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Noticias falsas (fakenews) y derecho a la información

Joaquín Urías

El prestigioso diccionario británico Collins publica a final de cada año su listado de las nuevas palabras y expresiones que más se han usado. El número uno de esa lista durante el año 2017 lo ha ocupado la expresión “fake news”, que se suele traducir como ‘noticias falsas’, aunque debería hacerse como ‘noticias falseadas’.

Se trata de una categoría que hace tan sólo unos meses no usaba nadie y que sin embargo de pronto se ha colado en nuestro lenguaje cotidiano. En su difusión extraordinaria ha tenido mucho que ver el Presidente norteamericano Donald Trump, que lo usa con frecuencia en sus tuits, apropiándose de una idea que empezó a utilizarse precisamente contra él: para denunciar la manipulación operada por algunas empresas informativas estadounidenses que, durante la campaña electoral, no dudaron en inventarse noticias escandalosas con la intención de perjudicar a la candidata demócrata, Hillary Clinton.

Así que en poco tiempo se ha puesto de moda anunciar con tono apocalíptico que las fake news son una de las grandes amenazas actuales para la prensa y el derecho a estar informados. Sin embargo, aunque las noticias falsas construidas expresamente para crear opinión pública a partir de hechos inexistentes es un peligro para la libertad de información, el uso indiscriminado de la propia expresión fake news: una vez que se ha puesto nombre a los peores mecanismos de manipulación, es difícil no caer en la tentación de aplicarlo a cualquier noticia que queramos descalificar. El resultado es que se acaba por poner en duda la veracidad de cualquier información, dejando a la población en manos de bulos de cualquier tipo. Veamos cómo pasa esto.

El derecho de la ciudadanía a recibir información veraz está garantizado en el artículo veinte de nuestra Constitución. Constituye uno de los pilares de la sociedad democrática, pues la democracia se basa en gran medida en la posibilidad de controlar a los gobernantes. Y ese control -que se plasma entre otras cosas en sus resultados electorales- sólo es posible si el cuerpo electoral tiene información real sobre lo que está sucediendo en cada momento en la sociedad y sobre la manera en que ésta se gestiona. Sin acceso libre a la información, la democracia representativa -como ha dicho siempre el Tribunal Constitucional- se convertiría en una total falsedad: aunque hubiera elecciones, no serían elecciones libres. La voluntad plasmada en las elecciones y el resto de mecanismos de participación sólo será real cuando se forme a partir del conocimiento y análisis de la realidad.

La Constitución, al introducir el adjetivo ‘veraz’ para definir a la única información que merece protección excluye a las noticias basadas en meros rumores y que no han sido adecuadamente contrastadas. Ése es el auténtico terreno de lo que ahora se ha dado en llamar fake news. Sin embargo, la característica esencial de esta categoría es que se trate de información deliberadamente falsa. Es decir, de noticias construidas con el propósito expreso de engañar al público. Ya se ha dicho que la finalidad suele ser crear corrientes de opinión en determinado sentido, ya sea para apoyar, ya para atacar a determinadas personalidades y políticas públicas. Sin embargo, lo interesante y lo que ha hecho que triunfe la expresión, no es para qué se usan, sino el hecho de ser completamente inventadas, careciendo de toda base real.

Realmente estas noticias falsas son lo que en castellano de suele llamar bulos (hoax, los llamaban en inglés), con la salvedad de que están creados de manera expresa y difundidos al amparo de los cambios que han traído Internet y las nuevas tecnologías a nuestro modo de comunicarnos. La democratización de la información que estamos viviendo multiplica el número y el tipo de emisores de información. Las noticias e informaciones que nos llegan no ya provienen exclusivamente de grandes medios integrados por periodistas profesionales. Abundan los medios pequeños en formato electrónico, gestionados por cualquier ciudadano, y a menudo ni siquiera existe eso que se llama medio de comunicación como origen de una noticia. En ese panorama, a menudo la información que más se difunde no es la que está mejor verificada sino la que resulta más escandalosa, más picante o más acorde con las propias creencias. De esa manera, noticias carentes de la más mínima base y fabricadas expresamente para influir en la voluntad de la ciudadanía pueden tener una difusión como nunca antes. Llegan a convertirse en lugares comunes que se aceptan y repiten sin el más mínimo contraste con la realidad. Las rectificaciones, cuando las hay, resultan menos atractivas y escandalosas, de modo que jamás alcanzan una difusión similar.

Está claro que la circulación de ese tipo de bulos supone un riesgo democrático. Se trata de contenidos que no tienen protección constitucional como la libertad de expresión o de comunicación. De hecho, incluso es posible entender que existe una obligación estatal de luchar contra las fake news: el derecho de la ciudadanía a recibir información veraz exige que los poderes públicos pongan los medios necesarios tanto para que la información que se puede recibir sea suficiente como para que no se difunda información deliberadamente falseada. Si lo primero se consigue, por ejemplo, mediante normas que fomentan la transparencia de los organismos públicos, lo segundo requiere mecanismos más complejos capaces de frenar la difusión -sobre todo a través de las redes sociales- de noticias falsificadas. Sin embargo, cualquier lucha contra los bulos sólo puede enmarcarse en el escrupuloso respeto a la libertad de información. Y aquí es donde empiezan los problemas.

La Constitución reconoce también el derecho a transmitir libremente información. Los académicos y la jurisprudencia constitucional advierten de la crucial diferencia que hay entre lo veraz y lo verdadero. En un Estado democrático nadie puede imponer una verdad. La veracidad que la Constitución exige consiste exclusivamente un contraste diligente de las noticias. Una noticia puede ser contraria a la verdad declarada judicialmente y, sin embargo, ser veraz en la medida en que se contrastó de modo diligente. Se quiere evitar así una tentación consustancial al ejercicio del poder: la de establecer cuál es la única verdad aceptable e impedir que se difundan versiones de los hechos distintas a la suya.

La lucha contra las fake news. Nos estamos acercando a una situación en la que basta calificar de bulo a cualquier información incómoda para desacreditarla y, en el peor de los casos, llegar a prohibirla. El Presidente Trump es un experto en eso: calificar de mera invención a cualquier información negativa de la que él tenga otra versión. En nuestro país está sucediendo lo mismo, sobre todo a raíz de la crisis en Cataluña. Cuando se publica una información en la que se da un número de participantes en determinada manifestación, siempre hay alguien que lo califica de fake news y presenta las cifras -superiores o inferiores según convenga- que son a su modo de ver las verdaderas. Se hace incluso desde la Administración: por ejemplo, el Estado habló de noticias falsas respecto a la cifra de heridos proporcionada por la Generalitat en el referéndum del uno de octubre cuando en realidad lo único que había era una discrepancia en cuanto a qué patologías debían considerarse como heridas.

Este uso de la expresión para referirse a informaciones erróneas o con las que se discrepe es en sí mismo un modo de manipulación. Si consideramos bulos todas las noticias que nos parezcan equivocadas, con independencia de que estén inventadas de modo deliberado, la categoría acaba perdiendo valor. Se convierte en una denominación genérica de disconformidad o en un recurso retórico sin contenido que, no obstante, salpica a cualquier información con la sombra de la duda sobre la mera existencia de los hechos que recoge. Así se incrementa la confusión del lector, se aumenta la indefensión de la ciudadanía y -en última instancia- se propicia que las auténticas noticias inventadas calen y consigan orientar la opinión pública a partir de hechos ficticios.

Donald Trump lo ha comprendido perfectamente. Llama fake news a todo lo que se publica en su contra para dar cobertura a las noticias efectivamente inventadas y difundidas por sus partidarios. En Cataluña está pasando lo mismo. Al decir que el evidente apoyo masivo a las convocatorias independentistas es una noticia inventada, por ejemplo, sólo se crea confusión sobre el resto de noticias. A partir de ahí los independentistas sólo leen noticias independentistas y los partidarios de la unidad sólo las que coinciden con su visión. Así se abona el terreno para que la ciudadanía acabe creyendo que una foto de hace tres años se tomó el día antes, o que un Estado de la Unión Europea ha reconocido la independencia de Cataluña. La mayor falsedad posible en estos tiempos es llamar a todo noticia falsa.

Viñetas: 1. Plataforma en Defensa de la Libertad de Información (PDLI). 2. Shovel. 3. Banx. 4. Joedator.

Joaquín Urías

El prestigioso diccionario británico Collins publica a final de cada año su listado de las nuevas palabras y expresiones que más se han usado. El número uno de esa lista durante el año 2017 lo ha ocupado la expresión “fake news”, que se suele traducir como ‘noticias falsas’, aunque debería hacerse como ‘noticias falseadas’.

Publicado el
1 de febrero de 2018 - 09:41 h
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