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Cómo darle la última estocada a la cultura: historia de una confusión

La elección de un torero para liderar la gestión del área de Cultura de la Generalitat Valenciana (bajo los argumentos que voy a exponer aquí, daría igual si en lugar de un matador de toros fuera un concursante de MasterChef) ha llenado de espanto y desconcierto a una buena parte de la ciudadanía y en particular a esa parte de la ciudadanía que no se ha sentido concernida, ni siquiera aludida, ante cada una de las lentas transformaciones del ámbito cultural que iban significando, precisamente, las condiciones de posibilidad de una designación así.

Por no dejar para el final el meollo de lo que quiero señalar aquí, diré ya que gran parte de los problemas de la gestión cultural de nuestro país tiene que ver con la específica confusión que los españoles (la situación es distinta en el contexto latinoamericano) mantienen con el término «cultura».

Cuando hace años señalaba la posibilidad inminente de que un torero llegara a ocupar un ministerio de cultura, me refería a la falta de delimitación de dos sentidos claros de cultura.

Existe un primer uso bajo el cual, la cultura apunta a las tradiciones, a los usos, a las costumbres de un pueblo (de una nación, etc.). Incluye la lengua, los festejos, la gastronomía. Se trata de un uso eminentemente descriptivo, de cuño etnográfico, algo romántico e imperceptiblemente acrítico, bajo el cual podemos decir que las corridas de toros son cultura, de manera no muy distinta a como las peleas de gallos forman parte del patrimonio cultural inmaterial del estado mexicano de Hidalgo. Aquí cultura es casi sinónimo de tradición. Como diría el traductor al castellano de Kurt Vonnegut (Matadero 5): cultura «es lo que hay».

Existe un segundo uso de cultura que no apunta a lo que hay, sino a lo que podemos ser, a aquello en lo que podríamos convertirnos. Es el sentido formativo de cultura. Bajo esta acepción claramente vinculada con la metáfora agrícola del cultivo, nos «cultivamos» leyendo ensayos, poemas, recordando a los clásicos grecolatinos (¡hasta Wagner –un primer Wagner– reconocía en la Grecia clásica el espejo de una cultura universal!), asistiendo a teatro o viéndolo por televisión (en la época en la que la parrilla de la tele no estaba ocupada por los concursos competitivos de cocina).

Los alemanes designaron estos usos como Kultur y Bildung respectivamente. Y es hermoso –al menos así lo veo yo– que el eco metafórico del cultivo agrícola coexista con la imagen de la construcción (to built) en inglés, incluso en algunos rincones de los seres humanos más allá de la promoción de barrios emergentes, del circuito internacional del arte, de la proliferación de festivales patrocinados por bancos y fondos financieros o en general de esa ideología de la creatividad al servicio de la gentrificación capitalista tal como recogía recientemente la artista y crítica Martha Rosler en Clase cultural.

Por señalar solo algunas de esas condiciones de posibilidad (las que permiten que el experto en tauromaquia ostente un cargo cultural), el fallecimiento estos días del histriónico y futbolero artífice del contenido de Mediaset no significa el fin de una generación atacada diariamente durante más de tres décadas por la telebasura. El relativismo de corte postmoderno tampoco impidió, más bien favoreció, la aparición de carátulas en los principales medios de comunicación del tipo «culturas», lo cual sería acertado si en el dicha sección escribieran antropólogos al estilo de Clifford Geertz (cultura como uso o tradición).

Consentidos por un conjunto de élites sin esfuerzo, de reconocimientos sin mérito, de artistas sin trayectoria, la inmensa minoría de ciudadanos ahora despabilados se sienten repentinamente desempoderados como nuevos inmigrantes en una tierra extraña impotentes para renovar la confianza a quienes una vez prometieron abastecer el crecimiento de los otros con algún tipo de servicios suntuarios aunque fueran de media-baja gama.

Sí. Hace años pronosticamos que desde que los periódicos cambiaron el rótulo de «cultura» por «culturas» para designar una sección orientada todavía a la difusión de manifestaciones culturales de vocación universal (cine, festivales, novelas, discos, pintura, danza, arte, literatura, etc.) se equivocaron para adentrarse –posiblemente para siempre–, en un inquietante páramo de ambigüedades no siempre calculadas en el que, en buena lógica, deberían florecer junto al «arte del toreo» un ensayo de Franz Boas, junto a la cabra lanzada desde un campanario zamorano, la talla de ese dios de madera que Rimbaud no tiró por la borda de su barca africana por si fuera casualmente «el de verdad», junto a un film de Greta Gerwig, la receta más antigua de la Edad del Hierro del Alto Ampurdán: ¡la nación cultural!

Efectivamente, en una época (la del capitalismo tardío) caracterizada todavía por sus patologías a la hora de juzgar, parecía lógico que solo fuera la segunda (Kultur) de las acepciones de cultura señaladas atrás, la que refiere tradiciones, gastronomía y otros usos socio-económicos, etc., la que invisibilizara el cariz etnológico o antropológico de ese término que alcanzó extraordinario éxito en el contexto post-colonial y luego neo-postmoderno en el que se encuentra la juventud de nuestra atribulada existencia.

El artículo 44 de nuestra Constitución dice que los poderes públicos deben garantizar el acceso a la cultura, pero ni en los noventa ni en las primeras décadas del siglo XXI nos preguntamos: ¿en qué consiste esa cultura a la que todos tenemos derecho a acceder? ¿por qué debe promocionarse por el estado? Y pocos recuerdan que el motivo era justamente el que ya asumía de forma temprana la programación cultural de la televisión francesa: un punto de partida Ilustrado. La cultura en su sentido formativo nos emancipa como ciudadanos.

¿Nos emancipa de qué? Pues nos emancipa justa, terrible, irónicamente de los discursos que niegan el cambio climático, de las falacias que niegan la terrible especificidad de la violencia contra la mujer, de los prejuicios contra el otro, de los estereotipos sobre el musulmán, de la ceguera sobre el daño que hace la corrupción, de la insensibilidad ante la creciente desigualdad social, del machismo, del racismo, del clasismo, de la futbolización de la política, de la canción del verano, de la música de mierda, del «vale todo» y de la «tabla rasa», de las películas de héroe roba-coches, de la xenofobia, de los salvadores de la patria y de las mismas patrias, de los dogmas de la religión, del olvido de que en todos los casos, como señaló Albert Camus, hay que estar con los oprimidos, con los que sufren, sin excepción.

Todo empieza a suceder ostensiblemente una vez se ha extendido sin resistencia cultural la confusión entre «cultura de masas» y «cultura popular»: lo contrario a esa «alta cultura» que desde hace tres décadas medio mundo vitupera

Esto es, todo empieza a suceder ostensiblemente una vez se ha extendido sin resistencia cultural la confusión entre «cultura de masas» y «cultura popular»: lo contrario a esa «alta cultura» que desde hace tres décadas medio mundo vitupera (como si Mahler hubiera compuesto contra ellos) no es la cultura popular (la cultura que nace del pueblo, por decirlo así) sino la cultura de masas fabricada y diseñada por una industria del entretenimiento dinámica y global. 

Es posible que todo comenzara o se acelerara cuando el más antiguo de nuestros diarios cambió el rótulo de «cultura» por «culturas», como si en lugar del lenguaje universal del arte y la novela (no sé, Pollock y Louise Bourgeois, Kurosawa adaptando a Dostoievski, o el senegalés Mohamed Mbougar ganador del Goncourt reconociendo la influencia del chileno Bolaño, etc.), fueran a centrarse en los informes de Malinowski en las Trobiand.

El descrédito de la figura del experto, el hoy olvidado relevo de periodistas con opinión propia y carrera por otros más baratos, la sustitución de la ensayista de fuste por el youtuber, la enloquecida horizontalidad de la red, el post- pop-art, las desvergonzadas críticas de cine del crítico menos crítico, el eco de la decepción (expresada con elegancia por George Steiner) de que la alta cultura europea se mostrara incapaz de frenar los actos más abominables de barbarie, el populismo, la deferencia de la crítica musical con fenómenos de la cultura industrial por el mero hecho de su propio éxito mercadotécnico, la música urbana y su regodeo en el origen de clase social (en lugar de en cierta voluntad estética –la de un Bowie, la de The Fall, la de The Cure al decir de Mark Fisher– por trascenderla), la estética poligonera, los modales barriobajeros casi gansteriles de la industria cultural, de la política de partidos e incluso (sintiéndolo en el corazón) de nuestra querida Universidad son solo parte de un largo etcétera al que invito a pensar los próximos años, al declinar la tarde, tras ilustrarnos con un buen plato de paella, entre corrida y corrida.

La elección de un torero para liderar la gestión del área de Cultura de la Generalitat Valenciana (bajo los argumentos que voy a exponer aquí, daría igual si en lugar de un matador de toros fuera un concursante de MasterChef) ha llenado de espanto y desconcierto a una buena parte de la ciudadanía y en particular a esa parte de la ciudadanía que no se ha sentido concernida, ni siquiera aludida, ante cada una de las lentas transformaciones del ámbito cultural que iban significando, precisamente, las condiciones de posibilidad de una designación así.

Por no dejar para el final el meollo de lo que quiero señalar aquí, diré ya que gran parte de los problemas de la gestión cultural de nuestro país tiene que ver con la específica confusión que los españoles (la situación es distinta en el contexto latinoamericano) mantienen con el término «cultura».

Publicado el
16 de junio de 2023 - 21:03 h
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