El 20 de marzo no es un domingo como cualquier otro. Al amanecer se han despertado con el ruido lejano de las bombas caídas al norte de Kiev. Sobre la una de la tarde la explosión de un misil o su destrucción por las defensas antiaéreas ha activado las sirenas de alarma. Un poco antes de las ocho de la tarde se han oído por primera vez disparos de la defensa antiaérea en la ciudad.
Kiev sigue siendo una ciudad desierta. Las tiendas de alimentación son las únicas que permanecen abiertas. Los escasos vehículos que circulan ya han tomado la costumbre de no respetar los semáforos. Circulan a la vista y a velocidad y sólo se detienen en las numerosas paradas obligatorias de los controles que dividen la ciudad y que día a día van aumentando y fortificándose.
Trincheras por aquí, viejos tranvías por allá, sacados de los depósitos para bloquear avenidas, parapetados tras bloques de hormigón. En otros lugares han puesto autobuses destinados al desguace, palas mecánicas, sacos de arena y elementos prefabricados de hormigón para la construcción. Hay montones de minas colocadas en los cruces estratégicos de la ciudad y algunos blindados ligeros están a veces soterrados.
Los controles han sido reforzados por hombres armados, ahora todos militares (a veces policías), que a veces mandan abrir los maleteros de los coches. Hacen algunas preguntas trampa y hay que responder sin pensarlo: número de matrícula y repetición de algunas palabras para ver si detectan algún acento ruso.
El ejército ucraniano va a la caza de espías rusos o de comandos especiales de las fuerzas especiales infiltradas en Kiev. Hace tres días, un cargo del ejército decía que habían sido eliminados en la capital “35 grupos de sabotaje, más de 100 personas”, una cifra que no puede ser comprobada.
La ciudad está pues en guerra, pero no deja de ser domingo. Hace bueno, las temperaturas suben algo y se ven ya brotes en las plantas. Algunos residentes de una barriada de Obolon han decidido salir a tomar el sol en los espacios verdes que separan los bloques de edificios de ocho o de quince pisos, todos de la época soviética, algunos destartalados.
Obolon es un inmenso distrito (o “raion”) que ocupa una buena parte del norte de Kiev, una zona sobre todo residencial hecha de ciudades-dormitorio donde habitan las clases populares. Al pie de uno de esos grandes bloques a lo largo de la avenida de los Héroes de Estaligrando, Anatoly, de 69 años, camionero retirado, charla tranquilamente con un amigo al calor del sol.
“Todo irá bien, estamos resistiendo, estamos unidos, juntos, y Putin está solo. Yo creo que él quiere volver a construir la URSS pero nadie quiere ya eso, es una estupidez. Yo no era seguidor de Zelensky pero ahora me parece el mejor presidente que hemos tenido. No me gustaban los otros pero este sí”, dice.
Anatoly, a diferencia de muchos habitantes mayores del barrio, se esfuerza por salir todos los días a las 11 de la mañana. “Vivir aquí no está mal”, dice. “Tenemos agua, electricidad, calefacción y tiendas con productos y pan. Cuando termine la guerra será aún mejor, Europa nos va a ayudar y reconstruiremos todo esto con nuestras manos”.
“Bueno, por ahora Europa habla mucho, nos envía algunas armas pero nos hace falta más, mucho más”, añade. “Dígansnlo: el ejército ucraniano es el escudo de Europa. Si cae luego caerá Polonia, los países Bálticos, Moldavia y ¡puede que vosotros!”, asegura, pronunciando claramente en francés “peut-être vous”, recordando algo del francés que aprendió en el colegio.
Anatoly se ha negado a acudir a los refugios que se han acondicionado en los sótanos de los edificios. Como una vecina suya, también mayor, que toma el sol en el banco de al lado, que dice que “Tenemos miedo, por supuesto, pero que pase lo que tenga que pasar”. De todas formas, Anatoly no piensa así: “Los rusos no pueden tomar esta ciudad, está muy bien defendida. No van a bombardearla como a Mariupol, sino Biden vendrá... bueno, en fin, eso esperamos”.
Tres amigas, también jubiladas, dejan otro banco para irse a casa. La sirena de la alarma aérea ha parado pero el temor sigue ahí. Una de ellas es la primera vez que sale desde el 24 de febrero, primer día de la guerra. “Esto es una pesadilla. ¿Por qué esta guerra? ¿Quién podría imaginarse esto?”, dice, apresurando el paso.
En estas barriadas populares hay muchas parejas jóvenes y familias con niños que se han ido hacia el oeste del país, que es más seguro, o al extranjero. El domingo, las Naciones Unidas estimaron que 10 millones de ucranianos han dejado sus viviendas (de 44 millones). “Desplazados”, según la terminología oficial. De ellos, 3,5 millones han huido al extranjero. Kiev (3,7 millones de habitantes) ha perdido más de la mitad de su población.
En la zona de Obolon las personas mayores están sobrerrepresentadas. No quieren o no pueden irse. “Yo vivo aquí, en el décimo-quinto piso, desde hace 40 años. Es mi casa. Mi hija vive en Israel, me llama, me dice que vaya, insiste, pero ¿qué voy a hacer yo allí?”, dice Anatoly.
Unos bancos más allá, Lyudmyla y su amiga dicen lo mismo: “¿Irse? ¿Por qué, y adónde?. Ya somos muy mayores, nuestra vida está aquí. Los jóvenes se pueden mover mejor. Esta guerra parará. No tiene ningún sentido, no puede continuar”, dice Lyudmyla.
En la séptima planta de un edificio de al lado, Lyda dice que quiere seguir en su casa. “Mi hija vive en Francia, en Plessis-Robinson, tiene tres hijos y hace allí su vida. Me llama, me anima y me dice que me vaya a Polonia. Pero yo no quiero, ya tengo 80 años”, nos explica.
En el rellano de la escalera, German, de 93 años, respira a fondo, fatigado, apoyado en reposabrazos de un sillón. “En los años 70 yo era oficial soviético en Angola. Mi padre luchó contra los alemanes que destruyeron esta ciudad. Así que conozco la guerra. Sí, es horrible, pero no me iré, aunque de todas formas no puedo”, explica.
En esos edificios viven muchas personas mayores enfermas, solas y pobres, encerradas en sus casas. Esta mañana de domingo, Edward y Andrey, vecinos del barrio, voluntarios en un centro de ayuda del distrito, están entregando paquetes de ayuda a domicilio. “Té, leche, bollería, sémola, latas de legumbres, dulces, panecillos...” nos cuenta Andrey. “Eso ayuda a la gente que tiene miedo a bajar a la tienda o que tiene dificultades para moverse”.
La puerta se abre y aparece una mujer muy mayor, sollozando. Andrey le dice: “No se preocupe, todo irá bien. Coma, sobre todo coma. Y trate de salir un poco”. En otro piso, agradecimientos: “Bien, muchachos, sois formidables, gracias, gracias”, dice una mujer. Así se va construyendo la solidaridad barrio a barrio en una ciudad que cada vez se hunde un poco más en la guerra.
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Traducción de Miguel López
Texto en francés:
El 20 de marzo no es un domingo como cualquier otro. Al amanecer se han despertado con el ruido lejano de las bombas caídas al norte de Kiev. Sobre la una de la tarde la explosión de un misil o su destrucción por las defensas antiaéreas ha activado las sirenas de alarma. Un poco antes de las ocho de la tarde se han oído por primera vez disparos de la defensa antiaérea en la ciudad.