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Derecho civil y derechos sociales (2): teoría

Javier Palao Gil

Una situación como la descrita en mi anterior post (sobre la discriminación que en la Comunidad Valenciana supone la figura de la tutela de personas con discapacidad), no se produciría si la Generalitat valenciana pudiese ejercer con plenitud la competencia sobre el derecho civil que le reconoce el Estatuto de Autonomía, y que un Tribunal Constitucional cada vez más contestado y más desautorizado por su propia actividad jurisprudencial ha cercenado con unas sentencias lamentables.

Y es que, en éste, como en tantos otros casos, el Gobierno de Madrid hace como el perro del hortelano: no come ni deja comer. Ha tenido una década para dar cumplimiento a lo previsto en la Convención de 2006, pero no ha hecho ni amago… Ahora bien, si alguna comunidad autónoma trata, por su parte, de mejorar la legislación o de hacer el trabajo que el Gobierno declina, ahí estará la Abogacía del Estado para, con la colaboración del Tribunal Constitucional, frustrar el intento. Lo acabamos de ver con el decreto de la Generalitat valenciana que regulaba el acceso universal a la sanidad, anulado por otra sentencia igualmente infortunada que hace poco glosaba Ignacio Durbán en este mismo blog. Y es que una de las tragedias de la recentralización que experimenta este país aprovechando la excusa de la crisis, es que se ha cebado en los derechos sociales de las personas. Lo ponía negro sobre blanco el profesor Joaquín Tornos en un trabajo que puede descargarse aquí.

Y por lo que hace a la Comunidad Valenciana, es evidente que, en cuanto a los derechos sociales, económicos y culturales, cuanta más autonomía, y a todos los niveles, mejor. El Índice de Desarrollo de los Servicios Sociales nos sigue situando a la cola de España en cuanto a la valoración, pero también reconoce que “ninguna Comunidad ha realizado un esfuerzo tan loable y tan duro” en estos últimos años para salir de una situación previa desastrosa. No quiero pensar en qué pasaría si la financiación fuese la justa y esos 1.500 millones de euros que vuelan cada año se quedasen aquí…

Pero no todo es cuestión de dinero o de infraestructuras. También has de poder hacerlo sin trabas ni zancadillas. Y en este caso, por desgracia, querer no es poder… A veces, algún compañero de trabajo o algún amigo me pregunta por las razones del trabajo incesante en que me embarqué hace muchos años para reivindicar que nuestra Comunidad pueda legislar en materia de derecho civil. Y, parafraseando la declaración de independencia de los Estados Unidos, un justo respeto al juicio de las personas exige que declare las causas que me impulsan a esta tarea. Porque son varias y no todas se relacionan con un presunto nacionalismo o particularismo alicorto, del que vengo vacunado a base de lecturas y experiencias: que la Humanidad es una me quedó claro al leer, hace décadas, el delicioso prólogo de Bartolomé de las Casas a su Historia de las IndiasBartolomé de las CasasHistoria de las Indias.

El derecho civil es un ordenamiento que atañe a derechos fundamentales de las personas, a su ejercicio y disponibilidad, y de forma directa e indirecta. La complejidad de una institución como la tutela provoca que parte de un colectivo especialmente sensible, el de las personas con discapacidad, se pueda ver afectado en el disfrute de sus derechos –en realidad, ya lo está–. Cataluña ha podido hacer frente a este reto y, de paso, ha adaptado sus normas a la Convención, porque dispone de competencia para hacerlo. La Comunidad Valenciana, que tiene excelentes profesionales, académicos perfectamente preparados y unos políticos sensibles en la materia, no puede hacer nada. Lo ha intentado, pero, como siempre, un Gobierno central más preocupado de perseguir que de procurar y un Tribunal Constitucional ahormado y dócil por el juego de mayorías que lo determina, lo han impedido.

Desde mucho tiempo atrás vengo sosteniendo que, en un país como el nuestro, los parlamentos regionales tienen mayor cercanía y mejor conocimiento de los problemas de los ciudadanos de sus respectivas comunidades. Esa característica se exacerba en momentos como el actual, en que un solo asunto –el “procés”– mantiene paralizados al Gobierno y a las Cortes generales. Cualquier cuestión que plantees recibe la misma respuesta: “Ahora no es el momento”. Y, en algunas cosas, llevamos así décadas. De ahí la importancia de reivindicar –y obtener eventualmente– nuestra potestad para legislar sobre el derecho civil. Dejaremos de depender de aquellos que ni siquiera saben que existimos, nos igualaremos a otras muchas comunidades autónomas españolas y dispondremos de un instrumento relevante de mejora y desarrollo social.

Porque la potestad de legislar en materia de derecho civil, si se hace bien, abre la puerta a muchas cosas, como me indica mi compañero Rafael Verdera, que está trabajando sobre estas cuestiones: a regular la relación de pareja, reforzando la posición de la parte más débil –la mujer y los hijos, habitualmente– en aspectos como la vivienda, los alimentos y ayudando a prevenir de forma más eficaz la violencia de género; a cambiar el modelo de asistencia a las personas con discapacidad, superando el modelo exclusivamente judicial, flexibilizando los mecanismos de asistencia familiar, regulando mejor la guardia de hecho o creando figuras nuevas como los llamados contratos de convivencia no familiar; a revisar los postulados tradicionales de la patria potestad y las relaciones entre padres e hijos –también con roles cada vez más habituales, como padrastros y madrastras–; incluso la modificación de aspectos concretos de las leyes sucesorias –la legítima o el orden de la sucesión intestada, por ejemplo– puede resultar esencial para la protección de los derechos de las personas más débiles.

A todo ello no haría falta darle muchas vueltas si desde el Gobierno español se impulsara una buena política legislativa sobre estas cuestiones. Pero no es así: de igual manera que seguimos con las mismas legítimas, los mismos tipos de testamento o el mismo régimen económico matrimonial que en el código civil de 1888 –con origen en el derecho visigodo–, los mecanismos de asistencia a las personas con diversidad funcional no son más recientes… Esa legislación no va a llegar ahora, ni es previsible en mucho tiempo. Y en sociedades como las nuestras, cada minuto que pasa es una ocasión perdida y un perjuicio irrogado.

Por todas estas razones, y alguna más que no añadiré ahora, estoy convencido de que, en materias como ésta, es mejor si una comunidad autónoma dispone de la potestad para regular su propio derecho civil, como ya la tienen Cataluña, Aragón o el País Vasco. Ésta es otra más de las disimetrías presentes en nuestro país, que concede una ventaja a los gobiernos de determinados territorios, y discrimina y perjudica a otros, como el valenciano. Y que puedan existir diferentes regulaciones en ellos no es necesariamente malo, perjudicial o indeseable. El mismo Las Casas, en el prólogo al que antes me refería, admite que “la Divina Providencia (…) concede a cada una [de las naturas varias de los hombres] por sí de sus divinos tesoros lo que le conviene y ha menester”. Es decir, que aunque los seres humanos seamos radicalmente iguales, son concebibles las diferencias cuando conviene y es menester –o sea, cuando hay una justificación o causa racional para ello–. Nuestro país las admite incluso cuando no son ni convenientes ni justas, como ocurre con la financiación autonómica: un ciudadano de Guipúzcoa recibe más del doble en inversión pública que uno de Valencia… En fin, si no nos dejan disponer de la financiación que nos corresponde –e imagínense lo que podríamos hacer en materia social con la dotación adecuada y un gobierno progresista–, al menos que nos concedan utilizar los instrumentos legislativos que nos permitirían paliar de un modo razonable estas carencias. Pero, por el momento –y, por lo que se ve, la cosa va para largo– ni una cosa ni la otra parecen tener solución. En un país tan castizo como el nuestro, los males duran habitualmente más de cien años.

Con todo, es cuestión de paciencia, como la que le pidió Luis XIV a Felipe V votre patience était nécessaire”– ante el carácter poco servil de aragoneses y catalanes. Y no deja de ser paradójico que la falta de atención a aquel consejo se halle en la base de este problema, y que acabara afectando solo a los valencianos, que no iban incluidos en las críticas. Aunque más paradójico –por no decir otra cosa– es que, tanto tiempo después, un abogado del Estado recuerde aquel hecho en sus alegaciones y reclame la vigencia de los decretos de Nueva Planta; y que el Tribunal Constitucional lo asuma sin mayor examen. En fin, algunos continuamos decididos a seguir la indicación del rey Sol, pues querríamos reparar el desaguisado hecho por su torpe nieto hace ya más de tres siglos…

Foto: AVAPACE.

Javier Palao Gil

Una situación como la descrita en mi anterior post (sobre la discriminación que en la Comunidad Valenciana supone la figura de la tutela de personas con discapacidad), no se produciría si la Generalitat valenciana pudiese ejercer con plenitud la competencia sobre el derecho civil que le reconoce el Estatuto de Autonomía, y que un Tribunal Constitucional cada vez más contestado y más desautorizado por su propia actividad jurisprudencial ha cercenado con unas sentencias lamentables.

Publicado el
25 de enero de 2018 - 11:36 h
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