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Desde la casa roja

Este 2020 de tantas despedidas

Aroa Moreno

Hoy es el primer día de la segunda mitad de este crudo 2020. Vivimos la tregua de un verano distinto. Atrás quedó una primavera que, solo por fuera, parecía una primavera. Llovía, hubo entretiempo, el campo reventó como una selva. Sin embargo, tres meses también en los que, donde comienza el asfalto, donde la mano del hombre y la mujer, donde los niños, todo parecía roto: los cuidados de nuestros mayores, los espacios donde nos curamos, los horarios de las casas que nos guardan por las noches. Meses en los que intentamos grabar en nuestros afectos que quererse y cuidarse consistía en no darse el abrazo que nos debíamos.

Doblegar una curva se convirtió en esa orden abstracta y precisa que quiere acatarse veloz, pero que requiere esfuerzo constante. Somos un país que poco entiende de matemáticas y paciencia. Aplanar su cota máxima no sucedía de pronto. Precisó resistencia. Es lento el tiempo en que se consigue que amaine la muerte. Casi 30.000 nombres después, la enfermedad sigue su camino rumbo a un otoño incierto después de darle una bofetada a nuestra frivolidad y prioridades. Por el camino, la pandemia fue dejando caídos. Anónimos y conocidos, por covid-19 o sus descuidos colaterales, por las enfermedades de siempre. Abrazos detenidos, duelos solitarios, ausencias y silencios que deberemos ubicar bien en el futuro. Qué empeño con lo de salir mejor o peor, lo que está claro es que no somos los mismos porque no estamos los mismos.

Hace un par de semanas, florecieron los agapantos. Les hice una fotografía y se la mandé a Belén Bermejo. Decía que tenía ganas de ir a verlos a El Retiro y se preguntaba en redes sociales si ya habrían estallado. Pudo verlos. Unos días después, falleció en Madrid. Ausencia en la casa que estaba llena de libros y flores frescas, de lápices afilados y zapatos rojos. Era editora, lectora voraz y fotógrafa de “microgeografías”. Pocas veces he asistido a un adiós tan unánime del mundo de la cultura. Compartir la despedida nos curaba a todos un poco de su vuelo temprano. Atrás quedó un rastro intenso de vitalidad para los que la conocimos. Sin autocompasión. De entereza y ganas. Su cada vez más fuerte compromiso con la cultura, la justicia y la sanidad pública que intentó curarla. Una sanidad que defendió durante la pandemia desde sus cuentas de redes sociales y cuyo descuido señalaba con firmeza. La mirada de frente y sin tabúes a una enfermedad, el cáncer, a la que dio visibilidad.

Era el año 2009 cuando ella y yo entramos a trabajar el mismo día en una gran editorial que entonces estaba en el paseo de Recoletos. De allí a las librerías del centro salimos juntas muchas tardes. Allí la dejé en 2012 con sus subrayados, su caligrafía y sus autores. Gracias a ella leí bastantes libros a los que nunca habría llegado de otra forma. El que siempre me recordará a los días que pasamos juntas es La hija de Robert Poste, de la norteamericana Stella Gibbons.

Tiempos de extrañas despedidas. Esta es solo una de las mías, de las nuestras: hasta siempre, compañera. Cada año en mis agapantos, en la parra virgen de Flora Poste y en las orquídeas que me regalaste una primavera en que viniste a cenar a casa y no se cansan de echar flor.

También somos todo lo que aquí dejamos. La defensa de lo que trata de curarnos. La justicia que defendimos. Nuestro compromiso durante el tiempo en que pudimos estar de paso o estar vivos. De nosotros formará parte el adiós que nos darán los demás.

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