Jesús García CívicoJesús García Cívico
Llevo tiempo recogiendo datos sobre un tema doloroso del que, por una u otra razón, nunca me he atrevido a publicar nada, ni siquiera a hablar de ello en voz alta. Es un texto al que, lamentablemente, regreso una y otra vez. Es un texto sobre niños muertos y lo de regresar a él una y otra vez se debe a que los niños no dejan, nunca han dejado. El texto adquiere cada cierto tiempo una lúgubre actualidad y es por ello que me atrevo a compartir una parte muy sintética de él en este blog.
De forma muy resumida podríamos convenir en que entre todas las causas por las que mueren los niños, la más terrible es el suicidio. Tal es el inasumible contraste entre la esperanza y la felicidad que tradicionalmente asociamos al territorio de la infancia y el desesperado y triste cálculo que el niño realiza tan tempranamente entre la dureza que le ofrece la vida y la salida que le permite la muerte. A menudo, el suicidio del niño resulta de un infierno en el entorno que consideramos más apropiado para él: la escuela (ese lugar con el que los padres del «Centro», los otros padres, se apresuran a solidarizarse). Otras veces el suicidio del niño es resultado del infierno en el hábitat que consideramos especialmente monstruoso para él: redes de tráfico de menores, pederastia, esclavitud sexual. En esa gradación del horror más incomprensible, deberían aparecer en una posición pareja, los niños que mueren maltratados por sus propios padres. En tercer lugar, uno situaría todos los crímenes cometidos contra los niños. ¿Y la guerra?
En la guerra de Siria, y de acuerdo con Human Rights Watch, el gobierno lleva años atacando áreas civiles con armas indiscriminadas. Los grupos armados no estatales que se oponen al gobierno usan niños soldadosniños soldados. El grupo extremista Estado Islámico, ISIS, y la filial de al-Qaeda en Siria, Jabhat al-Nusra, fueron responsables de violaciones sistemáticas y generalizadas de todos y cada uno de los derechos de los niños.
Según Unicef, el 25 % de los 730.000 refugiados que entre enero y noviembre de 2015 trataron de llegar a la Unión Europa (UE) a través de la ruta de los Balcanes eran niños o jóvenes. En la fecha en que acabo esta contribución al blog Al revés y al derecho, la prensa paquistaní informa de que al menos 29 de los 72 fallecidos en el atentado suicida perpetrado en la ciudad de Lahore son menores de edad. El suicida detonó la bomba junto a la entrada del parque Gulshan e Iqbal a escasos metros de un jardín infantil.
Si hay alguna imagen estremecedora de ese atentado, no nos ha sido dado contemplarla.
Pero, aunque no haya una imagen impactante del reciente infanticidio, lo primero que quiero compartir aquí es que el hecho de que estos niños muertos estuvieran, algunos de ellos, jugando en un parque infantil, me ha hecho recordar una imagen que tengo grabada hace tiempo.
Efectivamente, entre todas las imágenes de niños muertos que podrían zarandear nuestra atribulada conciencia, hay una que me parece particularmente estremecedora. La tomó el periodista del New York Times, Tyler Hicks. Aparentemente, la historia en el trasfondo de la imagen de Hicks, la constituiría apenas uno (otro más) de los bombardeos del ejército israelí sobre la población palestina. Dos aspectos de la fotografía tomada en Gaza a la que me refiero hacen, sin embargo, que ésta sea una imagen particularmente pavorosa y que me haya acordado de ella a raíz de la recientísima masacre de Paquistán. El primer aspecto a considerar es que en ella todos los muertos son niños: cuatro niños o eufemísticamente «cuatro menores». El otro aspecto que llama la atención de la imagen es el lugar: una playa donde ninguna instalación, ninguna estructura podría considerarse cabalmente objetivo militar. La historia tras la imagen es sencilla: el ejército de Israel bombardeó una playa gazatí donde varios niños jugaban como han jugado siempre los niños en los parques y en la arena. A fecha de hoy aún no se ha culpado a nadie por la matanza.
No es el primer caso, desde luego, en el que la imagen de la guerra está constituida enteramente por víctimas civiles. De acuerdo con el ilustrativo resumen de Pilger y LoweryPilger y Lowery, durante la Primera Guerra Mundial, el 10% de todas las bajas fueron civiles. Durante la Segunda Guerra Mundial, el número de muertes se elevó al 50%. Durante la guerra de Vietnam, el 70% de todas las bajas fueron civiles. Los cinco años de guerra en Siria arrojan datos escalofriantes: 7 millones de niños sumidos en la pobreza, 2,8 millones han dejado la escuela y con 7 años muchos son reclutados para combatir. Según informes de ACNUR de noviembre de 2015, el número de refugiados en Turquía supera los dos millones y un 54,2% son niños. La Red Siria para los Derechos Humanos, un grupo de seguimiento local, ha estimado que el año pasado, 85.000 personas incluidos niños se encontraban detenidas por el gobierno en condiciones que constituyen desaparición forzada. Los grupos extremistas Jabhat al-Nusra e ISIS secuestraron en mayo de 2015 a 153 niños kurdos. Ha habido ejecuciones de niños y en abril de ese año dos proyectiles de mortero mataron en un complejo educativo de Damasco a 17 niños.
No es, ha quedado claro, el primer caso en que se mata deliberadamente a un niño, y, en concreto a un niño que jugaba, pero creo que es el hecho de jugar el niño reventado por las bombas en un espacio que ideado sólo para el juego (una playa, un parque infantil) lo que hace que definitivamente haya una diferencia substantiva en esa imagen a la que me refería (la de Hicks) en relación con otras imágenes de niños muertos y que me haya acordado de ella a propósito de uno de los últimos y más brutales atentados de DAESH.
La ausencia de imágenes de niños muertos resulta casi siempre de una autocensura periodística. Autocensura periodística y, sin embargo, cabe recordar, que otro ejemplo bien conocido del efecto del terror sobre los niños, Niños huyendo de un ataque de Napalm en Vietnam del Sur (1972), sirvió para movilizar a la opinión pública y acelerar, así, el fin de la guerra de Vietnam. En efecto, con esa imagen el fotógrafo de la Associated Press, Huynh Cong «Nick» Ut consiguió no sólo llamar la atención sobre el escándalo de la guerra de Vietnam sino obligar al presidente de EEUU a sacar la calculadora sociológica por si le resultaba electoralmente más ventajoso detener el curso de la carnicería. Uno de los casos mejor estudiados del impacto legislativo de la difusión de imágenes la ilustra la película SelmaSelma de la directora afroamericana Ava Marie DuVernay: a pesar de la Décimo Quinta Enmienda a la Constitución (1870), lo cierto es que aún en 1965 en Alabama, en un escenario de opresión cruel hacia la minoría negra, ningún afroamericano se atrevía a votar. Tal era el laberinto de barreras administrativas y amenazas físicas. Con la ayuda de Luther King se iniciaron marchas de protesta, la primera fue disuelta por una brutal carga policial. La cadena CBS conectó en directo mostrando imágenes de la violenta injusticia que se estaba produciendo, desempeñando así, un papel imprescindible de denuncia que coadyuvó a la eficacia de una norma promulgada un siglo antes. La actividad que llevan a cabo los asesores de los gobiernos informándoles diariamente del impacto social de sus decisiones (reales y potenciales) es la especie más extendida de ese género, mucho más amplio, al que el sociólogo del derecho Jean Carbonnier se refería como actividad socio-legislativa o peri-legislativa.
¿Deben los medios de comunicación mostrar invariablemente las imágenes de niños masacrados?
Hay dudas razonables acerca de si en actos terroristas éstas deben enseñarse y lo correcto ahí parece ser la vía del análisis argumentativo caso por caso. Realmente se trata, más que de calibrar el peso de tres hipotéticos intereses legítimos en conflicto (honor de las víctimas, sensibilidad del lector; derecho a informar y a recibir información veraz), de atender a distintas interpretaciones estratégicas que miran al futuro: de un lado se suele aducir, la imagen puede servir perversamente al propósito terrorífico del autor de la matanza; por otro, se dice, mostraría a los simpatizantes de este tipo de actividad de qué hablamos cuando hablamos de matar.
Si tuviera que sintetizar mi opinión a este respecto, creo que la imagen de un niño muerto en un atentado terrorista no es necesaria para conocer el significado del atentado y en general me parecen razonables las objeciones éticas: el medio podría lucrarse al mostrar las salvajes amputaciones de un niño asesinado. Por mucho que haya quienes insisten en tratar los asesinatos de DAESH como actos de guerra, lo bien cierto es que estos constituyen propiamente actos de terrorismo y es por ello que, en lo que a las imágenes se refiere, no se puede aplicar aquí aquello que decía el foto-periodista James Nachtwey: «una foto que muestra la verdadera naturaleza de la guerra es una declaración contra ella».
¿Y en el caso de la guerra y lo que lleva aparejada? Llegamos aquí a la imagen sobre la que me interesaba reflexionar. Cuantitativamente se trata sólo de uno de los centenares de niños ahogados en el mar mediterráneo mientras huían de la guerra, pero desde cualquier punto de vista simbólico la fotografía de Aylan significa mucho más.
Uno cree que la fuerza de esa imagen (imagen de uno entre los cientos de niños muertos en ese mismo mar) reside en la evocadora posición en la que el niño yace tan parecida a la forma en que la mayoría de ellos duermen de normal. Poco sabemos del horror que supone la muerte por ahogamiento y no es aún el momento de apelar a la insoportable brutalidad que está suponiendo la gestión de la UE de la llamada «crisis de los refugiados». De momento quería sólo centrarme en la imagen y lo primero que cabe recordar es que, tras su publicación, y mientras se convirtió en lo que los analistas de redes sociales llaman «trending topic» (y a pesar de toda la banalización que puede conllevar) los mandatarios europeos encargados del diseño de las políticas de asilo y refugio anunciaron giros hacia respuestas más «generosas» (sic), sensibles o empáticas.
El caso es que no todos los periódicos difundieron esta imagen, justo la destinada a sobrevivir a la guerra más terrible del siglo XXI. Como recoge la edición internacional de El País de 4 de septiembre de 2015, «(…) en Alemania ningún periódico nacional ha difundido la foto de los náufragos muertos. Die Welt abrió su portada con una pregunta sobre la hipótesis de una reforma constitucional para conceder ayudas a los refugiados con más celeridad; mientras que el Süddeutsche va más allá y el artículo que dedica al terrible suceso no va acompañado de ninguna imagen: “Una foto procedente de Turquía horroriza al mundo. No hace falta verla para entender que es lo que hace falta cambiar”, se justifica. El tabloide Bild, el más vendido del país, dedica su última página íntegra a la durísima imagen del niño sobre la playa, enmarcada en un fondo negro y un texto corto: “Nosotros no soportamos estas imágenes que se han hecho habituales, pero queremos, tenemos que mostrarlas para documentar el histórico fracaso de nuestra civilización en esta crisis de refugiados”».
Tomemos algo de perspectiva geográfica: el diario argentino ClarínClarín reaccionó con conciencia lúcida ligada al impacto semántico de la imagen. En un país muy crítico con la gestión de la UE en la guerra de Siria, en opinión de su editor, Ricardo Roa, la imagen sintetiza como ninguna el horror de los refugiados y la medida de su desesperación: «Y es una acusación contra la monstruosa insolidaridad de los gobiernos europeos que escamotean el asilo y la ayuda»: la imagen del niño destruye la inocencia del espectador. En la misma línea, La Stampa eligió la foto más dramática y su director Mario Calabresi declaró: «¿Se puede publicar la foto de un niño muerto en primera página de un diario? (…) Hasta ahora mi respuesta ha sido “no”; pero ahora, por primera vez, he pensado que esconder esta imagen significaba mirar hacia otro lado». The Independent sostuvo que «si estas extraordinariamente poderosas imágenes de un niño sirio muerto varado en una playa no cambian la actitud de Europa hacia los refugiados, ¿qué lo hará?».
¿Y en España? Para El País, la imagen era demasiado dura y por ello no publicaron la fotografía a la que nos referimos. La Vanguardia optó también por una imagen suave: el policía trasportando con inútil delicadeza el cuerpo del niño. Leímos también que el director de El Mundo, David Jiménez, convino con su jefe de Fotografía en que «la guerra es esta imagen». En cambio, para Elsa González, presidenta de la Federación de Asociaciones de Periodistas de España (FAPE), se trata de una imagen «demasiado explícita, hay cierto uso morboso y se debe ser más cuidadoso». ABC también relegó la imagen del niño a una página interior en nombre de la sensibilidad de los lectores.
¿Qué peso debe tener la estética en un asunto como el de la muerte de niños en el escabroso recorrido que los refugiados sirios se ven obligados a tomar? Muy poco. Es más, creo que aducir en estos casos razones de sensibilidad estética (razones que por definición caen fuera de la ética) es transitar un camino inseguro lleno de trampas. Dejando a un lado que en el terreno del gusto (cuestión estética) y frente al dicho popular, sí hay mucho que decir, básicamente creo que las razones de sensibilidad aducidas por algunos diarios españoles son débiles y tienen un efecto perverso, extraño a un fin específico de los medios de comunicación.
No quiere eso decir que no quepan juicios críticos de índole estética sobre el uso de imágenes afectadas por debates morales. Por señalar sólo uno de los ejemplos que vemos en el marco del proyecto «La norma y la imagen» en la Universitat Jaume I de Castellón, señalaré la fotografía de Therese Frare Los últimos momentos de David Kirby. En ella, como algunos recordarán se mostraba a David Kirby, un enfermo de sida en el momento de su muerte. La fotografía publicada en blanco y negro en la revista Life (1990) ganó el Budapest Award del World Press Photo. Cuando Benetton utilizó una versión coloreada para una campaña publicitaria, la imagen, o mejor, el uso descontextualizado de la imagen causó gran controversia. Para la empresa anunciante se trataba de una forma de «concienciación»; de acuerdo con sus creadores, con esa intervención se habían acercado al propósito (¡nada más y nada menos!) que de Miguel Ángel (La piedad). Otros, cuestionaron su ética: Benetton se aprovechaba del impacto de una imagen que ni siquiera se preocupaba de explicar. El uso de esa imagen sin contexto no solo caía al otro lado de la ética exigible a una empresa textil, caía también del lado del mal gusto.
Volvamos al caso de la imagen del niño ahogado. Apelar a la sensibilidad para auto-censurar imágenes que ilustran la consecuencia directa de decisiones políticas tales como la ausencia de corredores de asilo, y, en general, de una intervención jurídico-humanitaria a la medida de la catástrofe, no sólo dificulta la sensibilización social por unos hechos de los que la gente sabe únicamente (es preciso señalarlo) a través de los medios de comunicación, sino también favorece la receptibilidad de los ciudadanos ante la demagogia de dirigentes poco escrupulosos, su permeabilidad ante los discursos bajos e irracionales de la extrema derecha, y en general su ductilidad con las invectivas interesadas, por estulticia o maldad. De acuerdo con en el barómetro de febrero de 2016 del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), ni un solo español (0,0%) sitúa este desastre humano entre los 39 principales problemas de España ni entre los que más le afectan.
Resulta evidente que la división en los distintos electorados europeos sobre este hecho está en función de una interpretación del fenómeno del éxodo sirio. Entre estas interpretaciones hay muchas afectadas por falsedades (la repugnante confusión refugiado-terrorista), por ignorancias (el destino de los refugiados: principalmente países limítrofes pobres), y errores de apreciación (la formidable capacidad de acogida de la UE y el contraste de ésta con la mezquindad de muchos de sus ciudadanos y no sólo de sus líderes.). Las llamativas declaraciones de un representante de la Iglesia Católica sobre el trigo limpio y el grano sucio son sólo un exponente (aunque gráfico y preocupante) de esa insensibilidad muy ligada a la ignorancia.
La imagen de Aylan, que es el en fondo el principal motivo de esta entrada, es la vergüenza de Europa, y, en particular de la UE. Ilustra la vileza de sus políticas migratorias y, de paso, la mezquindad de los votantes de los partidos que lideran la UE. La tensión realidad / sensibilidad debe caer del lado de la realidad.
En la mayoría de estos casos, la hipotética tensión entre el derecho a informar y el honor parece demasiado forzada. Es un falso dilema. Es el honor de los desesperados y de los perseguidos el que está en juego y éste no se les niega al exhibir su dolor o su muerte sino al silenciar sus gritos o sus cadáveres. Para Peter-Matthias Gaede, miembro de la junta directiva de Unicef, las imágenes de refugiados y en especial la fotografía del cuerpo sin vida del niño sirio Aylan en una playa en Turquía, aunque han abierto un debate ético sobre los límites del periodismo, son necesarias porque ilustran un sufrimiento del que debe quedar un testimonio.
¿Debe, pues, insistirse en la difusión de imágenes tan terribles como la del niño muerto en la costa de Turquía? Creo que sí
, pues los hechos muestran que los gobiernos vigilan diariamente la opinión de sus votantes y ésta resulta elementalmente de un imaginario compuesto de imágenes. No es que esto deba ser así, sino que de hecho funciona así. ¿No es eso, al fin y al cabo, lo que intentan hacer artistas como Ai Wei Wei al cubrir de salvavidas el Konzerthaus de Berlín: ofrecer un simulacro que sensibilice?
Junto al analfabetismo funcional, la estupidez, la banalidad y los pésimos libros que ocuparán invariablemente la lista de best sellers, una seña del futuro será el analfabetismo de la imagen: la imposibilidad de situar correctamente una imagen en un contexto y saber algunas cuestiones sociales e históricas básicas de él. La principal víctima será el lenguaje. Otro lenguaje. ¿Qué palabras, qué imágenes lograran apresar el horror de todo lo que estamos viviendo? La referencia a los niños muertos me parece central en todo lo que está pasando pues si me permiten recordar un dato que ha caído en el olvido, el conflicto en Siria comenzó precisamente con la tortura de unos niños que habían pintado un grafiti contra el régimen.
Siempre he creído que la conexión entre los límites del lenguaje y los límites de la vida es una de las cuestiones más interesantes que nos podemos plantear. No soy filólogo, pero sé que cada lengua tiene un número variable pero finito de palabras y que ese número no tiene por qué coincidir con el conjunto de términos de otra lengua. Hay idiomas con términos muy precisos pero desconocidos en castellano, por ejemplo, en alemán verschlimmbessern significa «empeorar algo cuando cree se trataba de mejorarlo», en sueco la palabra mangata alude con tanta precisión como evocación poética a la «luna en el agua». Nosotros no tenemos una palabra concreta que designe a la luna en el agua, tampoco la hay para señalar a la madre que ha perdido a su hijo. No hay palabra ni para la madre ni para el padre que ha perdido a su hijo. Lo hemos de decir con un circunloquio: «esa mujer ha perdido a su hijo». Si el fenómeno sucede en sentido inverso, llamamos al niño «huérfano», llamamos «viuda» a la mujer que pierde al marido. No tenemos sin embargo la posibilidad de nombrar con precisión a la persona que pierde lo más querido. No hay palabras para señalar a los padres que pierden a sus hijos. Quizá sea mejor así, de esa forma no nos engañaríamos pensando que les hemos llegado a comprender.
Ilustraciones: 1. Foto Tyler Hicks NYT, Gaza. 2. Foto Huynh Cong ‘Nick’ Ut, Vietnam. 3. Marcha sobre Whasington. 4. Aylan, Reuters/DHA. 5. Foto Therese Frare Los últimos momentos de David Kirby. 6. Instalación Weiwei, Mompl. 7. Picasso, Guernica (detalle).