores soñaron durante mucho tiempo con crear un derecho de supresión o de invalidación de las leyes federales. En un país profundamente dividido por diferencias irreconciliables –la esclavitud, los derechos civiles de los negros, la regulación del capitalismo–, equivale a afirmar que la minoría podría preservar el statu quo por la vía de la parálisis impuesta.
Para entender la estrategia actual del Partido Republicano, Jentleson nos insta a revisar una de las primeras crisis del sistema político estadounidense, provocada por los impuestos proteccionistas de las décadas de 1820 y 1830. Antes de que dividiera abiertamente al Norte y al Sur y condujera a la Guerra Civil (1860-1865), la cuestión de la esclavitud se libró en el terreno de la política comercial.
Los impuestos proteccionistas enfrentaron a los industriales del Norte, preocupados por proteger sus fábricas de las importaciones británicas, con la aristocracia algodonera, que veía en esta política una preferencia nacional por un modelo económico que parecía anunciar el cuestionamiento, si no el desmantelamiento, de la esclavitud.
En el punto álgido de los debates sobre impuestos en 1828, John C. Calhoun firmó un panfleto titulado On Exposition and Protest. Calhoun argumentó que los estados tenían derecho a anular cualquier proyecto de ley aprobado por el Congreso federal. Este debate condujo a la Ordenanza de Invalidación de 1832, promulgada por la convención de Carolina del Sur, el estado que Calhoun representaba en el Senado en ese momento, que suspendía los impuestos. Esto provocó una crisis constitucional y el Congreso autorizó el envío del Ejército federal para doblegar al estado rebelde, que finalmente cedió cuando el Congreso relajó los impuestos.
Así, el intento de Calhoun, apodado el “Marx de la clase dominante” por el historiador Richard Hofstadter, de formalizar un derecho de “invalidación" fracasó. Pero sobrevivió como una idea fija del conservadurismo estadounidense. Hoy en día, el principio de que una minoría puede tener derecho de veto sobre las políticas nacionales está anclado en el funcionamiento del Senado.
Según una vieja metáfora del siglo XIX, el Senado es el “platillo del café” de la democracia, encargado de apaciguar las pasiones populares. En la práctica, los senadores han acogido durante mucho tiempo el principio del debate parlamentario libre y sin restricciones. A diferencia de la Cámara de Representantes, dominada por un partido mayoritario bajo el yugo del speaker, los senadores dicen pertenecer a un órgano colegiado. La Constitución exige una mayoría simple en el Senado para aprobar la legislación. Sin embargo, la expresión de puntos de vista divergentes estaría garantizada por una cultura de deferencia hacia los miembros de la oposición, a los que se les garantizaría el derecho a expresar sus reservas sobre los proyectos de ley en curso por la mayoría.
La cultura de las instituciones es a menudo una débil red analítica para entender las relaciones de poder político. Pero cuando la moral consigue convertirse en una institución eficaz, es esencial. Es el caso del Senado, donde el principio de debate ilimitado se ha insertado en las normas de la institución, hasta el punto de que la oposición se ha dado a sí misma un derecho de veto sobre su funcionamiento.
En la jerga política contemporánea, esta práctica se denomina filibuster –que procede, como la palabra española filibustero, del francés flibustier y ésta del neerlandés vrijbuiter, que significa “corsario, pirata”–, un proceso que permite a un senador continuar el debate parlamentario sin interrupción hasta que el proyecto de ley sea enterrado. La oposición minoritaria ha revivido así el viejo sueño de Calhoun de la invalidación.
El derecho de una minoría a paralizar el proceso legislativo
El principio aparentemente anodino del debate abierto e ilimitado se formalizó en 1917 con la introducción del famoso artículo 22 del Senado. Robert LaFollette, un senador progresista de Wisconsin, lideraba un filibuster para oponerse a un proyecto de ley que obligaría a armar los barcos comerciales de Estados Unidos.
Esta medida preocupaba a una parte de la opinión que veían en ello una forma de obligar a Estados Unidos a entrar en la I Guerra Mundial. La constitución de un proceso para cerrar el debate con el voto de dos tercios de los miembros –desde entonces reducido a 3/5 y, por tanto, a 60 senadores en la actualidad– permitió a los senadores sortear la obstrucción liderada por LaFollette.
La ironía de la historia es que el artículo 22 estaba precisamente destinado a agilizar el funcionamiento del Senado, impidiendo que los senadores prolongaran indefinidamente un debate para destruir una propuesta de ley. En la práctica, sin embargo, la creación de un proceso de cierre formal institucionalizó el principio de que se necesitaba una “supermayoría” para aprobar la legislación en el Senado.
Lo absurdo de este funcionamiento parlamentario se ve agravado por el hecho de que no se menciona en ninguna parte de la Constitución de Estados Unidos, en la que se explica que corresponde al Senado hacer su propio reglamento interno. Por lo tanto, una simple mayoría de senadores podría poner fin a este proceso inútil e injusto. La institución se ve obligada a adoptar un mecanismo que hace necesario 60 votos para sacar adelante un proyecto de ley.
Entonces, ¿por qué se acepta el filibuster? Según sus partidarios demócratas y republicanos, entre ellos el exsenador y actual presidente Joe Biden, permite legislar por consenso. Sería la encarnación del espíritu bipartidista, que los padres de la Constitución habrían considerado necesario para preservar los intereses legítimos de la oposición.
Deshacerlo, se dice, sería socavar el principio de que las buenas políticas se hacen por consenso de los actores y de las ideas que compiten. Por lo tanto, sería un error considerarlo una parálisis, cuyo resultado es sólo la gestión sabia y equilibrada de nuestros problemas públicos.
Esto no tiene nada que ver con la realidad de lo que el filibuster ha hecho a la democracia estadounidense. Formalizado a principios del siglo XX con la introducción de la Regla 22, durante mucho tiempo estuvo reservado casi exclusivamente a los proyectos de ley sobre los derechos civiles. Esto no debería sorprendernos, ya que el derecho de la minoría a congelar el proceso legislativo fue popularizado por primera vez por John C. Calhoun, un pilar de la supremacía blanca.
En la oposición de los demócratas del sur al proyecto de ley de derechos civiles de 1957, por ejemplo, el senador de Carolina del Sur Strom Thurmond pronunció un discurso de más de 24 horas, todo un récord. En 1964, el último gran filibuster de los segregacionistas fue roto por una alianza ad hoc entre demócratas progresistas y republicanos liberales.
Desde los años 60 y, sobre todo, en las dos últimas décadas, el alcance del filibuster se ha ampliado hasta incluir casi todas las cuestiones políticas. El filibuster, que se cierne sobre el trabajo del Congreso, es un ejemplo perfecto de los efectos del racismo en la democracia estadounidense: una táctica diseñada para proteger la supremacía blanca sólo puede extenderse hasta el punto de contaminar la democracia en su conjunto.
Para demostrar el poder desproporcionado de la “superminoría”, Jentleson se centra en el caso de la reforma de la ley de armas. En diciembre de 2012, mientras el autor de estas líneas era asesor del líder demócrata en el Congreso, Harry Reid, un tiroteo en una escuela de Connecticut provocó 27 muertos. En el escándalo posterior, el 90% de la población apoyó más restricciones a la compra de fusiles de asalto y un refuerzo del proceso de identificación.
Sin embargo, una mayoría demócrata aliada con un puñado de republicanos no pudo doblegar la resistencia de unos 45 republicanos estatales que representan el 38% de la población, empeñados en destruir la reforma.
Los efectos reales del filibuster van más allá del cierre de la legislaturafilibuster. El filibuster está contribuyendo a la derechización de la política estadounidense, hasta el punto de que algunos demócratas lo ensalzan. Sus efectos pueden medirse principalmente en términos de políticas o leyes que ni siquiera serán consideradas. ¿Por qué trabajar en un proyecto de ley si sabemos desde el principio que está condenado al fracaso?
Con cada proyecto de reforma defendido por los demócratas desde Obama –equilibrio presupuestario, inmigración, transición ecológica, reforma sanitaria– se crea un “grupo” en el Senado compuesto por centristas de ambos partidos para sortear un posible bloqueo.
Si no fracasan ante el filibuster, las leyes siguen saliendo mutiladas, sometidas a un interminable proceso de enmiendas a gusto de los centristas para superar la minoría disciplinada. El trabajo parlamentario se ralentiza, lo que permite a esta misma minoría trabajar para agotar la opinión pública. Poco a poco, las reformas se van diluyendo hasta alcanzar el umbral de la “supermayoría”.
Mientras arranca el mandato de Biden, este proceso ya está haciendo su trabajo. La composición partidista del Congreso –una exigua mayoría demócrata tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes– sugiere que el país está tan “polarizado” como en el pasado.
Pero hay otros indicios de que el público estadounidense está más o menos de acuerdo con la necesidad de una participación federal activa. Siete de cada 10 estadounidenses apoyan el nuevo paquete de estímulo de Biden, incluido el 65% de los encuestados que dicen ser republicanos. Pero en el paquete de estímulo que se está estudiando actualmente, las ayudas destinadas a los hogares, inicialmente de 2.000 dólares, se ha reducido a 1.400 dólares.
La otra medida estrella del plan de recuperación fue el aumento del salario mínimo, una respuesta a la rápida aceleración de la desigualdad desde el comienzo de la pandemia. Hasta dos tercios de la población apoyan un aumento del salario mínimo nacional a 15 dólares por hora, frente a los 7,25 dólares actuales.
¿Es esta una oportunidad para que una figura política prudente se posicione como tribuno de la gran mayoría de la población? Pero Biden dice estar abierto a una moderación de la subida del salario mínimo, una solución defendida por el puñado de senadores centristas esenciales para una votación de cierre.
Gracias a una regla llamada de reconciliación presupuestaria, algunas medidas pueden escapar al filibuster. Por ejemplo, la mayoría republicana fue capaz de aprobar en 2017 una importante rebaja de impuestos a las personas físicas y jurídicas con grandes patrimonios. Pero el 25 de febrero, el responsable del reglamento del Senado dijo que la excepción no se aplicaría al aumento del salario mínimo. El ala izquierda del Partido Democrático protesta contra esta decisión arbitraria, tomada por un oficial no electo, y pide que no se aplique la decisión.
“La idea de que un funcionario del Senado, un alto funcionario, decida por sí solo si 30 millones de estadounidenses recibirán o no un aumento de sueldo es absurda”, decía Sanders el 1 de marzo. “Dada la crisis a la que se enfrenta este país y la desesperación de las familias trabajadoras, tenemos que acabar con el filibuster lo antes posible”.
Pero el demócrata centrista de Virginia Occidental, Joe Manchin, que se opone a aumentar el salario mínimo a 15 dólares, no dejó dudas sobre su compromiso con las viejas tradiciones: “Puedo asegurar que no votaré para acabar con el filibusterismo, porque eso rompería el Senado”, dijo el pasado mes de noviembre. “La minoría debe tener voz y voto: en eso consiste el Senado. Si se elimina el filibuster por completo, ya no habrá Senado; habrá una Cámara de Representantes glorificada. Y no lo permitiré”.
Para Jentleson, sin embargo, el abandono del filibuster supondría la restauración de la funcionalidad original del Senadofilibuster. En contra de la creencia general, los arquitectos del Senado no querían que la minoría pudiera frenar el proceso legislativo. Los progresistas deben tener cuidado de no ser demasiado indulgentes con los padres de la Constitución. Sin embargo, es agradable encontrar a pensadores conservadores, como James Madison, que advierten de la amenaza de una minoría política desenfrenada. Esto es precisamente lo que hace aún más inexplicable el apego de los llamados progresistas al filibusterismo.
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Traducción: Mariola Moreno
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