“Estamos ante un dilema y es estresante. Algunos dicen que hay que irse. Otros piensan que Francia sólo amenaza con destruir la jungla para asustarnos”, suspira Salomon, sentado con las piernas cruzadas, en una tienda de color blanco, en el asentamiento de Calais. En vísperas del desmantelamiento “completo” de la jungla, este ingeniero, llegado de Asmara a finales de septiembre, reflexionaba en voz alta. “¿Merece la pena irse un tiempo, regresar a Calais después y buscar cobijo en algún sitio, o es mejor pasar al plan B, dirigirse a Alemania o a los Países Bajos?”. Y añade: “Si nos piden que nos vayamos, nos iremos. Si nos obligan a subirnos a un autobús, subiremos al bus. Volveremos. Volveremos incluso por la frontera española. Cosas más difíciles hemos hecho, como cruzar Eritrea, escondidos, hasta la frontera. O atravesar el desierto entre Libia y Sudán”. Acto seguido rectifica: “No esperaremos a que nos lleven. Nos las arreglaremos para irnos antes del lunes negro”. El lunes negro, este 24 de octubre, el Estado francés comenzaba a desmantelar y a desalojar a los 8.143 habitantes de la jungla, de ellos 1.294 menores no acompañados.
Cuando llegó a Italia, a Salomon le tomaron las huellas dactilares, lo que le convierte en susceptible de ser devuelto a ese país, en virtud del Reglamento de Dublín. La mayoría de los exiliados en el campamento son dublineses, como él. El Estado ha dado a entender que devolverá, a los países europeos donde dejaron sus huellas digitales, a aquéllos que permanezcan en las inmediaciones de Calais, pero que dejará tranquilos a los que se suban a los autobuses fletados con destino a los Centros de Acogida y Orientación (CAO), primera etapa para conseguir el asilo en Francia.
En la tienda, Salomon escucha lo que ocurre fuera. Se escuchan gritos. “Es un dougar”. Un atasco. La palabra, de una lengua de Sudán, ya ha pasado a formar parte del argot que se habla en una zona de la jungla. Cuando el tráfico se ralentiza, migrantes, por lo general muy jóvenes, intentan entrar en los camiones. Por la noche, los ralentizan lanzando piedras o ramas de árboles a los camiones o incluso cortando la circunvalación con troncos o barras de hierro. Esta práctica, peligrosa, eficaz cuando no se tienen medios para pagar a las mafias, surgió en 2015, a medida que el acceso al puerto y al túnel se complicaba. Se trata de una práctica utilizaba por apenas unos cientos de exilados, de los varios miles que viven en el campamento. A menudo se producen enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y los jóvenes migrantes, en las inmediaciones de la circunvalación vallada, en esa tierra de nadie denominada “zona de los cien metros”, el espacio vacío impuesto por la prefectura que se sitúa entre la jungla y la circunvalación. Durante largos minutos, la entrada del campamento permanece bajo una nube de gases lacrimógenos. Casi todas las noches, Salomon trata de cruzar en camión hacia Inglaterra. Lo intenta sin ayuda de las mafias, en una estación de servicio, en compañía de una pareja de amigos, Tomas y su mujer embarazada de cinco meses, Helen. Se trata de un método poco eficaz; hay que esperar oculto durante horas antes de atisbar la llegada de un camión y a ellos enseguida se les ve. Se niega a participar en los asaltos de camiones en la circunvalación, dice, para ahorrarle a la joven de 25 años los peligros de la autovía. “A veces tengo la impresión de que lo que vivo es una locura, de que se trata de una película americana”.
En lo que va de año, diez personas, entre ellas un niño de 14 años, han muerto, en la carretera o arrollados por un tren, según las cifras que el bloguero de Calais Philippe Wannesson recoge en el blog Passeurs d'hospitalités. De los 16 sucesos graves, los 5 últimos han sucedido en las cuatro últimas semanas. Un exiliado murió arrollado por un tren al que pretendía agarrarse en Loon-Plage, cerca de Dunkerque, el 14 de octubre. El 9 de octubre, un coche impactó contra un hombre y una mujer eritreos. El hombre falleció. “Eran hermanos”, dice Salomon. El miércoles pasado, un adolescente eritreo de 16 años, arrollado en un intercambiador que conduce a la circunvalación portuaria, fue trasladado al hospital con las dos piernas rotas y la pelvis fracturada, según la prensa local.
Hasta el último momento, Salomon tiene intención de poner en marcha el plan A: dirigirse a Inglaterra. Porque, al contrario de lo que afirmó François Hollande el 26 de septiembre en su visita a Calais, la frontera sí es porosa. En la noche del 12 al 13 de octubre, “siete eritreos cruzaron”, cuenta Salomon. “En las tres semanas que llevo aquí, pasan dos o tres eritreos al día de media. Una vez, fueron 30 personas de golpe”. Según la asociación L'Auberge des migrants, en la actualidad, consiguen llegar a Inglaterra “una media de 30 personas al día”, de todas las nacionalidades.
¿Por qué Inglaterra? Este ingeniero domina el inglés, lengua en la que ha trabajado. Y tiene miedo de perder el tiempo. “Desde que salí de Eritrea, he gastado más de 4.000 euros. Quiero trabajar lo antes posible y devolverlo. Venir a Europa es una inversión”. ¿Y Francia? Sacude la cabeza. “Nunca he oído decir que se esté bien en Francia. Entre los eritreos –que representan aproximadamente el 15% de los residentes en la jungla, según la ONG Refugee Rights– muy pocos se decantarían por Francia, según Salomon. “Entre el centenar que conozco aquí, ninguno. Supongo que hasta el último momento intentarán pasar”. Dice sentirse “triste” desde el anuncio de las expulsiones. “Es un obstáculo. Si tus proyectos se paran, estás triste”. En la superficie de la tienda, hay grafiti en tigriña, realizados por un eritreo que consiguir llegar a Inglaterra. “No nos esperábamos un reto semejante”, se puede leer en el primer grafiti. Y el segundo dice: Habtom está estresado”.
Campamentos “informales”
Según un sondeo de la ONG Refuge Rights, “el 59,21% de las personas interrogadas [en el asentamiento] tienen intención de permanecer en Calais o de dormir en la calle si se desmantela el campamento”, la cifra asciende al 69,23% en el caso de los menores. Algunos residentes en la jungla ya son demandantes de asilo, otros tienen el estatus de refugiado, pero vivían en el campamiento a falta de algo mejor. El Tribunal Administrativo rechazaba la demanda de asociaciones, que querían evitar el desmantelamiento del campamento hasta que no se hallase una solución para los expatriados que no quieran subir a los autobuses con dirección a los CAO porque, consideran, volverán después. “La falta de soluciones, cuyos primeros efectos vemos ya, puesto que se están produciendo desplazamientos a otros sitios (París, Bélgica...), llevará inevitablemente a reconstruir asentamientos todavía más precarios”, denunciaban estas asociaciones en un comunicado conjunto.
Al final del camino de dunas, junto a la jungla, a la entrada de lo que los exiliados llaman Salam –espacio de cuidado, de distribución de alimentos, de duchas y de acogida para parte de las mujeres–, se encuentra Elies, de 33 años, un afgano de ojos oscuros. Cuando tenía 19 años, pasó unos días en Calais tras el cierre de Sangatte, a finales de 2002. Asegura que sobrevivió durante unos días “en una pequeña jungla”, antes de alcanzar Inglaterra. En 2007, fue expulsado a Afganistán, a Jalalabad, donde durante un tiempo trabajó como taxista. Pidió un préstamo de 10.000 euros para regresar a Europa, ocho años después. “No volveré a Inglaterra, no estoy loco”. Esta vez, ha pasado diez meses en la jungla, ante la falta de alojamiento para los demandantes de asilo, “porque en París, bajo los puentes, es imposible”. Cuenta que, cuando llegó a Calais, se presentó a un policía, que le mostró el camino a la jungla. Aquí, recibe una ayuda estatal de 340 euros mensuales, a la espera de que se estudie su demanda de asilo, y gasta parte del dinero en el campamento. “La ducha en los hammams cuesta 3 euros. Es mucho mejor que la ducha del Salam, que sólo dura 6 minutos”. Vive angustiado por lo que pueda pasar, dice que duerme mal. Va todos los días a la escuela del camino de las dunas, pero va de una dependencia a otra. Y no estudia. “Diez meses es demasiado”, reconoce, pero dejar un sitio familiar y unos rostros conocidos le preocupa todavía más, “Ir a una ciudad como Lyon, Marsella o Lille, estaría bien pero, ¿a un pueblo? Tengo miedo a estar lejos de todo. Me gustaría trabajar en una tienda, aprender francés”.
¿Existen ya nuevas junglas, como sucedió tras el cierre de Sangatte? Todo el mundo se lo pregunta. El ministro del Interior Bernard Cazeneuve intenta evitarlo, como su predecesor Nicolas Sarkozy, de ahí la presencia policial en el asentamiento.
En Norrent-Fontes, jungla que existe desde 2008, próxima a la última estación de servicio de la A26, estos días hay unas 300 personas en el campamento. El número fluctúa porque son muchos los que se dirigían a Calais a intentar el paso por última vez, en vísperas del desmantelamiento. El pasado 12 de octubre, el Tribunal Administrativo de Lille rechazó el desmantelamiento solicitado por el alcalde independiente Bertrand Cocq por razones urbanísticas. En ausencia de “solución concreta y sostenible de realojamiento”, echar a los exilados a las carreteras les hace vulnerables. Un exiliado sudanés Mohammed Omar, de 26 años, murió el pasado lunes, en el campamento, a manos de cuatro eritreos. La Fiscalía de Béthune les imputa un “homicidio por razones étnicas” y están en prisión. Según la asociación Terre d'errance, “se pegó a las mafias varias veces y los traficantes quisieron hacerle pagar la insubordinación y le golpearon hasta la muerte”.
En Steenvoorde, cerca de la A25 en dirección a Dunkerque, hay un campamento “informal”, según Damien Defrance, presidente de Terre d'errance Steenvoorde. Desde que el campamento, cuyos orígenes también se remontan a 2008, fue desmantelado el 11 de julio, resulta imposible montar una tienda o construir una cabaña, ya que la Gendarmería vigila la zona. Así que, los exilados – eritreos y sudaneses fundamentalmente– se conforman con el “centro de día” de la parroquia. A eso de las ocho de la tarde, los exiliados, con una lona o una manta bajo el brazo, se dispersan por el bosque para dormir, nunca en el mismo sitio para no despertar sospechas y tratar de probar suerte en el área de servicio de Saint-Laurent de las inmediaciones. El 11 de julio, fueron trasladados en autobús a los CAO. “No les obligamos, se les invitó a subir y no se opusieron”, dijeron entonces fuentes de la Subprefectura de Dunkerque a la prensa local. “No están detenidos, se les ofrece cobijo”. Volvieron. “Hasta donde yo sé, todos. Unos sesenta migrantes, la mitad se bajó del autobús en la primera parada y volvieron, no pidieron asilo”, dice Damien Defrance. “Tengo la impresión de que alrededor de una decena, sino más, piensa solicitar asilo porque están hartos de vivir así. Esto puede tener un efecto bola de nieve, pero cada vez que uno o dos llega a Inglaterra, los otros se ponen a la espera”.
En el campamento de Calais, un bidoun, un beduino apátrida de Kuwait, resume su plan: “He pagado 9.000 libras (10.079 euros) con garantías, espero luz verde [de la mafia]. En resumen, subimos al autobús, nos lavamos, descansamos y volvemos”.
Ver más“El acuerdo UE-Turquía sobre los refugiados fortalece a las mafias”
Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
“Estamos ante un dilema y es estresante. Algunos dicen que hay que irse. Otros piensan que Francia sólo amenaza con destruir la jungla para asustarnos”, suspira Salomon, sentado con las piernas cruzadas, en una tienda de color blanco, en el asentamiento de Calais. En vísperas del desmantelamiento “completo” de la jungla, este ingeniero, llegado de Asmara a finales de septiembre, reflexionaba en voz alta. “¿Merece la pena irse un tiempo, regresar a Calais después y buscar cobijo en algún sitio, o es mejor pasar al plan B, dirigirse a Alemania o a los Países Bajos?”. Y añade: “Si nos piden que nos vayamos, nos iremos. Si nos obligan a subirnos a un autobús, subiremos al bus. Volveremos. Volveremos incluso por la frontera española. Cosas más difíciles hemos hecho, como cruzar Eritrea, escondidos, hasta la frontera. O atravesar el desierto entre Libia y Sudán”. Acto seguido rectifica: “No esperaremos a que nos lleven. Nos las arreglaremos para irnos antes del lunes negro”. El lunes negro, este 24 de octubre, el Estado francés comenzaba a desmantelar y a desalojar a los 8.143 habitantes de la jungla, de ellos 1.294 menores no acompañados.