Yo acuso al clasismo militar

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Tomo el título Yo acuso (J'Accuse...!) del famoso artículo o carta abierta al presidente de la República Francesa que Émile Zola publicó en 1898 para denunciar el caso Dreyfus en un trasfondo mucho más amplio: la pugna social entre la derecha militarista y las fuerzas progresistas del país galo a finales del siglo XIX. Zola acusaba a determinadas personas, pero sobre todo describía una situación. Esto último es lo que voy a tratar de hacer en las líneas que siguen.

Yo acuso al clasismo que impregna la sociedad española en general, y las fuerzas armadas y los cuerpos y fuerzas de seguridad en particular. Cuando un sector -más amplio de lo deseado- de la sociedad desprecia a los inmigrantes, no es principalmente por el color de su piel, su país de procedencia o su cultura, sino sobre todo porque son pobres. Luego, más que racismo o xenofobia, es aporobofia la palabra adecuada para calificar ese miserable comportamiento social, todas ellas ingredientes de algo más amplio: clasismo.

Ese clasismo, extrapolado a los ciudadanos de uniforme, se manifiesta en la concesión de medallas, ascensos meteóricos al llegar a la cúspide y prebendas varias para los empleos más altos de las escalas de oficiales y ejecutivas. Estamos acostumbrados a ver pechos “alicatados” de condecoraciones en los mandos (algunas pensionadas) y apenas unas pocas en militares de menor rango, guardias o policías que llevan décadas de servicio; pero, ¡vaya por dios!, no pertenecen a las escalas de mando y, claro, no acumulan méritos. El clasismo llega hasta el punto de que se han establecido categorías de condecoración, es decir, de mérito (más grado, más mérito). Hace años estaban divididas en primera, segunda y tercera clases y en la actualidad en Cruz y Gran Cruz. Así, los oficiales y almirantes reciben -todos- la Gran Cruz al Mérito (Militar, Naval o Aéreo) pero no está previsto en el reglamento que esa categoría pueda ser concedida al resto de oficiales, y no digamos a los suboficiales y personal de tropa. Por cierto, estos últimos, tan profesionales como cualquier otro rango militar, no tienen ni siquiera acceso a la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, con la que se premia la constancia en el servicio. Y qué decir de los complementos salariales, distribuidos arbitrariamente más en función de las divisas que lucen en las hombreras que de las responsabilidades reales del puesto ocupado.

Esto ya nos viene de lejos. Es Marca España. Recordemos la histórica hazaña de los aviadores del Plus Ultra, el hidroavión que culminó por primera vez la travesía del océano Atlántico en 1926 con tres tripulantes a bordo. Dos de ellos oficiales pilotos, el comandante Franco y el capitán Ruiz de Alda, y un cabo mecánico, Pablo Rada. Bien, pues a los dos oficiales se les concedió la distinción de “gentilhombre de cámara” del rey Alfonso XIII y el cabo Rada... ¿qué le concedieron al cabo? Creo que aún lo siguen pensando.

Yo acuso a quien corresponda por acción u omisión, que se califique de héroes, algo impropio en una democracia avanzada, a quienes cometieron el más grave delito que se le puede imputar a un militar: la rebelión. Es el caso de algunos de los aviadores que aparecen en las páginas oficiales del Ministerio de Defensa (ver aquí un ejemplo) con frases como "Su patriotismo y honor militar no le permiten unirse a las fuerzas gubernamentales..." y otras de parecido tenor.

Por otra parte, tanto en las publicaciones oficiales en línea (aquí) como en la edición en papel repartida por las unidades con ocasión del 175 aniversario de la bandera española aparece la fecha de 29 de agosto de 1936 como la del restablecimiento de la bandera bicolor, roja y gualda, dando así por bueno un decreto ilegal de los militares sublevados, es decir, blanqueando, en pleno siglo XXI, una de las muchas tropelías perpetradas por los militares rebeldes contra la República legitimada varias veces en las urnas.

Lo mismo se puede decir del homenaje que se hace de determinados militares que recibieron la Cruz Laureada de San Fernando, la más preciada condecoración militar, por sus méritos en la guerra de África, al dedicarles el nombre del salón de actos de un centro de formación militar, como es el caso de la Escuela de Técnicas Aeronáuticas (ver aquí). Si bien el salón está dedicado a “laureados”, bien se podrían haber elegido otros nombres que no hubieran estado involucrados directamente en el golpe de 1936, como es el caso del capitán Barreiro.

Yo acuso, a quien corresponda por acción y omisión, de los abusos que se vienen cometiendo, de siempre, en la utilización de medios materiales como vehículos oficiales para uso particular, de los gastos superfluos en celebraciones diversas, aniversarios de promociones o arreglos y reformas en pabellones de cargo (viviendas de mandos). De la brocha gorda de “forrarse” durante el mes que tocaba por turno (cuando éste no se compraba) la gestión de la cocina de tropa, hemos pasado al pincel fino de incluir las llaves del coche en el relevo de muchos titulares de segundos escalones en diversas unidades militares, propiedad del Estado o en régimen de leasing “autoadjudicado” para ir y venir a casa. ¡O para lo que haga falta, oiga, que para eso llevo dos “mantecados” en la bocamanga! Los usuarios de esos vehículos saben que no les corresponde tal “salario en especie” y, aún más grave, sus superiores miran para otro lado, acaso porque también ellos lo hicieron tiempo atrás o simplemente porque supone un esfuerzo eliminar un “banco pintado” más y sólo desean pasar el tiempo de mando correspondiente sin mayores complicaciones para proseguir su carrera. En contraposición, un cabo fue sancionado con un mes de prisión por utilizar una furgoneta oficial para hacer una mudanza durante el fin de semana.

Yo acuso a la discriminación generalizada practicada en las fuerzas armadas, que aún continúa aplicándose cuando se trata de ejercer libertades fundamentales como la de expresión. Si te gusta escribir, estás especialmente formado para ello y perteneces a clases (clasismo, otra vez) subalternas, digamos suboficial o tropa, tienes muchas posibilidades de que te señalen con el dedo (ese dedo que luego teclea el informe anual de calificación) o de que toques la fibra sensible de algún general de rancio abolengo al considerar que un sujeto que no ha pasado por las academias de oficiales no tiene derecho a pensar y mucho menos a expresar con letras o palabras sus ideas sin pasar previamente por el “conducto reglamentario”, que naturalmente pasaría la correspondiente criba. ¡Ah! Eso sí, la cosa cambia cuando tienes sobre el hombro dos o tres estrellas gordas y cuentas con la anuencia (¿negligencia?) de los mandos naturales y el apoyo directo de determinadas asociaciones ultraconservadoras de militares.

Casos ha habido de pagar con prisión militar, sí, con la cárcel, legítimas expresiones en medios de comunicación, aunque con posterioridad se hubiera anulado la sanción en instancias judiciales superiores. Eso sí, primero a chirona y luego recurre, si quieres. En otros casos la sangre no ha llegado al río; pero, mira tú por dónde, un destino que va a quedar vacante y que se ajusta a la perfección a tu curriculum, mérito y capacidad se lo adjudican a otro menos meritorio por ese arte de birlibirloque que en la Administración se llama “libre designación”. El “aviso a navegantes” funciona de mil maravillas en los ejércitos hasta el punto de que suele conseguir la peor de las censuras: la autocensura.

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Los sonados casos que han terminado en expulsión del ejército, bien por denuncia de abusos y delitos o por supuestas extralimitaciones en la libertad de expresión, han correspondido a personas que pertenecían a unas escalas “semi-profesionales”, un oficial de complemento en un caso y dos cabos en otros dos casos, es decir, escalas o situaciones de temporalidad, que es lo mismo que decir precariedad en el empleo. Por expresiones mucho más osadas, claramente indisciplinadas o directamente delictivas, hay muchos oficiales que siguen en sus puestos tras haber pasado por una simple amonestación o la imposición de un arresto por falta leve. Esto nos lleva a plantear la perentoria necesidad de contar con una única ley integradora de todas las escalas y empleos. La ley de tropa y marinería, por ejemplo, fue concebida y promulgada en una época, año 2006, en que España disfrutaba de una bonanza económica que, por muy artificial que fuera, nada tiene que ver con la situación de los últimos cuatro o cinco años. La Policía Nacional, policías autonómicas y municipales y la Guardia Civil no tienen una escala temporal, son profesionales desde el momento en que egresan de sus academias respectivas y cuentan con un futuro profesional que les hace dar todo lo mejor porque cuentan con una estabilidad en el empleo y un futuro por delante para ellos y sus familias.

Yo acuso igualmente a los sucesivos responsables del Ministerio de Defensa de la práctica del apaciguamiento con los abundantes elementos reaccionarios y neofranquistas que, a la altura de 2020, siguen incrustados en lo alto de los escalafones y en ocasiones al mando de importantes unidades de la fuerza. Los sucesivos gobiernos socialistas de los años 80 y 90 del siglo pasado, con sus holgadas mayorías parlamentarias, perdieron una oportunidad de oro para poner en su sitio a las fuerzas vivas de este país (militares, clérigos, judicatura, banca, etc.). Al parecer, muchos asuntos “de Estado” que no había que tocar, realmente eran asuntos de “Estado Mayor”, en acertada expresión del general Alberto Piris. Mucho me temo que ese tren ya no volverá a pasar.

De igual manera, nunca se ha impuesto a los gestores del personal de los ejércitos el tratamiento de los militares como un funcionario más, como un ciudadano más, dejando a los ejércitos las manos libres para legislar el detalle del día a día en sus destinos, sus relaciones laborales y el ejercicio de las libertades que le corresponden. Aquí se aplica aquella famosa frase de Romanones de “ustedes hagan la ley que yo haré el reglamento”. La tímida ley de derechos y deberes de los militares, que hay que agradecer a la difunta ministra Chacón, hace tiempo que requiere de una profunda revisión para adaptarla a los convenios internacionales en materia de libertades fundamentales; entre los que se encuentra el derecho de sindicación, un verdadero tabú para el establishment castrense español pero una institución normalizada en numerosos países de nuestro entorno. Pasados más de cuarenta años desde la promulgación de la Constitución, aún queda pendiente el desembarco de la democracia en los cuarteles. Mientras, militares y guardias civiles siguen siendo tratados como ciudadanos de segunda y siguen padeciendo serias restricciones en sus derechos fundamentales.

Tomo el título Yo acuso (J'Accuse...!) del famoso artículo o carta abierta al presidente de la República Francesa que Émile Zola publicó en 1898 para denunciar el caso Dreyfus en un trasfondo mucho más amplio: la pugna social entre la derecha militarista y las fuerzas progresistas del país galo a finales del siglo XIX. Zola acusaba a determinadas personas, pero sobre todo describía una situación. Esto último es lo que voy a tratar de hacer en las líneas que siguen.

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