Javier de Lucas
“Nos quieren en soledad, nos tendrán en común*”
No son estos tiempos propicios para hablar de deberes. Incluso de deberes básicos. Menos aún en nuestro país, cuando los ciudadanos sufren muy considerables sacrificios impuestos so pretexto de que es nuestra contribución obligada para salir de una crisis… que no ha sido producida por los ciudadanos en cuestión, sino muy abrumadoramente por una elite que apenas se ha visto perjudicada ni exigida en el mismo sentido.
Tampoco la ideología dominante, atomista más que individualista (“pornoindividualista”, canta Nacho Vegas), facilita una pedagogía sobre los deberes. Más bien parecería que sucede lo contrario: esa concepción dominante justifica, 150 años después, la crítica formulada por Marx en La cuestión judía, cuando criticaba una noción de los derechos basada en la noción de los seres humanos no ya como individuos, sino como islas (pese al exhorto de John Donne, “ningún hombre es una isla”), si no incluso como mónadas o átomos. Tenía razón Marx: si arrancamos de esa ideología, estamos de nuevo ante la ley de la selva, del más fuerte: sólo tendrá derechos quien puede permitirse prescindir de los demás, vivir aislado. Si a ello se suma la exaltación del libertarianismo consumista, que postula la consagración como un derecho de lo que en muchos casos no es sino una mera expectativa, si no un capricho o arbitrariedad, está claro que hoy resulta difícil explicar la noción de deberes básicos.
Y, sin embargo, parece difícil negar que los derechos proclamados como universales en la Declaración universal de 1948 cuyo aniversario recordamos hoy, precisamente en cuanto humanos, no son posibles sin deberes correlativos. Esa correlación es una tesis discutida: baste pensar en el debate que se produjo en el proceso de elaboración de la propia Declaración. Así, por ejemplo, la admirable Eleanor Rooselvelt, protagonista destacada de esa iniciativa, en una de las primeras sesiones del grupo de trabajo del comité de redacción en torno a la aceptación de los deberes en la Declaración, en junio de 1947, declaró: «la tarea que se nos ha encomendado es la de proclamar los derechos y las libertades fundamentales del ser humano... no la de enumerar sus obligaciones». Es perfectamente comprensible que cuando se trataba de ganar el reconocimiento de derechos para todas las personas en cuanto tales, sin más atributos, el acento se pusiera sólo en eso, en los derechos, pero creo que quizá podamos aprovechar este 66 aniversario para tratar de explicar que hoy sí conviene insistir en la existencia de deberes básicos universales, cuyo fundamento es la noción de solidaridad tomada en serio, como propusiera el jurista Karel Vasak. Es decir, no como mera benevolencia, no como una propuesta supererogatoria, un gesto de altruismo o bondad. Menos aún como una muestra de condescendencia paternalista. No: hay una noción exigente de solidaridad como principio jurídico y político, que fundamenta, entre otros, deberes positivos de carácter básico y universal. Frente al mensaje del miedo, con el que tratan de imponernos la desbandada del “sálvese quien pueda”, hay que reafirmar la acción colectiva. Otra vez Nacho Vegas: “nos quieren en soledad, nos tendrán en común”).
El mejor ejemplo de este necesario planteamiento es el del derecho de asilo, como deber universal de solidaridad, tal y como lo presenta la excelente iniciativa del equipo de ACNUR España que dirige desde hace poco tiempo Francesca Friz-Prguda: su proyecto “El asilo es de todos”.
No hay universalidad sin solidaridad tomada en serio
Comenzaré por sostener una noción fuerte de la solidaridad, como conciencia conjunta de derechos y deberes que se despierta o agudiza allí donde nos encontramos ante la presencia o amenaza inminente de un peligro percibido como común. Por eso, precisamente en momentos de considerable dificultad, como la crisis que nos golpea, en los que parece que el instinto primario sea el de desentenderse de lo que no sea la propia supervivencia, es cuando, de forma paradójica, surgen las mejores manifestaciones de ayuda mutua, de cooperación con quienes se encuentran amenazados. Se trata de la solidaridad que no es simplemente una exigencia más o menos retórica y vacua propia de un abstracto altruismo, ni una vaga apelación para acallar la malheur de conscience ante el sufrimiento de los otros, en términos de moralina, sino que alcanza el rango de un principio jurídico y político.
En efecto, el genio del Derecho romano supo enunciar la necesidad de lo que denominó obligaciones in solidum, en las que todos los socios asumen la responsabilidad conjuntamente. Es la misma idea que supo ver unos siglos después el genial Ibn-Jaldoun (adelantándose en siglos al gran Durkheim), que entendió la solidaridad como cemento social, condición sine qua non de la estabilidad y del progreso de las sociedades. Así lo explicó al analizar la noción de assabiyah en su monumental obra Muqaddihmah. Y cabría añadir que la solidaridad tampoco es un sucedáneo light de la igualdad, sino un valor complementario de ésta y de la libertad, tal y como lo entendieron los revolucionarios franceses, que hablaban de ella como fraternidad, uno de los tres principios políticos de la legitimidad republicana.
La existencia de deberes de solidaridad, como denunciara Rorty en un célebre ensayo, puede aparecer vinculada sobre todo a las nociones de pertenencia a un mismo grupo, a los más próximos en intereses, el nosotros más inmediato, una solidaridad que se cierra en torno a quienes son entendidos como “uno de los nuestros”. Una solidaridad que ignora la fraternidad universal. Pero existe también la solidaridad que puede adquirir la dimensión más abierta, la del vínculo universal que nos une con quienes comparten la común condición de seres humanos, sin más atributos, los que pertenecen al mismo género humano. Esa noción, de raigambre estoica, es la que fundamenta la existencia de un rasgo básico, común y universal que, a su vez, justifica la existencia de deberes positivos de asistencia mutua, que se hacen particularmente visibles en momentos de peligro, cuando la amenaza a otros seres humanos es particularmente evidente, como en los casos de desastres naturales.
Esa noción abierta, tendencialmente universal de solidaridad, es aún más fuerte y más evidente cuando se pone en relación con otro instinto básico que es la hospitalidad, el deber de acoger, de dar un lugar en el mundo a quien por causa de persecución, ha tenido que abandonar su hogar, su Homeland, y padece la pérdida de esa necesidad básica que supo ver Simone Weil, el arraigo, l’enracinement. Aquí el deber de solidaridad enlaza con el de hospitalidad, entendida a su vez como un deber universal hacia quienes llegan a nosotros huyendo de un peligro o persecución que les amenaza. Porque la conciencia de que esos peligros nos pueden alcanzar en un momento u otro, desvela que los amenazados somos todos, aun en el caso de que de forma inmediata sólo lo sean algunos, incluso lejanos. Como explicara Marx en el prólogo al primer volumen de El Capital, parafraseando a Horacio, De te fabula narratur. Todos, en uno u otro momento, podemos necesitar que nos ofrezcan refugio.
Un deber universal: dar asilo.
Por eso, como decía, el acierto de esa campaña de ACNUR España, el asilo es de todos, concretada en una Declaración que puede leerse y firmarse en su mencionado sitio web. Sí, el asilo es la concreción jurídica de esos principios básicos, de esos deberes de solidaridad y hospitalidad. El asilo emerge desde el fondo del impulso civilizador que reconoce lo que hay de común entre cada uno de nosotros y todo otro y nos lleva a protegerles, a acogerles, a darles hospitalidad y, más aún, a ofrecerles derechos cuando llegan hasta nosotros en demanda de refugio contra la persecución que amenaza su vida, su integridad, su libertad. El asilo es, por tanto, un impulso genuino que nace de nuestra conciencia de solidaridad con los demás seres humanos, acentuada cuando están en peligro. El desarrollo de la civilización, a través desea herramienta cultural que es el Derecho, ha dado a luz la garantía de ese impulso de humanidad: El derecho de asilo. Una institución sin la que más de 50 millones de seres humanos que buscan hoy refugio, carecerán del derecho a tener derechos.
El derecho de asilo es el mejor ejemplo de un deber positivo universal, una obligación que nos afecta a todos. Porque se trata del mecanismo jurídico elemental con el que reaccionamos frente a la amenaza que acecha a la condición de esos millones de seres humanos que viven un remedo de vida, una existencia peor que virtual, vicaria. Porque no es vida, sino simulacro de vida, la situación de incertidumbre, de espera, de angustia, en una tierra de nadie en la que esos seres humanos se encuentran confinados. La angustia de la vida en suspenso, sin saber si obtendrán el reconocimiento mínimo, esa seguridad jurídica básica que es el derecho a tener derecho, que todos tenemos asegurado; todos menos ellos, los refugiados
Y sin embargo, en un mundo en que cada vez más seres humanos necesitan recibir esa protección, porque cada vez hay más riesgos, más amenazas, el asilo no deja de retroceder. Se trata, en buena medida, de viejas amenazas que han sido la pesadilla de la Humanidad. Las guerras, la violencia, la discriminación, el odio y el miedo al diferente, al disidente, multiplican su presencia y sus efectos letales. Las políticas de asilo de la UE y aún peor, de España, son la muestra de que hemos vuelto la espalda a ese deber positivo y universal. Lo deja a las claras un caso muy concreto, nuestra cicatería, que esta al límite de la indiferencia culpable, ante la tragedia que afecta hoy a los refugiados sirios.
Como seres humanos, pero sobre todo, desde nuestra privilegiada condición de ciudadanos soberanos de Estados que se proclaman democráticos y hacen de los derechos humanos su condición de legitimidad, somos titulares de la obligación de garantizar el asilo. Y eso se traduce en exigir de los poderes públicos que tomen las medidas proporcionadas, adecuadas, útiles, para que quienes huyen en busca de refugio obtengan la protección del asilo. Es lo que pide ACNUR España. Es nuestra obligación y nuestro derecho: exigir que esas instituciones estatales, pero también quienes encauzan nuestra representación, los partidos políticos, cumplan con tal obligación e incluyan en sus programas las medidas necesarias. Exijámoslas. Y lo tenemos muy fácil: no votemos a quienes ignoran o desprecian ese deber elemental.
Ilustraciones
1. Genovés.
2. Joana Pinto.
3. Picasso.
4. Guayasamín.