Historia
'Auschwitz': Huellas del horror
"Recuerdo sus botas, los ojos me caían más o menos a esa altura. Unas botas negras relucientes". Así recordaba Irene Hizme su llegada al campo de concentración y exterminio de Auschwitz en 1943, cuando tenía solo seis años. Era la primera vez que veía a Josef Mengele, el médico del campo que la mediría, pesaría y torturaría durante toda su estancia en el campo, junto a su hermano gemelo Rene. Sus palabras golpean ahora desde los muros de la exposición Awschwitz, en el Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid (del 1 de diciembre al 17 de junio) . Es la primera muestra itinerante que refleja la historia del campo a partir de su colección —junto a la de una veintena de instituciones y particulares— y recorrerá 14 ciudades de Europa y Estados Unidos a lo largo de los próximos 7 años. En Madrid, al pie de las palabras de Hizme, unas botas negras de las SS.
La niña de seis años que llegó al campo nazi, construido durante la ocupación de Polonia, después de haber pasado ya por el gueto de Theresienstadt sobrevivió. Sobrevivió también su hermano, con el que se encontró de nuevo en 1950. Son dos de las 200.000 excepciones a la destrucción nazi que se cobró, solo en Auschwitz, 1.100.000 vidas, sobre todo de judíos (1.000.000), polacos no judíos (más de 70.000), romaníes (21.000), prisioneros de guerra soviéticos (14.000), y otros colectivos, como Testigos de Jehová, "asociales" y homosexuales (más de 10.000). Más de dos millones de personas visitaron el Museo Estatal de Aschwitz-Birkenau en 2016 para recordar el horror que se escondía tras ese "Arbeit macht frei". El propósito de la muestra es llegar a todos aquellos que no podrán hacerlo.
Cuando los responsables del museo de Auschwitz recibieron la propuesta de una exposición itinerante, formulada además por una empresa de España, un país lejano a priori de la historia de los campos de exterminio, no estaban muy convencidos. Quien se encargó de conseguirlo fue Luis Ferreiro, el director de la muestra y el responsable de Musealia, la empresa que levantó la muestra sobre el Titanic el pasado año. Tras la muerte de su hermano menor, se acercó a El hombre en busca de sentido, las memorias de Viktor Frankl, psiquiatra y superviviente de los campos, y a partir de ahí se acercó a la barbarie. El proyecto lleva en marcha desde 2009 y ha conseguido el apoyo del centro polaco, pero también de otros como el Museo del Holocausto de Estados Unidos o el Yad Vashem de Jerusalén. En Madrid duermen ya 600 objetos testigos de la Shoah.
Ferreiro remeda aquello que le contó Piotr Cywiński, director del museo de Auschwitz, la primera vez que visitó el campo. "¿Veis aquel reflejo blanco?", preguntó al grupo. A unos 60 metros de allí relucían unas motas que parecían algún tipo de flor. "Son huesos", les dijo. Huesos que habían salido de los crematorios y habían sido ocultados en la tierra, y que ahora la tierra devolvía. "Si algo es Auschwitz", dice Ferreiro, "es un grito que surge de las entrañas de la tierra, y es un grito de advertencia. Ya está en nuestra mano si queremos escucharlo o no. Por eso hacemos esta exposición". El subtítulo de la muestra da fe de esta voluntad: "No hace mucho. No muy lejos". Los objetos —maletas, gafas, uniformes completos, correspondencia— son ya "pruebas, y a medida que vayan falleciendo los supervivientes, son las únicas voces vivas que nos quedan".
La muestra recorre, cronológicamente, desde la historia de Oświęcim, la población junto a la que se construyó el campo, hasta la vida de los supervivientes tras la liberación. Son 25 salas repartidas por el vasto espacio del antiguo depósito de agua del Canal de Isabel II. La visita lleva un mínimo de hora y media, pero bien puede alargarse hasta las tres. Es un recorrido exhaustivo, duro y plagado de testimonios escritos —y orales: la audioguía se incluye en el precio de la entrada— que duelen casi más que las imágenes de cadáveres que apenas se encuentran aquí. La colección de objetos es igualmente amplia: hay aquí desde parte de un barracón original o un convoy de época —parte de la colección de Musealia— hasta un cuenco y una cuchara utilizados por los prisioneros o las telas de oración que algunos consiguieron introducir en el campo.
Los nazis construyeron, en los países bajo su ocupación, más de 1.200 campos de concentración y exterminio. En Treblinka encontraron la muerte 780.000 personas. En Bełżec, más de 430.000. Buchenwald, Ravensbruck, Mauthausen-Gusen... Todos son nombres de pesadilla. Pero Auschwitz es el símbolo del terror. ¿Por qué? Primero, dice Ferreiro, por el número de víctimas... y de supervivientes, uno 200.000 —7.000 encontrados por el Ejército Rojo en las propias instalaciones, y el resto evacuados a otros campos in extremis—, lo que permite "una pluralidad de voces y experiencias". Pero también por la combinación de campo de concentración y exterminio. "A las personas que no tengan mucha formación en el Holocausto, la talla del campo la da una idea de la magnitud, de su gravedad. Sin embargo, lo curioso es que eso que ven es el campo de concentración. Los crematorios, que era donde se llevaba a cabo el exterminio, no eran muy grandes. No hacía falta".
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"Queréis saber/ y hacer preguntas/ pero no sabéis qué preguntar/ ni cómo preguntar/ conque inquirís/ de cosas sencillas/ hambre/ miedo/ muerte/ de las que no sabemos responder/ con palabras que entendáis". Esto escribía en 1971 Charlotte Delbo, escritora francesa y superviviente de Auschwitz. Así pasea el visitante, intentando entender lo que significan realmente esa litera de tres plantas, esa manta que no abrigó lo suficiente a su dueño, esa olla que no sació el hambre de los prisioneros. Para comprender algo mejor esas "cosas sencillas", la muestra contextualiza la existencia del campo con nueve salas dedicadas Tercer Reich, al antisemitismo explotado por sus dirigentes o a la "germanización de Polonia". Era uno de los requisitos del museo del campo, y una de las inquietudes de su equipo de comisarios, entre los que se encuentran los historiadores Robert Jan van Pelt, Michael Barenbaum y Paul Salmons.
"Nunca nada va a sustituir a Auschwitz, a estar en el sitio físico, y una exposición itinerante no puede hacerlo. Aquí se trataba de sacar objetos, en su mayoría del campo, para explicar su historia dentro del contexto de la II Guerra Mundial. No estar en el sitio sí te permite hacer zoom out y ver todo el marcozoom out ", dice Ferreiro. Impacta especialmente el juego de mesa Juden Raus (Judíos fuera), datado en los años treinta y elaborado —esto es lo terrorífico— por una compañía ajena al partido de Adolf Hitler. En él, los niños jugaban a cazar judíos, representados con muecas y puntiagudos sombreros amarillos, y a expulsarles fuera de la ciudad. En 1933, los judíos suponían el 1% dela población alemana, pero fueron convertidos en una "cuestión". El periodista británico George Gedye contaba en 1939 cómo había presenciado el linchamiento de un cirujano judío: "Los vieneses —no los nazis de uniforme ni una turba enfurecida, sino el hombrecillo vienés y su esposa— se limitaban a contemplar con una sonrisa de aprobación aquel divertimento espléndido".
"Esta no es una exposición sobre el pasado", señala Pawel Sawicki, portavoz del museo de Auschwitz, "sino una exposición que nos señala nuestra responsabilidades. Estamos en un momento difícil, con la reaparición de ciertas ideologías de odio, el racismo, el antisemitismo, la homofobia. ¿Qué vamos a hacer para que el mundo sea un lugar mejor?". El también responsable de prensa y redes sociales de la institución celebra que la exposición sea gratuita para los colegios. Al final, el visitante que emerge a la superficie se encuentra con las inevitables palabras de Theodor Adorno: "Todo debate acerca de los ideales de la educación resulta trivial e intrascendente comparado con un ideal tan sencillo como este: que no haya nunca más un Auschwitz".