Cuando se silencia la libertad

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Edwy Plenel

Un Estado de derecho es aquel cuyas leyes protegen a cualquiera de sus residentes de la arbitrariedad del Estado. Es un Estado protegido del absolutismo administrativo o policiaco. Es un Estado donde el Estado está subordinado a reglas jurídicas que le son superiores y que se imponen a su acción. Es un Estado cuyos ciudadanos están a salvo porque se les asegura no ser entregados al abuso del poder estatal. Es, en definitiva, un Estado donde el Estado no dicta la ley.

Según este rasero, Francia, desde el 3 octubre, ya no es un Estado de derecho. Con la entrada en la legislación de las principales disposiciones derogatorias de los derechos fundamentales y de las libertades esenciales que caracterizan el estado de emergencia, la excepción se convirtió en la regla. A partir de ahora, el Estado, o dicho de otro modo, sus prefectos, su Administración o su policía podrán en cualquier momento o lugar y contra cualquier persona, con el pretexto del terrorismo, poner en tela de juicio nuestra libertad de movimiento y nuestros derechos a la inviolabilidad del domicilio y a la igualdad ante la ley. Y podrán hacerlo sin tener que justificar o responder ante un juez independiente, cuya decisión podría obstaculizarlo o sancionarlo.

Con el voto aplastante de la mayoría del miedo en la Asamblea Nacional (415 votos contra 127), ahora hay en Francia una ley de sospechosos [leer en francés aquí el texto de la ley y aquí el expediente parlamentario]. Ante la más mínima sospecha policiaca, que en un verdadero Estado de derecho sería totalmente insuficiente para permitirlo, la Administración y su brazo armado policial podrán desde ahora atacar, inmovilizar, detener, señalar, aislar, separar y apartar a un individuo, en definitiva, perseguirlo. Sólo los jueces sobre este supuesto, el terrorismo, podrán extender el propio concepto en cualquier momento sin ningún tipo de impedimento, a merced del sentir popular y las ideologías dominantes.

La ley votada también autoriza al Estado, su Administración y su policía, fuera de cualquier control judicial, a obligar a un individuo a “residir dentro de un perímetro determinado”, es decir, a ser incapaz de moverse; a golpearlo por “orden restrictiva” en un lugar preciso, a someter su intimidad doméstica y familiar a “registros domiciliarios”, es decir, búsquedas que permiten embargos; a extender el control de documentos de identidad, registros de equipaje y de vehículos en grandes “perímetros de protección”, a cerrar un lugar de culto por el solo motivo de las “ideas y teorías” que se difundieran allí, etc. Y esto es sólo un resumen breve de una ley, la duodécima de seguridad pública en quince años, que empuja hasta el final la corrupción del derecho de la policía y de la evidencia por sospecha.

Tan inconscientes como egoístas, ciegos e ignorantes del pasado, los aprendices de brujo que abrieron esta liberticida caja de Pandora se tranquilizan diciendo que no están preocupados. Después de todo, ¿no se trata de combatir el terrorismo, sus crímenes y sus redes? Es el argumento de la urgencia que, tomado por lo esencial, siempre pierde de vista la urgencia de lo esencial, es decir, los principios. Es, sobre todo, el argumento, tan desgastado como cobarde, de que el fin justifica los medios, en cuyo nombre, en todas latitudes, regímenes y épocas, las libertades siempre han sido logros de pérdidas y ganancias.

“Considero que no tengo que tener miedo de los medios de lucha contra el terrorismo porque no soy terrorista”, dijo el portavoz del Gobierno, el exsocialista Christopher Castaner, cuyo antiguo partido (con cinco cautelosas abstenciones) apoyó sin reservas esta perdición que ellos mismos habían iniciado durante la presidencia de François Hollande. Una frase terrible, que resume el sacrificio del ideal democrático en el altar del terrorismo. Una frase ciega, de gobernantes dispuestos a pisotear las libertades de otros para tratar de justificar su poder.

“Engañamos a la bestia”, advirtió el abogado François Sureau, un intransigente defensor de las libertades fundamentales, en una reciente entrevista con Mediapart, socio editorial de infoLibre [leer aquí en francés]. Bajo el prolongado estado de emergencia que puso en marcha el gobierno de Manuel Valls a finales de 2015, recuerda que “hubo 6.000 investigaciones administrativas para 41 acusaciones. Y sobre estas 41 acusaciones, veinte son de apología de terrorismo, es decir, delitos intelectuales. A veces, durante estas 6.000 investigaciones, se han destrozado la vida de personas, interviniendo sus libertades individuales de manera brutal por un resultado muy débil”.

¿Y quién no recuerda el uso del estado de emergencia en 2015 y 2016 contra la sociedad entera? Primero fueron los activistas ambientales durante el COP21 y después los manifestantes contra la ley laboral de El Khomri. ¿Quién se atreve a garantizar que, bajo este poder o bajo otro, la obsesión por la seguridad pública no aumentará las obsesiones ideológicas, autoritarias, identitarias, xenófobas y discriminatorias, etc., y no serán los militantes de todas las causas minoritarias, disidentes y nuevas, que inventan y reivindican nuevos derechos, las nuevas víctimas de este estado de emergencia permanente? ¿Quién podría jurar que mañana no van a ser ellos los nuevos “enemigos de la nación”, terroristas en potencia o teóricos terroristas, según la lógica infernal de las fuerzas conservadoras y retrógradas, decididas a dar guerra a la sociedad, a su riqueza y a su diversidad, a su autonomía y a sus luchas?

“Peor que el ruido de las botas es el silencio de las zapatillas”

Obviamente conocemos la respuesta, tanto los gobernantes como los funcionarios electos que hoy sacrifican nuestras libertades están sólo de paso. Irresponsables, sacrifican la larga duración de una democracia viva y, por consiguiente, tan dura consigo misma, por el corto plazo de su supervivencia. La presidenta de la Comisión nacional consultiva de derechos humanos [leer aquí en francés la opinión del CNCDH sobre este proyecto de ley], Christine Lazerges señaló en un entrevista en julio con Mediapart que: “Si este proyecto de ley se adopta, la extrema derecha llegará un día al poder. Francia estará en una situación extremadamente difícil en materia de libertades. Un gobierno así no tendría absolutamente nada que añadir a este texto”.

La historia nos ha enseñado, y en particular en las circunstancias en las que nació el estado de emergencia en 1955 –la guerra de Argelia, la guerra colonial y la guerra civil–, ahora definitivamente legalizada y banalizada, que la introducción de disposiciones liberticidas es una gangrena que acaba contaminando todo el cuerpo legal, las instituciones, las administraciones y los gobiernos. Acabamos de vivirlo en apenas dos años: igual que actualmente, el estado de emergencia de 1955 provocó poderes especiales en 1956 cuando una república torturada fue deshonrada, y ahora el estado de emergencia prolongado de 2015 da a luz bajo nuestros desconcertados ojos a un desafío sin precedentes contra el Estado de derecho.

En su alegato Contra el Estado de emergencia (Dalloz, 2016), el abogado Paul Cassia [aquí su blog en Mediapart] recordó esta lúcida postura de un miembro del Consejo de Estado, Roger Errera: “Cuando una violación de las libertades aparece, se extiende como una mancha de aceite y se va aplicando progresivamente más allá de los límites fijados en su inicio, sean cual sean las promesas, las barreras y las vacilaciones, y a otros a quienes al principio no afectaba. Incluso se institucionaliza y, como resultado de la emergencia, se vuelve permanente”. Esto fue en 1975, hace más de cuarenta años, y ahora, por desgracia, ya estamos allí.

Además, con un Estado que ni siquiera puede contar con una generación de altos cargos con principios y con recuerdos de Vichy o Argelia, que sabrían que la banalización del estado de emergencia es la brecha por la que se cuelan el totalitarismo o, por lo menos, sus prácticas de negación de derechos humanos bajo el disfraz de una administración o un régimen republicano. En su entrevista con Mediapart, François Sureau subrayaba esta terrible renuncia que, durante tres décadas, ha ido ganando espacio dentro de casi todo el espectro político: “Las grandes voces del pasado llevaban un proyecto colectivo de libertad, no sólo un proyecto individual”.

¿Por qué no cuestionar el pesado y abismal silencio que acompaña a este salto al vacío? “Peor que el ruido de la botas es el silencio de las zapatillas”, esta frase atribuida al escritor suizo Max Frisch nunca ha sido tan pertinente como ahora. Todos los defensores de los derechos humanos, reunidos en las instalaciones del CNCDH [leer aquí en francés], así como los expertos que asumen oficialmente la responsabilidad en las Naciones Unidas [leer aquí], se han puesto solemnemente en contra de esta deriva. Estos expertos de los derechos humanos autorizados por la ONU no se marcharon sin quejarse, considerando que “varias disposiciones del proyecto de ley amenazan el ejercicio de los derechos a la libertad y a la libertad personal, el derecho al acceso a la justicia y a la libertad de movimiento, el derecho a reunión y asociación pacífica, así como el de expresión, religión o creencia” [leer su comunicado y su carta al Gobierno francés].

Completamente en vano, ya que no se ha hecho nada. Ningún eco, ni arrepentimiento, ni matiz, ni reserva, ni retroceso. Peor aún. En la Asamblea Nacional, una mayoría devotamente consagrada al presidente se apresuró a endurecer las disposiciones más polémicas que el Senado, en su vieja sabiduría, había intentado reducir. Esta llamada sociedad civil, que surgió de la nada y que pretendía renovar la política a través del movimiento ¡En Marcha! y de su liberación parlamentaria, se revela sorda y ciega contra la sociedad. Sólo la izquierda de la izquierda –los diputados comunistas y del partido Francia Insumisa toman el relevo de los seis socialistas frustrados (Pouria Amirshahi, Barbara Romagnan y Gerard Sebaoun) y ecologistas aislados (Isabelle Attard, Sergio Coronado y Nöel Mamère) que, el pasado día 3 de octubre, dijeron ‘no’ al estado de emergencia– ha salvado el honor, pero sin conseguir movilizar con éxito a la sociedad.

Por este motivo, no podemos contentarnos con agobiar a los que cometieron este atentado contra las libertades. También debemos abordar la indiferencia, esta pasividad maciza, que lo ha permitido. ¿No es del mismo carácter con la que se trata el desamparo de los emigrantes, los refugiados y otros exiliados [leer mi artículo anterior: El deber de la hospitalidad]? ¿Es esta indiferencia, más esencial, hacia el otro, el diferente, el sospechoso, el musulmán, el lejano, la que nos lleva a replegarnos sobre nosotros mismos? Como si no estuviéramos afectados por la preocupación de protegernos, cueste lo que cueste.

Así es como no mucha gente se sorprendió descubriendo que esta llamada ley antiterrorista piensa facilitar, extender, generalizar o banalizar todavía más los controles por el aspecto o raza de una persona, una discriminación diaria que golpea la diversidad de nuestro pueblo, especialmente de la juventud [leer aquí]. Hasta el historiador Patrick Weil, un hombre moderado, tanto por convicción como por oficio, no pudo despertar la opinión de los parlamentarios demostrándoles que “el proyecto de ley antiterrorista recordaba al código del indígena” porque, de hecho, diseñó su dispositivo policiaco para la vigilancia de una población en particular: los negros y los magrebíes, agravando así las discriminaciones que perjudican a la igualdad [leer su columna en Le Monde].

Los grandes filósofos nos han enseñado, no obstante, que, después de las catástrofes europeas del siglo pasado, el mejor camino hacia el prójimo es la preocupación por lo lejano. Que la preocupación por el otro conduce hacia uno mismo. Si no estoy en la libertad de los otros, no estoy en la mía. Si permito que los derechos fundamentales sean cuestionados con el pretexto de una amenaza que me sería ajena, descubriré, algún día, que fue así como renuncié a mis propios derechos. _________

Francia pone fin al estado de emergencia dos años después de los atentados de París

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Traducción: Alba Precedo

Leer en francés:

Un Estado de derecho es aquel cuyas leyes protegen a cualquiera de sus residentes de la arbitrariedad del Estado. Es un Estado protegido del absolutismo administrativo o policiaco. Es un Estado donde el Estado está subordinado a reglas jurídicas que le son superiores y que se imponen a su acción. Es un Estado cuyos ciudadanos están a salvo porque se les asegura no ser entregados al abuso del poder estatal. Es, en definitiva, un Estado donde el Estado no dicta la ley.

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