Lo mejor de Mediapart
¿Qué representa Mediapart?
En las dos últimas semanas, mientras me encontraba de viaje por el sur de Asia, he asistido, desde la distancia, incrédulo y estupefacto, a esta increíble espiral a la que debía hacer frente con valentía un equipo unido ante la prueba. Cuando dejé Francia, el lunes 6 de noviembre, creía haber realizado las aclaraciones necesarias, la víspera, en dos programas de televisión, el que presenta Moulou Achour en Canal Plus (que se puede ver aquí) y en el de Apolline de Malherbe en BFM TV (aquí). La impensable sospecha de que Mediapart –socio editorial de infoLibre– podía estar al tanto de las acusaciones de agresión sexual vertidas sobre Tariq Ramadan, pese a lo cual las ocultó a sus lectores, a sabiendas, empezaban entonces a circular, sin otro fundamento que no fuese la malicia o, incluso, la calumnia.
Abundando en mis explicaciones televisivas, nuestro director editorial, François Bonnet, destacaba, ese mismo lunes 6 de noviembre, la campaña política subyacente a ese rumor. Manuel Valls –aislado a raíz de su derrota en las primarias socialistas, ahora sin partido dado que como diputado raso no inscrito de En Marcha, elegido de forma muy ajustada, su escaño depende del recurso presentado ante el Consejo Constitucional– ha elegido recuperar una línea identitaria y autoritaria en la que la guerra contra el islamismo (que se identifica con el terrorismo) es el programa único.
En esta intentona por reconquistar un espacio político, el ex primer ministro François Hollande decidió utilizar a Mediapart como cabeza de turco, echando mano de todos los que respaldan al partido y de todas sus redes comunicantes para ese fin. La primera señal llegaba con la denuncia, en portada de Le Figaro Magazine del pasado 6 de octubre, suplemento al que concedía una amplia entrevista, de los llamados “agentes del islam” –no del terrorismo o del islamismo, sino de una religión, el islam–; entre dichos agentes figuraba el director de Mediapart. Después daba comienzo su campaña mediática, tildando a Mediapart de “cómplice intelectual” del islamismo, lo que, a su entender, significa cómplice del terrorismo.
En este contexto llegaba la portada de Charlie Hebdo del miércoles 8 de noviembre, semanario en el que se me caricaturizaba como los tres monos que no ven nada, no escuchan nada y no dicen nada, con el título: “Caso Ramadam Mediapart revela: 'No lo sabíamos'”. La Sociedad de Periodistas de Mediapart, en nombre de toda la redacción, lo mismo que Mathieu Magnaudeix, el periodista que firma la larga investigación (de cinco entregas, publicada en 2016) que tan poco gustó a Tariq Ramadan, demostraron lo absurdo de la acusación de complicidad –con nuestro silencio– de agresión sexual; no obstante, estas respuestas no consiguieron parar el aluvión mediático. Como tampoco lo consiguieron las explicaciones de François Bonnet en referencia a mis supuestas “relaciones” con Tariq Ramadan, ni tampoco el análisis sereno de un jurista que, sin embargo, no nos apoya. Tampoco lo logró la investigación de Marine Turchi sobre el caso Ramadan, la verdadera –las acusaciones de agresiones sexuales–, primero en un artículo inicial del 28 de octubre, después con la revelación de testimonios inéditos, el 15 de noviembre.
Esta secuencia quedará, sin duda, como ejemplo de la deriva francesa hacia los hechos alternativos que tanto gustan a Donald Trump; ese rechazo de la información en beneficio de la opinión. Porque, en ese torbellino, ni los textos escritos ni los hechos tuvieron importancia. Todo lo relacionado, en mayor o menor medida, con el islam enloquece a los medios de comunicación y a los políticos; no quedaba espacio para argumentos racionales. Estereotipos y prejuicios mandaban mientras [los redactores de Mediapart] Fabrice Arfi y Jade Lindgaard, encargados de ofrecer el punto de vista de la redacción, padecieron la terrible experiencia en diversos platós de televisión. Despreciando la causa de las mujeres, completamente olvidada y manipulada, el caso Ramadan se convertía en el caso Mediapart o en el caso Plenel, mientras que el delito principal de este último era haber publicado en 2014 un ensayo titulado Pour les musulmans (inspirado en un artículo de Mediapart de 2013) y cuyo título por sí mismo ya se le hizo insoportable a sus detractores, que nunca se han tomado la molestia de leerlo y aún menos de refutarlo en el fondo.
Cuando te ves arrastrado por un caos así, que es en realidad una relación de fuerzas desigual, nunca hay respuesta perfecta. El silencio –tentador, en señal de altura y de distancia– no detiene el bombardeo que consigue argumentos para denunciar un bochorno sospechoso. En cambio, cualquier réplica es arriesgada por cuanto la maquinaria comunicante que dirige la ofensiva, lejos de buscar el debate, sólo aguarda una torpeza o un mal paso para transformarlo en trampa. Habría bastado una respuesta en forma de tuit y una frase truncada –mi única reacción a distancia– para que el ogro mediático se alimentase a nuestra costa durante una semana, sin tener en cuenta en ningún momento los hechos en sí. El atacante puede cometer todos los excesos, mientras que el agredido no puede incurrir en ninguna debilidad.
Más allá del fondo, no he apreciado el dibujo que me caricaturizaba en la portada de Charlie Hebdo porque no me gustan las caricaturas que muestran en primer plano un rostro como lo harían con un criminal en busca y captura. Hacer mención a un cartel rojo para denunciarlo, como asociación de ideas espontánea que me vino a la mente, no fue muy hábil. Pero, al mismo tiempo, se percibe ese giro paradójico, según el cual en nombre de esa libertad por la que Charlie Hebdo ha pagado el precio más alto, el de la sangre, la libertad de crítica de una caricatura o de un diario satírico se ha convertido en tabú. En cuanto a la frase que se me atribuye sobre una “guerra a los musulmanes”, en la que se ha apoyado el director del semanario en su virulento editorial del 15 de noviembre, se encuentra sacada de su contexto: se trata de un extracto de una breve entrevista radiofónica, dirigida explícitamente al eje ideológico elegido hace tiempo por Manuel Valls cuya tonalidad guerrera asume el interesado.
Sin duda habría sido mejor abstenerse en los dos casos, para no dar ninguna excusa a los adversarios que no quieren debatir sino erradicar. La prueba la ha dado Manuel Valls, que el 15 de noviembre aportaba su explicación al editorial de Charlie Hebdo: “Quiero que se desdigan, quiero que lo paguen, quiero que sean apartados del debate público”, declaró en RMC y BFM, en alusión a Mediapart, a su director y a su equipo. Así, en unas semanas, hemos pasado, en una exageración que supera el entendimiento, de ser agentes del islam a oficiales del islamismo, después cómplices de un supuesto violador y por último responsables potenciales de futuros atentados por una “llamada al homicidio”, echando mano de “las mismas palabras que Daech”.
Al contrario que el adagio, en nuestro caso, todo lo que es excesivo es significante. Al tomar como rehén el mártir de Charlie Hebdo, el ex primer ministro lo utiliza contra la libertad de prensa, instaurando delitos imaginarios de complicidad intelectual propios del maccarthismo e instando a desterrar del espacio público a un periódico cuya sensibilidad le disgusta. No osamos recordarle que, desde 1984, el pluralismo de los medios de comunicación forma parte del bloque de constitucionalidad francesa; en otros términos, que es uno de nuestros derechos fundamentales.
Cultura democrática e identidad plural
Después de este recordatorio de los hechos, lo más desapasionado posible, queda un interrogante sobre esta agresividad de que somos objeto y la palabra es débil. La personalización, en torno al director de Mediapart, sirve de pretexto para debilitar a nuestro diario, desacreditándolo o recusándolo. Que existe desacuerdo político entre nuestra redacción y Manuel Valls, hace tiempo que es evidente. Basta con leernos, en numerosas secciones, para encontrar los detalles, ya sea en cuestiones democráticas, sociales o de seguridad, de migraciones y de discriminaciones, de lucha contra la corrupción, etc.
Pero atrás han quedado las ocasiones en que aceptaba venir a dar explicaciones en uno de nuestros encuentros en directo, live, en la redacción, semanales o mensuales, según la época, como sucedió en marzo de 2014. ¿Por qué desde entonces lo que debería ser un debate, aunque fuese intenso, ahora se manifiesta en forma de venganza con una virulencia inusitada que no hallará nunca ni por escrito ni verbalmente en boca de ninguno de nosotros? Además, no somos un rival político sino un periódico, al que se nos trata como un adversario mucho más peligroso que un partido de la oposición.
Plantear la pregunta es sin duda hallar la respuesta: se trata de una deriva política hacia posturas autoritarias e intolerantes, contra una cultura democrática respetuosa de la pluralidad de las opiniones y de la independencia de la información. Como periodistas, nuestro oficio, a través de la investigación, el reportaje o el análisis, es siempre aportar matices y precisiones, la complejidad y la contradicción. Se trata del mejor antídoto contra las aversiones que ciegan, haciendo perder el entendimiento como recientemente recordaba el ensayista alemán Carolin Emcke en su Contre la haine.
Por ejemplo, en Mediapart no confundimos islam, islamismo y terrorismo, rechazando convertirlos en un único bloque homogéneo que haría de una religión el caldo de cultivo unívoco de una realidad política uniforme que, ella misma, tendría como consecuencia, inevitablemente, la violencia terrorista. Porque el islamismo en la diversidad de las expresiones políticas que se reivindican de la religión musulmana también es el partido del actual primer ministro marroquí, el PJD; uno de los integrantes de la coalición gubernamental tunecina, Ennahda; el partido del presidente Erdogan en Turquía, el AKP; las diversas facciones con las que la ONU y Europa negocian en Libia, o la monarquía absolutista saudí con quien el gobierno de Manuel Valls, y sus predecesores y su sucesor, se reúnen de buena gana.
En otras palabras, sin mostrar ninguna complacencia con los terroristas ni con la ideología totalitaria a la que sirven, Mediapart se niega a ver la realidad del mundo y de nuestro país a través del único prisma de esta amenaza. Apoyándose en miedos legítimos, el discurso de la guerra es, al contrario, un llamamiento brutal a dejar de entender y a dejar de debatir; en resumen, a dejar de saber. Obviando cualquier otra urgencia –democrática, social, ecológica, emancipadora, etc.– trata de hacernos creer que ahí radica el único peligro que corremos, minimizando la realidad europea en la que van a a más los movimientos de la ultraderecha, xenófobos y racistas, antimigrantes y antimusulmanes que se encuentran mucho más cerca de imponer su hegemonía en el debate público que las ilocalizables formaciones islamistas aunque existan políticamente.
Pero, además, en nuestra negativa a plegarlos a un orden del día casi militar, se encuentra también el de jerarquizar entre los sufrimientos, opresiones y violencias y las causas que inspiran. Luchar contra el sexismo, la homofobia, el antisemitismo, el racismo, la xenofobia, la islamofobia, etc.: todos estos combates contra el rechazo o la persecución de un individuo o de un grupo por su origen, su creencia, su apariencia, o su sexualidad son los nuestros sin que nunca uno de ellos eclipse a los otros. En los países anglosajones, este posicionamiento progresista no sorprendería apenas, por cuenta de su “interseccionalidad” en la filiación de un liberalismo político asumido. Pero en Francia, genera desorden.
Hasta tal punto que se llega a diabolizar el hecho de dirigirse a públicos musulmanes –lo que tuve que hacer después de la aparición de Pour les musulmans y que en dos ocasiones me llevó a entrevistarme con Tariq Ramadan– cuando es una magnífica ocasión para defender estas causas comunes de la igualdad, combatiendo las cerrazones comunitarias mediante la afirmación, sin complacencia ninguna, de que una única herida ocasionada a un solo ser humano por lo que es no es sino una herida ocasionada a la nación entera. Y lo que es más, desde su nacimiento, Mediapart se ha enfrentado con constancia a una visión uniforme de la identidad francesa y de nuestro pueblo, defendiendo, por el contrario, la realidad de una nación plural y multicultural.
Mediapart blinda su independencia
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Sin duda está ahí uno de los nudos racionales de la adversidad que soportamos, donde los periodistas cofundadores de Mediapart (François Bonnet, Laurent Mauduit y yo) encontramos uno de los motivos de los ataques continuos, en 2003, cuando dirigía la redacción de Le Monde, entonces ya caricaturizados como agentes antiFrancia. A eso hay que sumarle la intolerancia compartida en las altas esferas dirigentes para con un diario demasiado interesado por los secretos de los poderes políticos y económicos, pero también un diario demasiado celoso de su libertad hasta el punto de parecer dadores de lecciones al resto de la profesión, habida cuenta de lo mucho que tomamos en serio el desafío democrático del derecho a saber. Más vale dar envidia que dar pena, dice el proverbio y Mediapart es evidentemente un éxito insolente, a menudo salpicado de batallas por imponer sus revelaciones, incluso a veces reprochando, o sacando los colores, a los medios de la competencia o dominantes.
Pero, salvo que se convierta en paranoia esta forma enfermiza de egocentrismo, hay que admitir que, en esta trama, Mediapart sólo es un síntoma: el de un país, el nuestro, que sigue sin tener clara ni su cultura democrática ni su identidad plural. También es síntoma de una época incierta que avanza a ciegas entre impaciencias democráticas y tentaciones autoritarias. ______________
Traducción: Mariola Moreno