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Ucrania se enfrenta a su cuarto mes de heroica resistencia en el campo de batalla y el drama del exilio

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Mathilde Goanec (Mediapart)

Oleksiy, el profesor, nos hablaba de la lluvia de bombas sobre Odesa el 24 de febrero. Hoy se encuentra en algún lugar entre Mykolaiv y Jersón, en el sureste de Ucrania, como soldado. A sus 42 años, alistado en el cuerpo de reserva de infantería, Oleksiy sirve en la base de retaguardia del ejército ucraniano, en permanente movimiento para ayudar a proteger las zonas devueltas a Ucrania tras semanas de combates de artillería.

Para hablar con nosotros por teléfono, se alejó unos metros del campamento militar temporal. “Estamos en un pueblo pequeño, tengo delante membrillos en flor, algunos cerdos y pájaros. La mayoría de las casas están abandonadas, sus habitantes han huido”.

Oleksiy y sus camaradas, deben vigilar una carretera, proteger un puente, detectar las tropas móviles contrarias, sin que el ejército ruso se percate, porque “hay reconocimiento desde el aire, drones, en ambos lados”. El equipo militar, suministrado de forma continua pero caótica por varias docenas de países a la vez, no siempre es adecuado. Sus chalecos antibalas son azules y destacan sobre el verde de la campiña ucraniana en primavera.

La mujer y la hija de Oleksiy se marcharon una semana después del comienzo de la guerra, para instalarse temporalmente en Francia, con gran dificultad, “porque es nuevo, porque tienen que adaptarse, porque no hablan el idioma...”. Oleksiy le dijo a su mujer hace tres meses que se alistaba en la defensa territorial para no preocuparla, pero se fue al ejército, a luchar. “Por supuesto que a mi mujer no le gustó, pero es un estado de guerra, hay que estar ahí”. “Estamos defendiendo nuestra casa, no tenemos otra”, explica Oleksiy. “¿Qué tendríamos que hacer frente a los rusos? ¿Hacer las maletas e irnos?”.

Esta nueva vida como tropa no es fácil. Los reservistas, algunos de los cuales ya no son tan jóvenes, descubren a la vez y a marchas forzadas la vida colectiva, la guerra, el compañerismo entre entornos sociales muy diferentes y la obediencia a decisiones militares que vienen de arriba, cuya lógica no siempre se entiende. “Se hace difícil leer las noticias, sin poder luchar directamente. Algunos dicen que debemos responder con la misma moneda. Ellos cometen atrocidades, nosotros deberíamos hacer lo mismo, pero eso no soluciona nada. Nos enfrentamos a locos, que se lanzan sobre nosotros, imaginando que somos monstruos. Pero no somos locos y vivimos a su lado”.

Katerina Khaneva, una activista por los derechos de las mujeres que se ha refugiado en el distrito de Sviatohirsk, lleva muchas semanas organizando la evacuación de los habitantes de la ciudad de Izum, a las puertas del Dombás, con otros voluntarios. La ciudad, conquistada por los rusos pero asediada por el ejército ucraniano, ha sido literalmente ahogada por el fuego de los obuses desde que comenzó la guerra.

Desde entonces, Katherina se trasladó a “Ucrania Occidental” y no desea dar más detalles. Una parte de su equipo se ha quedado para hacer frente a la situación humanitaria, que cada día es más crítica. Sigue trabajando día y noche con los desplazados internos y las comunidades afectadas por la guerra. “Trabajamos principalmente con mujeres y niños. Se trata de ayuda humanitaria, social y psicológica. En un futuro próximo, tenemos previsto empezar a trabajar con mujeres que han sufrido violencia sexual y también realizaremos campañas de información sobre este tema para reducir el estigma”.

Como muchos habitantes del este del país, Katerina Khaneva recuerda que lleva viviendo “en esta guerra desde hace ocho años”, aunque sólo ahora se hace “visible y total”. “Muchas personas con las que trabajamos ahora han tenido que mudarse varias veces desde 2014. Muchos simplemente no tienen ningún lugar al que regresar porque existe un gran riesgo de que estas zonas sean simplemente destruidas, arrasadas”. El final de la guerra, cree, será un “proceso lento, lento” para ellas.

Exilio indefinido

La casa de Anastasia*, en los suburbios de Járkov, resistió. Sus ocupantes huyeron el 20 de marzo, una decisión largamente postergada y “difícil de tomar”. Su marido, un profesor que permaneció en el país según las órdenes, se unió a la defensa territorial, mientras que su hermano está sirviendo en el ejército por tercera vez desde 2014.

“El miedo me hizo decidirme”, explica Anastasia, traductora. “Los ataques se acercaban a nuestro pueblo y había muchas posibilidades de que cayeran en nuestro patio. Pero, a decir verdad, no me daba tanto miedo como los propios rusos. Sabía lo que ocurría en las ciudades y pueblos ocupados y corría un gran riesgo. Mi hermano está en el ejército ucraniano y yo escribí mucho en las redes sociales. Si los rusos hubieran llegado a mi casa, habría muerto, pero no muy rápido. Y no quería que violaran a mi hija de diez años”.

Al llegar a Francia, un breve momento de alegría. Una familia francesa, a la que conoció a través de sus publicaciones en Facebook, acogió a Anastasia, su madre y su hija en el aeropuerto y las ha alojado en su propia casa desde entonces. “El nivel de ansiedad sigue siendo muy alto, pero me siento mucho más segura aquí. Lo más difícil es vivir esto con mi familia. Mi hija llora por la vida que tenía en Ucrania, mi madre no habla francés y apoyarlas a ambas requiere de mucha fuerza”.

En su página de Facebook, cuando aún estaba en Ucrania, Anastasia escribía largos textos en los que describía la dificultad de mirarse a sí misma por la mañana después de las noches de bombardeo, con la cara cansada, sin maquillaje, despeinada, como si la vida anterior ya no existiera. “Incluso hoy, sigo utilizando el presente para muchas cosas que se han quedado en el pasado. Cuando entiendo esto es cuando me siento triste. Solía tener planes. Pero eso requiere una fuerza que no tengo en este momento. Comprender y aceptar esta imagen de mí misma es difícil y frustrante”.

Para Dariya Bibikova y sus hijas, el viaje desde Ucrania se detuvo hace un mes en Bélgica, cerca de Namur, en casa de unos amigos. Los tres tienen estatus de protección temporal, como en toda Europa. Antes de la guerra, el marido de Dariya cuidaba de los niños. Gracias a una tableta, sigue jugando, hablando o enseñándole algunas cosas al más pequeño, mientras el mayor sigue clases online impartidas por profesores en Ucrania.

“También prepara el huerto de casa”, cuenta Dariya. “Antes era nuestra guerra, nos enzarzábamos continuamente, pensaba que era demasiado esfuerzo cuando se podía encontrar de todo en las tiendas... Pero este año es diferente, todo el mundo está plantando patatas por miedo a la inseguridad alimentaria”.

Mientras tanto, a varios miles de kilómetros de la capital ucraniana, Dariya busca trabajo y se enfrenta a las peculiaridades del sistema belga, ese piso que no se puede alquilar sin un sueldo, pero para poder trabajar tiene que encontrar una solución para el cuidado de los niños. La pescadilla que se muerde la cola. “Mi marido, que se quedó en Kiev, cree que es demasiado pronto para volver, así que intento verme aquí en Bélgica durante un año. Hay menos ataques, por supuesto, pero hace apenas tres semanas, una persona murió tras un tiroteo el día de la visita del jefe de la ONU. Fue a cuatro kilómetros de la casa de mis padres. Una semana antes, un cohete cayó cerca de Brovary [una ciudad en los suburbios de Kiev, donde se han producido muchos combates], donde vivimos. Hay problemas de combustible, la vida cotidiana está muy alterada”.

Volver a casa

Sin embargo, miles de ucranianos/as, desde el resto de Europa o de Lviv, se han apresurado a regresar a Kiev, pocos días después de que los rusos abandonaran la zona, dejando tras de sí pueblos enteros arrasados al norte y al este de la capital. Liubov Tsybulska, fundadora del Centro de Comunicaciones Estratégicas y Seguridad de la Información del gobierno ucraniano, regresó hace un mes tras estar “atrapada” en los Países Bálticos al inicio del conflicto, donde impartía una serie de conferencias.

“Poco a poco estamos volviendo a la vida normal, sigue habiendo alertas aéreas pero ya no es tan peligroso”, explica. “Las calles están llenas de gente, cafeterías y restaurantes han vuelto a abrir. Pero no podemos decir que pensemos que estamos completamente a salvo, lo que está ocurriendo en el este es devastador y todos nuestros esfuerzos se centran en la gente de allí”.

La joven ha vuelto a su trabajo como asesora del Ministerio de Defensa ucraniano en Kiev, todavía tan enfadada como siempre con Occidente. “Algunos países han asumido su responsabilidad, nuestros vecinos, los Países Bálticos, Estados Unidos, Francia también, aunque demasiado lentamente en mi opinión. Las élites alemanas corruptas son una gran parte del problema, quieren retomar al business como antes”.

“Lo siento, mis palabras son violentas”. Como ya hizo hace tres meses en una entrevista con Mediapart (socio editorial de infoLibre), la investigadora reconoce tener un tono muy poco diplomático. “La experiencia sigue siendo perturbadora. Pero sólo pedimos dos cosas, no que luchen por nosotros, sino armas y sanciones contra Rusia. Si siguen comprando gas y petróleo a Rusia, están financiando esta guerra. No el sistema educativo, las carreteras o los hospitales rusos, estáis financiando la destrucción y los muertos en Ucrania. Y me entristece ver que los gobiernos no lo entienden”.

En Irpín y Bucha, muchos de los amigos y vecinos de Anastasia ya han regresado. Cientos de voluntarios también se han ocupado de limpiar las calles, retirar los cascotes, mientras las investigaciones sobre los crímenes de guerra en este gran suburbio de Kiev siguen creciendo.

“Han pasado cosas terribles donde vivo, no estoy preparada para volver todavía. Pero este es mi país, este es mi hogar, volveré”. Anastasia continúa su exilio en Rumanía, aún no recuperada del todo del terrible calvario que sufrió en Bucha. Vive con su hermana y sus hijos en pisos cedidos por una comunidad bautista.

Las dos hermanas a veces recuerdan las explosiones, el calvario que soportaron durante esas decenas de días de clandestinidad mientras los combates destrozaban la ciudad. Siguen con horror el largo culebrón del martirio de Mariúpol, consuelan a sus hijos que quieren volver a su escuela y a su casa en Ucrania. Anastasia describe cómo el tiempo se ha congelado, “sorprendentemente tranquilo y somnoliento, con la sed del superviviente”.

Caja negra

Los nombres seguidos de un asterisco (*) han sido modificados.

Todas las personas entrevistadas en Francia, Bélgica, Rumanía y Ucrania fueron contactadas por teléfono o correo electrónico.

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

 

Oleksiy, el profesor, nos hablaba de la lluvia de bombas sobre Odesa el 24 de febrero. Hoy se encuentra en algún lugar entre Mykolaiv y Jersón, en el sureste de Ucrania, como soldado. A sus 42 años, alistado en el cuerpo de reserva de infantería, Oleksiy sirve en la base de retaguardia del ejército ucraniano, en permanente movimiento para ayudar a proteger las zonas devueltas a Ucrania tras semanas de combates de artillería.

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