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El Gran Wyoming: "Hay que ser de izquierdas a muerte"

María Granizo Yagüe

Ya conocen las noticias. Ahora les contaremos la verdad”. Catorce años poniéndonos frente a nuestro propio espejo. Así es como un hombre, que no se siente cómodo en su propio traje, nos invita cada día a hacer un intermedio para “hablar en nosotros y no en yo, en plural y no en singular”. Un hombre que, coqueteando con su vocación de músico, se ganó el sobrenombre de Wyoming pero al que una farmacéutica, su madre, y un funcionario franquista, su padre, bautizaron hace 65 años como José Miguel Monzón. En la intimidad de lo real, para sus otros tres hermanos y para una legión de viejos amigos, también se llama Chechu. A ellos no se cansa de recalcar que “en la cima no hay nada”.

Wyoming vive sin desaprovechar momentos. Antepuso a su sobrenombre el adjetivo Gran. Y como grande no está pendiente de metas sino valorando el mientras tanto. Por eso, cuando se le tienta para mirar atrás echa de menos un tiempo de crío en el que se vivía el presente con mucha intensidad: “Un tiempo en el que no existía pasado ni futuro, no existía más que lo que había, se vivía en primer plano”. El escenario de ese tiempo se sitúa en el madrileño barrio de Prosperidad, el principio y el fin del mundo de un niño marcado por la ausencia de una madre depresiva cuya enfermedad obligaba a verla ingresada en un sanatorio. Esa ausencia le dejó para siempre mirada triste, incluso cuando se ríe, pero “no tener a nadie encima” también le hizo “librepensador”.

A los seis años, su primer viaje solo le descubrió un mundo pretérito, más para un chaval acostumbrado a un Madrid que estrenaba los sesenta tratando de dar la espalda a la posguerra. Sin saber si había camino de vuelta, “los niños pequeños, como las mascotas, nunca saben si eso es para siempre o no”, a Puebla del Salvador llegó meado y conteniendo el llanto en “una época en la que los niños no podíamos llorar, no era rentable”. En aquel pueblo conquense de sus abuelos descubrió el sabor del agua gorda y aprendió a ver lo inmenso que es el mundo. Sus idas y venidas a Madrid tenían sonido pop, el de las canciones de Los Beatles, la banda sonora de su vida porque “ahí está todo, desde el swing de los años 20 al punk”.

El mostrador de la botica familiar fue su primer escenario. Allí no cantó ni tocó la guitarra pero, con bata blanca y melena, mientras despachaba y aprendía el catálogo de la farmacopea, comenzó a enfrentarse a su timidez “patológica”. Por eso, Chechu creó a Wyoming: “El Gran Wyoming es un personaje, mi conjunto complementario. Hace todo lo que yo no soy capaz. Me ha servido, en la vida, para todo”.

Antes de alimentar a su otro yo, el hombre al que le encantan los bares de mala muerte dio sus primeros acordes con Calcetín, el grupo folk con el que ya daba la turra en el Colegio San Agustín”. Y entre murga y turra, hasta los 13 años, coqueteó con La Falange: “fui miembro de la OJE, la Organización Juvenil Española. Era como los boy scouts pero del Régimen”. Haber vivido “al otro lado del jardín” es lo que hoy permite a Chechu hablar “con propiedad”: “soy un hombre que cae extremadamente mal a la derecha. A mí no me gusta caer mal, me gustaría que la gente fuera razonable pero el fascismo no es razonable. No lo ha sido nunca, yo me he criado en él y lo sé. Vivimos en un mundo tan escorado a la derecha que si tú eres partidario de la igualdad, de que cualquier niño nazca donde nazca tenga derecho a la educación, a una sanidad universal y quieres justicia, si quieres esas tres cosas, eres de izquierdas. Entonces, hay que ser de izquierdas a muerte”.

En una España de palabras prohibidas por católico decoro, “llegabas a los 17 años y no habías escuchado la palabra menstruación, por ejemplo”, el tercer hijo de los Monzón, con zapatos castellanos y traje de domingo, se fue a Ámsterdam “a reivindicar mi heterosexualidad”. Y de allí volvió completamente transformado: “Me encontré con el mundo hippie. Yo no había visto nunca a una chica desnuda y allí se duchaban juntos chicos y chicas en pelotas. Tuve un viaje iniciático muy intenso, también con experiencias psicodélicas a través del LSD y mis primeros porros”.

Hasta encontrar el equilibrio, el ecosistema que le fuera bien, Wyoming se licenció en Medicina pero, aunque hoy podría ejercer, ya no acepta que le llamen doctor porque “uno es lo que hace”. Pero sí hubo un tiempo en que fue médico de pueblo. Subirse una vez al escenario de las fiestas le bastó para darse cuenta de que la gente del lugar no veía bien que quien les curaba las gripes cantara rock and roll. Había que mantener el protocolo “de la fuerza viva”. Sin embargo, “el que se sube a un escenario ya no se baja”. Por eso, de la imprevisible mano de la casualidad y del eterno Maestro Reverendo, con melenas e intenso bigote, José Miguel Monzón se convirtió en El Gran Wyoming. Paracelso fue su primer grupo formal y, la tarima del mítico El Johnny, su plataforma de lanzamiento. A partir de ahí, “entré en la música” y comenzó a molar tanto que, aún, en su estado de whatsapp indica que sigue “molando”: “si alguien no se quiere exhibir no se sube a un escenario. Yo ni era buen músico, ni cantaba, ni tenía ninguna virtud especial, ni siquiera un pene de dimensiones extraordinarias. Y, sin embargo, he podido vivir como artista toda mi vida”.

Hoy, escribiendo, tocando con su banda de Los Insolventes, recibiendo todos los premios de la televisión y sirviendo “de consuelo diario a la audiencia, a gente desesperada por el mamoneo en el que estamos metidos, insoportable para el ciudadano honrado”, afirma estar retirado del mundo laboral: “Trabajar como artista es otra dimensión; el artista es el único que está contento, mucho más contento en el puesto de trabajo que fuera”. Su relación afectiva con la audiencia “es tremenda”. Pero casi tres lustros de sobreinformación haciendo Intermedios sin descansos, “con los mismos protagonistas y sin que pase absolutamente nada”, hace que en su mesilla de noche esté instalado ya el libro del desasosiego y aun siendo poco amigo de móviles y selfies, ansíe leer un tuit afirmando que “por fin hay JUSTICIA en España”.

Contundente y sin filtros, reafirma que “el pueblo que vota a sus verdugos no merece la pena”. Pero agradecido a su suerte, a una genética saludable y al legado familiar, levanta cabeza para refrendar que lo mejor de nuestro país, “de un país que fue pobre pero no un país miserable”, es su gente, esa que nunca ha perdido “el orgullo ni la alegría”. Por esa gente, por nosotros, por sus tres hijos de los que le llega la juventud “por contagio”, confiesa que vive este tiempo de pandemia con “amargura”. Su origen, “esta política miserable de intentar sacar rendimiento en votos de toda esta desgracia”.

Pero Chechu también sueña. Cuando acabe el confinamiento, al hombre sensible, “al que le cuesta decir te quiero” porque se reconoce en una generación “que no tiene la expresión de los afectos en su ideario”, le gustaría reencontrarse con la Naturaleza, pasear por espacios abiertos y hermosos como los de Canadá, “parece una broma de lo bonito que es”.

Entretanto, encandilado con la belleza inmarchitable de Rosalind Russell, se deja llevar por la perspicacia de Cary Grant y desde el sillón de su casa se evade con la Luna Nueva de Howard Hawks. Relajando mandíbula y con generosa sonrisa, le dejamos disfrutar. Mientras, despedimos su Playlist recordando que “volveremos” con más personajes, “pero no mejores”, porque es imposible.

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