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"Si los rusos vuelven, no huiremos"

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Laurent Geslin (Mediapart)

Bucha, Gostómel, Irpín (Ucrania) —

Trozos de chapa arrancados por las explosiones golpean contra las paredes de ladrillo calcinadas; es la única música que queda cuando los hombres y las armas callan. Los barrios de viviendas de las familias de los militares que trabajan en la base aérea de Gostómel desde la época soviética, rústicos pero confortables bloques de apartamentos, han sido arrasadas por el fuego y las llamas. Los coches calcinados están acribillados por la metralla, un olor a carroña se cierne sobre los montones de basura de aquí y allá y en los huecos de las escaleras, aún intactos, donde los gatos se han vitrificado por el calor de las bombas.

Sin embargo, algunas personas comienzan a regresar, después de haber justificado su identidad en los puestos de control que prohíben la entrada a la zona, empujando cautelosamente las puertas de los bloques que no han sido volados, con la esperanza quizás de salvar lo que se pueda, una lámpara, unos zapatos o fotos de niños amarilleadas con el paso del tiempo.

El apartamento de Galina, de 59 años, está a unos cientos de metros de las pistas del aeropuerto, y quizá precisamente por eso salió relativamente indemne, cuando los demás edificios del barrio no son más que esqueletos carbonizados. “Los rusos vivían aquí, hacían barricadas en las ventanas con mortero y bloques de hormigón, y traían muebles robados a los vecinos”, cuenta la mujer. “La primera bomba cayó en la mañana del 24 de febrero y los acontecimientos que siguieron se confunden en mi cabeza. Recuerdo que una vez leí un libro sobre Siberia en mi pasillo. Entonces nos refugiamos en los sótanos, sin agua ni electricidad. Soldados rusos, buryats o yakuts, nos ofrecieron viajar en autobús a Bielorrusia, algo que rechacé dos veces. Algunas familias aceptaron, pero nadie ha vuelto a saber de ellas, nadie sabe si estas personas llegaron a su destino o si murieron en el camino”.

Galina sabe que fue evacuada el 11 de marzo a la ciudad de Bucha, pero del resto, poco más recuerda. Sin embargo, sí recuerda su infancia en el este de Rusia, en la ciudad de Kemerovo, donde conoció a su marido, que estudiaba en la academia militar y que fue trasladado a Járkov, y luego a Gostómel en 1986, como especialista en comunicaciones. Durante una reyerta en bar, fue asesinado. Pero los años pasaron. Galina trabajaba en una peluquería y realizaba tareas domésticas en la escuela más cercana.

En los bloques de apartamentos donde vivían las familias de los militares del Gostómel todos se conocían y las amistades se cultivaban pacientemente, al igual que los viejos rencores. Pero esta pequeña sociedad militar soviética, que se convirtió en ucraniana casi por casualidad tras la independencia en 1991, quedó pulverizada por las bombas hace dos meses.

Ya que, contra el aeropuerto de Gostómel, situado a 10 kilómetros al noroeste de la capital ucraniana, se lanzó el primer asalto ruso en la mañana del 24 de febrero, tal y como profetizó el director de la CIA, William J. Burns, durante una visita a Ucrania en enero anterior, mientras las fuerzas terrestres del Kremlin tenían como misión avanzar desde Bielorrusia. 

Una treintena de helicópteros bombardearon las defensas ucranianas, antes de liberar tropas aéreas que debían garantizar la seguridad en las pistas de aterrizaje para garantizar el avituallamiento de la ofensiva. El plan del presidente Vladimir Putin de decapitar al Gobierno ucraniano en cuestión de horas se torció rápidamente ante la feroz resistencia ucraniana. El 25 de febrero, se tomó el aeropuerto de Gostómel, pero las columnas rusas que avanzaban hacia Kiev a través de las ciudades de Bucha e Irpín fueron reducidas por emboscadas y luego bombardeadas por drones y artillería.

Los resistentes de Irpín

“Me sentí culpable por no luchar en el Dombás en 2014. Así que cuando comenzó la ofensiva, nos reunimos con algunos amigos de Irpín y buscamos armas para atacar a los rusospero todo lo que teníamos era un viejo rifle y cuchillos”, asegura Yuri, de unos 30 años. “El 25 de febrero, los tanques ucranianos fueron destruidos en Bucha, frente a la iglesia del Icono de la Virgen María Pochaev y encontramos algunos fusiles automáticos sobre los cuerpos de los soldados. A finales de febrero, principios de marzo, no sé la fecha exacta, organizamos una emboscada contra una columna rusa en la calle Vokzalna. Éramos unos 15 y destruimos dos vehículo de transporte de tropas y un puente flotante motorizado... Buscaba en Google cómo funcionaban los morteros”.

Yuri creció en Uzbekistán. Llegó a Ucrania hace unos 15 años y todavía tiene pasaporte ruso, aunque quiere “no tener más vínculos con Rusia”. Antes de la guerra, el joven dirigía una próspera empresa de pinturas industriales y solía ir los fines de semana a hacer barbacoas con sus amigos, ucranianos de clase media que se habían construido bonitas casas en los suburbios elegantes, en los pinares al oeste de la capital.

Aquí surgían edificios como setas, residencias bien construidas donde se podía escapar de la contaminación del centro de Kiev, pero eso fue antes de que los cañones autopropulsados rusos, situados a unos kilómetros, cerca del pueblo de Nemishajeve, comenzaran los bombardeos. “Nos hicieron retroceder hacia Irpín y la línea del frente se estabilizó a ambos lados del río que nos separa de Bucha”, continúa Yuri, mientras señala una línea de edificios ennegrecidos por las llamas.

Un único puente unía también Irpín con Kiev por el lado oriental, pero fue rápidamente destruido por el Ejército ucraniano para frenar el avance de las tropas enemigas. Sin embargo, más de 10.000 civiles consiguieron huir a la capital ucraniana durante el mes de marzo, mientras los combates se desarrollaban en las zonas suburbanas.

“Un día estábamos en una misión de inteligencia en Bucha y un soldado vestido con un uniforme ucraniano paró nuestro coche. Mi amigo Ihor vio que una camiseta del Ejército ruso le sobresalía del cuello al soldado y abrió fuego. El hombre cayó, pero los rusos estaban en tres o cuatro lugares diferentes y devolvieron los disparos. A Ihor le dispararon, a mí me hirieron en el brazo, pero gracias a él sobrevivimos”, rememora Sasha, de 27 años, que se ofreció como voluntario con Yuri tras dejar su trabajo de albañil y la ciudad de Khmelnytskyi.

Gracias a los clientes de su compañía que permanecían detrás de las líneas enemigas, Yuri pudo establecer rápidamente una red de informadores muy eficiente y el joven recibió información en tiempo real sobre las posiciones de las tropas enemigas y sus movimientos en Telegram.

Oksana no quiso dejar a sus padres, que viven en Mykhailivka-Rubezhivka, un pueblo de 3.500 habitantes al oeste de Irpín y Bucha, y rápidamente tomó la decisión de resistir. “Estaba enfadada por no poder ayudar a mi país, así que empecé a anotar las posiciones del GPS de las tropas rusas estacionadas cerca de las casas y a registrar los movimientos de los tanques”, dice. “No sé por qué, ni siquiera pensé que pudiera ser peligroso”.

Sin embargo, el balance humano de las pocas semanas de presencia rusa es muy elevado, mientras que las autoridades ucranianas y los investigadores internacionales presentes en el lugar, entre ellos los 18 expertos franceses del Instituto de Investigación Criminal de la Gendarmería Nacional (IRCGN), han documentado numerosos casos de ejecuciones sumarias. Se hallaron los cuerpos de 1.084 civiles en la región de Kiev. Sólo en la ciudad de Bucha se encontraron 412 cadáveres, según el alcalde de la ciudad, Anatoliy Fedoruk, y, de ellos, 117 fueron exhumados de una fosa común situada justo detrás de la iglesia de Andrii-Pervozvannyi, entre ellos 30 mujeres y dos niños.

En el cementerio de Irpín han aparecido tres nuevas hileras de cruces y los entierros se suceden, quedando sólo algunos restos carbonizados de los muertos. Las autoridades municipales de ambas ciudades publican las listas de fallecidos cuando pueden, para mantener a los familiares y vecinos de las víctimas lo mejor informados posible.

Olha puede presumir de haber tenido suerte. Su piso en Bucha está intacto y su marido y su hijo de 20 años están sanos. “Durante días estuvimos atrapados bajo el fuego cruzado. Los rusos disparaban desde Gostómel a Irpín y los ucranianos desde Irpín a Gostómel. Los misiles nos pasaron por encima y, finalmente, los rusos establecieron un puesto de control en nuestra calle el 21 de marzo”, explica, inspeccionando la lujosa residencia en la que trabaja como cuidadora, que se salvó milagrosamente de la destrucción.

“En ese momento, sólo quedábamos unos 20 en 600 pisos. Los soldados llegaron, cogieron nuestros teléfonos y me pidieron que pusiera las llaves de todas las puertas en las cerraduras. Nos hicieron preguntas estúpidas, como si los nacionalistas ucranianos nos obligaban a desfilar por las calles. Creo que estábamos a salvo, a diferencia de la gente de otras partes de Bucha, porque los hombres que se quedaban aquí pertenecían a las fuerzas especiales de la Guardia Nacional, los SOBR”.

Olha salió del Dombás en 2014, procedente de la aldea de Piski, situada al final de las pistas del aeropuerto asediado por las fuerzas separatistas prorrusas entre septiembre de 2014 y enero de 2015, y que ahora se encuentra en el territorio de la autoproclamada “República Popular de Donetsk”. “Esta guerra es horrible, pero puede haber abierto los ojos de Occidente a la verdadera naturaleza del régimen de Vladimir Putin. En el este de Ucrania hace tiempo que sabemos todo lo que ocurre, los robos, la violencia, los asesinatos. En el Donetsk, mis amigos se esconden para no ser reclutados por el Ejército. Así que puedo asegurar una cosa: si los rusos vuelven, no huiremos”.

 

Caja negra

El reportaje se realizó los días 20 y 23 de abril. El nombre de Oksana se ha cambiado por razones de seguridad.

El Ejército ruso, derrotado… por los teléfonos móviles

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

 

Trozos de chapa arrancados por las explosiones golpean contra las paredes de ladrillo calcinadas; es la única música que queda cuando los hombres y las armas callan. Los barrios de viviendas de las familias de los militares que trabajan en la base aérea de Gostómel desde la época soviética, rústicos pero confortables bloques de apartamentos, han sido arrasadas por el fuego y las llamas. Los coches calcinados están acribillados por la metralla, un olor a carroña se cierne sobre los montones de basura de aquí y allá y en los huecos de las escaleras, aún intactos, donde los gatos se han vitrificado por el calor de las bombas.

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