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Por una autonomía estratégica europea

En una anterior entrada de este blog escribí sobre si Europa es o no una gran potencia en el terreno militar llegando a la conclusión de que el conjunto de los Estados miembros de la UE suman un potencial bélico suficiente para servir de pilar fundamental de una política común de seguridad y defensa. Mencioné también la necesidad de conseguir una autonomía estratégica que asegure a la UE un papel de actor en el tablero internacional, un papel proactivo como sujeto y no como objeto que le permita mantener la paz y la prosperidad para sus ciudadanos.

La Unión Europea se fundó con el propósito de no dar ocasión a una nueva guerra como las que sufrió en el pasado siglo y el resultado ha sido hasta ahora plenamente satisfactorio: nunca antes en la historia de Europa hemos disfrutado de un período de paz tan prolongado, más de setenta años ininterrumpidos.

El panorama internacional de los bloques ha pasado a la historia y se está consolidando un sistema multipolar en el que surgen otras potencias pisando fuerte en el terreno económico (los llamados BRICS) y con aspiraciones hegemónicas en las próximas décadas donde despunta claramente China.

Por otra parte, las amenazas están cambiando en los últimos años y estamos asistiendo a modelos que poco tienen que ver con una situación geográfica dada y con la mera custodia fronteriza. El terrorismo, las amenazas híbridas (manipulaciones en Internet, cibertataques), la inseguridad energética, la inestabilidad económica y el cambio climático son peligros reales a los que nos enfrentamos los europeos frente a los que no valen ya las doctrinas y modelos de defensa clásicos.

Según una reciente encuesta del Centro de Investigación Pew de Washington, hecha en 38 países, las principales amenazas son el yihadismo, el cambio climático y los ciberataques, en este orden. De manera que la percepción del riesgo ha cambiado radicalmente en pocos años. La primera amenaza, el yihadismo, puede ser combatido con eficacia si obramos conjuntamente y con inteligencia —en su doble acepción— estrangulando los flujos económicos de sus actores y desenmascarando el entramado de intereses ocultos que las principales potencias no parecen dispuestas a desvelar. La segunda, el cambio climático (más bien sus consecuencias indeseadas) avanza a tal ritmo que ningún Estado se ha parado a analizar las terribles catástrofes de toda índole que nos acechan a medio y largo plazo: sequías persistentes, temperaturas extremas, migraciones climáticas masivas, hambrunas generalizadas, etc. Respecto de la última, imaginemos el terrible impacto que podría causar un virus del estilo WannaCry contra la red eléctrica, el sistema nacional de salud o el de pagos electrónico.

Pues bien, ante este panorama incierto, Europa debe proveerse de herramientas que sirvan para prever esas amenazas y paliar las posibles consecuencias, es decir, dotarse de un plan estratégico que le permita actuar, bien conjuntamente con otros socios internacionales o regionales o de forma autónoma cuándo y dónde sea necesario. La Alta Representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Federica Mogherini, presentó en 2016 una Estrategia Global para la Política Exterior (global en sentido amplio, no sólo geográfico) que incluía la promoción de un estrategia autónoma, lo que ha llevado a la activación de mecanismos como la Cooperación Estructura da Permanente (PESCO), previsto en el Tratado de Lisboa, al que se han sumado casi todos los Estados miembros de la UE.

Pero, partiendo de que hoy la autonomía estratégica absoluta no existe, el concepto mismo de autonomía estratégica europea suscita desconfianza en medios atlantistas, visto casi como un distanciamiento de la UE respecto de los EEUU, incluso como un paso hacia un posible proteccionismo industrial en materia de defensa, según señala el profesor Frédéric Mauro, del GRIP. En teoría, la estrategia autónoma europea significaría que somos capaces de hacernos cargo de nuestra propia defensa territorial lo que, a día de hoy, no es posible sin recurrir a medios OTAN, pues ninguno de nuestros países tiene el poder ni los recursos necesarios para dar respuesta a las amenazas. Para otros autores, la autonomía estratégica se refiere más bien a la autonomía industrial, sin la cual no podría configurarse una auténtica acción autónoma en el campo de la seguridad y la defensa.

El modelo del ciudadano de uniforme

El concepto puede también ser entendido como la capacidad para la UE de llevar a cabo operaciones militares de tipo expedicionario, al menos en territorios vecinos o, como propone de forma sintética Felix Arteaga, del Real Instituto Elcano, “la capacidad militar necesaria para un actor estratégico de comprometerse en una acción autónoma”. Esta acción autónoma llevaría detrás tres componentes inseparables: político, operacional e industrial. Cualquiera que sea la acción defensiva en la que la UE se comprometa deberá contar con el respaldo de esos tres componentes, ya se trate de una (poco probable) invasión territorial, de una ciberguerra, de operaciones de seguridad contra ataques terroristas en nuestro territorio o de operaciones de restablecimiento o mantenimiento de la paz en Africa o en Oriente Próximo.

Y es aquí donde aparece un hándicap importante: la intergubernamentalidad de la toma de decisiones. El Tratado de la UE (Título V) considera estas acciones dentro de la política exterior y de seguridad común y sus decisiones en esta materia serán tomadas por unanimidad (art. 22.1) y la realidad es que todas las capitales rara vez se ponen de acuerdo en primera instancia para tomar una decisión urgente en esta materia, decisión en la que intervienen divergencias tanto políticas (diferentes apreciaciones de la necesidad o amenaza) como jurídicas (ausencia de mecanismos eficaces de tomas de decisión) o presupuestarias (aún no tenemos un fondo común).

Si queremos que Europa sea eficaz en su acción exterior deberemos dotar a la política común de seguridad y defensa de un procedimiento decisorio de manera que sea un sistema de mayorías y no la unanimidad el que propicie una verdadera autonomía estratégica. Guste o no en las capitales, es la única fórmula para reducir el protagonismo de la OTAN y el papel protector de los EEUU en asuntos de defensa territorial en Europa. Los dirigentes europeos que deseen de verdad una Europa fuerte e independiente deben pilotar un proceso de cesión de soberanía en asuntos de defensa y seguridad de la misma forma que las Cortes franquistas tuvieron que hacerse el harakiri (Ley para la Reforma Política, 1976) para dar paso a un sistema democrático. De poco podrá servir la confluencia de capacidades militares si no va precedida de determinaciones políticas. Parece que el papel del Estado-nación está llegando a su fin ante el panorama geopolítico del siglo XXI y se necesitan líderes para la transición hacia una Europa fuerte y con una sola voz que sea escuchada en la nueva organización multipolar mundial.

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