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Por qué los españoles ven en la inmigración el gran problema cuando a nivel personal admiten que no les afecta

El “peccadiglio di Spagna” en su versión contemporánea

Javier Palao

En 1524, Ludovico Ariosto escribía la sexta de sus célebres Sátiras, dirigida al escritor humanista Pietro Bembo. En ella le pedía un profesor de griego para su hijo Virginio, que estudiaba en Padua. En el texto, le encarecía que fuese un preceptor de confianza por la solidez de su doctrina y por la virtud de sus costumbres morales:

Y, a continuación, añade:

Ariosto le pide a su amigo Bembo que el maestro no profese “el pecadillo de España”; es decir, que crea en la santísima Trinidad y que acepte “que uno y trino puedan ser”. Aprovecha el autor de Orlando Furioso para lanzar una pulla teológica contra los españoles, tan poderosos en aquel tiempo en Roma –incluida la Corte pontificia– y en toda Italia. Y es que estos ofrecían una imagen en la Europa de entonces muy distinta a la que nos han mostrado los libros de texto con los que nos formamos en colegios e institutos. Lejos de la devoción fanática y de la ortodoxia católica intransigente y sin fisuras con que se pintan en ellos, los españoles eran vistos como una amalgama heterogénea de escépticos, creyentes a medias, analfabetos del catecismo y de la formación religiosa más rigurosa, gentes de fe vacilante e incierta, poco fiables e hipócritas… Dignos descendientes, pues, de los musulmanes y moriscos que todavía poblaban extensas regiones de la Península, y de los judíos que, aun cuando acababan de ser expulsados de los territorios de la monarquía, dejaban en los conversos o marranos –vaya nombre– la funesta semilla de la herejía y la heterodoxia.

El “pecadillo español” era la duda en el dogma de la Santísima Trinidad y, por extensión, una acusación –bien antisemita, por cierto– de increencia en la fe verdadera y de escepticismo ante los dogmas de la Santa Madre Iglesia, heredados de los genes islámicos y hebreos presentes en una parte nada despreciable de la población hispana de entonces. El propio Erasmo rechaza una invitación del cardenal Cisneros para ocupar una cátedra en Alcalá de Henares (“non placet Hispania”) que luego concreta en una carta a Fabricius Capito: “Los judíos abundan en Italia; en España, apenas hay cristianos”.

Aquel estereotipo –un tópico, más bien– se sustentaba en realidad sobre diversos elementos: el mayor aislamiento peninsular, respecto de los centros y núcleos de poder de la Europa de entonces; una red de universidades dispersas, menor en densidad y menos conocidas en el continente, que hacían surgir dudas sobre su capacidad formativa; la coexistencia de masas de población cristiana, musulmana y judía, una circunstancia única en el continente; la expansión súbita de la monarquía, a un lado y otro del océano, que había llevado incluso a dos Papas hispanos a sentarse en la silla de Pedro…

La respuesta a aquellas sospechas, que tampoco tenían mayor importancia, fue exagerada, como si se quisiera dejar la ortodoxia religiosa de los españoles fuera de toda duda. Así, la nueva Inquisición creada por los Reyes Católicos se dio un baño de sangre y fuego depurativos con las minorías religiosas, que la Monarquía acabó rematando con la expulsión de los moriscos en 1609. La sociedad dio en un delirio de linajes con limpieza de sangre, proclamas de honras y honores bien hueras, cristianías viejas e hidalguías sin mancha… que acabaron conformando un mundo muy alejado del moderno que se gestaba en el norte de Europa. Hasta se desarrolló una cocina intensiva del cerdo que aprovechaba todas las partes del animal, como si fuese una profesión de fe culinaria…

La sociedad española no se convirtió por esta vía en un colectivo más culto y mejor formado, sino en uno de los más fanatizados del continente en el plano religioso. El “peccadiglio” fue el anticipo de la leyenda negra de un país atrasado y primitivo, repleto de frailes cazurros, campesinos miserables, soldados crueles y élites parasitarias, alejado de los estándares sociales y culturales europeos. España acabó configurándose así como un país exótico, ya en el siglo XIX. Las Universidades siguieron siendo pocas y atrasadas; la educación apenas avanzó y el índice de analfabetismo, a fines del XVIII, era de los más altos de Europa. El dogma trinitario se defendió –como el inmaculista– con más fervor que convicción, pues tampoco la teología avanzó hasta niveles notables. Paradójicamente, los mejores teólogos se alumbraron durante el reinado de Carlos I y se apagaron después de Trento. La Inquisición se encargó de eliminar los tímidos brotes de humanismo, a veces de corte erasmista, y Felipe II remató la faena prohibiendo a los universitarios españoles estudiar en otros países –Pragmática de 22 de noviembre de 1559– para evitar que entrasen en contacto con la Reforma protestante. Cuando llegó el tiempo de las revoluciones, en este país nadie sabía nada sobre la separación de poderes, la representación política o quién era John Locke (aun así, hay historiadores que siguen manteniendo que los Borbones modernizaron la España de entonces; en fin…).

Viendo el panorama de estos últimos días y años, a uno le da la impresión de estar viviendo un nuevo capítulo de ese “pecadillo”, transportado a la actualidad y con otros conceptos. La historia política española contemporánea es bien conocida en sus líneas generales. Los siglos XIX y XX contemplan –en el mejor de los casos– el imperio de una forma adulterada del liberalismo político: el doctrinarismo o moderantismo, es decir, una lectura y una práctica mistificadas de los principios esenciales del liberalismo clásico o radical, tal como lo podemos encontrar propuesto en las obras de Locke, Montesquieu o Burlamaqui –entre muchos otros– y aplicado con mayor o menor fidelidad en los países del norte de Europa y al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos. En España, la soberanía no corresponde solo a la nación, sino que se comparte con la Corona, que goza de un papel exorbitante en el gobierno hasta el exilio de Alfonso XIII; se reconoce el derecho de sufragio, pero fuertemente limitado por requisitos sociales, profesionales o económicos –censitario–, con lo que se reserva a una minoría de la población masculina; la representación política corresponde así a una reducida élite nucleada en torno a unos partidos típicamente de cuadros, sin militantes, que llegan incluso a denominarse dinásticos y que se configuran como meros mecanismos para ganar las elecciones y gobernar; se establece una separación de poderes formal, pues en la práctica el Ejecutivo somete a los otros dos mediante mecanismos viciados: elecciones amañadas que designan un Parlamento dócil al partido en el Gobierno a través del pucherazo de turno, y la selección de los jueces por el ministro de Gracia y Justicia, que escoge a los más proclives al poder. No hay propiamente una cultura de los derechos humanos, simplemente porque es imposible: ni se ha elaborado por los juristas o por las Universidades, ni es estimada por la clase política, ni es conocida por la mayor parte de la sociedad –como si fuese un arcano, vaya–. De este modo, las partes dogmáticas de nuestras Constituciones se elaboran sobre una concepción estatalista de los derechos: éstos son los que el Estado reconoce y concede –no son previos ni autónomos–, y la regulación de su ejercicio se defiere a leyes ordinarias y hasta a reglamentos. El contenido es, en ocasiones, bien pobre –Constituciones de 1837 y 1845–, y en otras, como en la de 1876, tramposo.

Se construyó así una monarquía pseudoparlamentaria, una falsa democracia de baja intensidad y menor calidad, y un presunto Estado de derecho en el que éste se hallaba al servicio de las clases rectoras. Cronistas certeros no le han faltado, desde Galdós a Baroja, pasando por Barea. Y es verdad que hubo algunos intentos de superar esa situación y acercarnos al patrón europeo, señaladamente en 1868 y 1931, ambos rematados con la instauración de sendas repúblicas. Pero en los dos casos, las fuerzas de siempre, amparadas también como siempre en el ejército, dieron al traste con el esfuerzo modernizador y reclamaron el monopolio de un poder en el que estaban permanentemente instaladas.

El aislamiento exterior que preconizaron aquellos Gobiernos, y que fue el santo y seña de la diplomacia española durante siglo y medio, contribuyeron igualmente a acuñar un nuevo “pecadillo de España”, es decir, un país aparentemente incluido en el escenario europeo, pero atrasado, pobre e incapaz de desarrollar un régimen político homologable al de las naciones de su entorno, en buena medida porque no podía creer en él. Si el pasado plurirreligioso dificultó la inclusión de la Monarquía Hispánica en el concierto de las naciones cristianas, el pasado político de la España contemporánea le impedía hacer lo propio en la Europa de los imperios.

El programa de gobierno de la II República trató de recoger lo mejor de las ideas expresadas hasta aquella fecha para la regeneración del país. Se buscaba sacarlo del atraso secular en todos los ámbitos –social, económico, cultural y científico, etc.–, modernizar y democratizar sus estructuras de poder y superar, de una vez por todas, el lastre del moderantismo. La parte dogmática de la Constitución incluía por vez primera derechos sociales. Un Estado social de derecho, una república democrática de trabajadores de todas clases… Aquel proyecto fue truncado por los de siempre, por aquellos que venían detentando el poder en España durante más de un siglo, mediante el mecanismo habitual: el golpe de Estado. La guerra que siguió a la rebelión militar hundió al país en el peor de sus abismos y lo condujo a una cuarta división en el concierto de las naciones de su tiempo.

La dictadura franquista congeló a una sociedad ya de por sí atrasada, y en algunos aspectos la devolvió a la Edad Media. Se impuso un relato homogéneo en las ciencias sociales y humanas, y se acalló la disidencia con los métodos más diversos. Se demonizó la política y se buscó, conscientemente, educar un tipo de ciudadano competente en lo profesional pero con mentalidad de vasallo en sus relaciones con el Estado. Una buena muestra literaria la constituye aquel sobrino que conduce en su coche a Max Aub a las gestiones para tratar de recuperar los libros que constituyeron su biblioteca y que estaban depositados en la de la Universidad de Valencia. Fastidiado por lo que juzga una pérdida de tiempo y por la actitud de su tío, que parece tratar de remover un pasado para él remoto y deliberadamente ignorado, acaba enfrentándose a él con dureza:

Es un precursor del discurso, tan actual, sobre lo innecesario y hasta contraproducente que resulta remover el pasado. La suya era una generación conformista e identificada con el sistema en su mayoría –también están los que militan en la oposición activa al régimen, no lo olvido–, ahormada por un sistema educativo bastante más interesado en que aprendan los productos minerometalúrgicos del Turquestán chino o a cuantificar el calor que desprende un objeto móvil cuando desciende por una rampa, antes que los sistemas políticos de otros países o cómo es la sociedad en que viven. En un contexto así, el “pecadillo español” se acrecienta y consolida. Europa empieza en los Pirineos y el país queda más aislado –políticamente hablando– que nunca.

Difícilmente puede un país tan convulso y tan castigado disipar sus fantasmas y recobrar una cierta normalidad. La Transición fue una buena oportunidad, y el país la aprovechó parcialmente. Hace poco, el periodista Pedro Vallín recordaba que la Transición fue un pacto, no un consenso. En un pacto, las partes que intervienen renuncian a algo para alcanzar el acuerdo; el consenso, sin embargo, requiere el esfuerzo previo de alcanzar una posición común en la que las partes convergen. El consenso puede tener una vigencia intemporal conforme se sumen más partes –o ciudadanos–. Sin embargo, el pacto la tiene limitada a las que intervienen en él, y se explica entre ellas, por lo que pierde vigor con el paso del tiempo. En la Transición, los que habían detentado el poder durante el franquismo –y antes, claro– renunciaron a su monopolio y aceptaron dirimirlo en elecciones libres (aun cuando con un sistema electoral más cercano a sus intereses y conservando una influencia neta en el poder judicial).

A cambio, la oposición democrática renunció a la revolución, a juzgar las responsabilidades derivadas de la dictadura y a poner en valor la República traicionada, aceptando algo tan exorbitante como la Ley de Amnistía de 1977. Por eso se dice que la Transición fue en realidad un pacto por el olvido, un olvido que permanece aun en nuestros días. Y por eso es tan difícil explicarla a los más jóvenes: ellos no fueron parte del pacto, no entienden los condicionantes de la época y no se sienten obligados por ellos. Y tienen buena parte de razón. La monarquía, por ejemplo, fue una de las condiciones del pacto; por eso se ve ahora cuestionada, y más cuando quienes ocupan la jefatura del Estado se comportan de manera nada ejemplar. A lo mejor hay que explicarle esto a esos políticos clásicos de aquella época que, como Alfonso Guerra, pasan el día dando lecciones de democracia y explicando lo bien que se hizo todo a partir de 1976, sin percibir que solo los de su edad –y no todos– les compran el relato, y cada vez son menos…

La Constitución fue el fruto más importante de aquel pacto, con sus virtudes y sus defectos. Lo que ocurre es que, cuarenta y tantos años más tarde, perdido aquel contexto histórico y en una sociedad muy distinta de la que alumbró el código de 1978, los segundos tienden a verse más que las primeras. Y, al ser el resultado de un pacto, los que no participamos en él –y me incluyo, como más de la mitad de la población española–, más allá de cumplir con sus mandatos y respetarla razonablemente, nos acercamos a ella con una visión distinta, sin prejuicios ni condicionamientos históricos. Tejero nos queda muy lejos… Que la política española no sabe de consensos, y sí de pactos, lo demuestra la incapacidad absoluta y completa para reformar el texto constitucional. Es un mal que viene de lejos: desde 1812 este país no ha hecho ni una sola modificación de calado en una Constitución; y no será porque no las ha habido… Pero ahora mismo, los que se aferran al texto incólume de 1978 no necesitan nada de los que sí querríamos cambiarlo y actualizarlo, por lo que la posibilidad de un pacto sigue desvanecida. Enhorabuena: las personas con diversidad funcional seguirán siendo “disminuidos físicos, sensoriales y psíquicos”; menos mal que no los llamaron subnormales o deficientes, términos también vigentes en el pleistoceno de las ciencias sociales…

Decía antes que el franquismo contribuyó a hacer casi imposible la eliminación del “pecadillo” que nos sigue persiguiendo desde los tiempos de Cádiz. Son muchos los aspectos afectados por tendencias y usos que la España del dictador acuñó con sello de hierro. El discurso historiográfico es uno de ellos. Todavía hoy resulta exótico explicar nombres como los de Abulcasis, Ibn Hazm, Averroes, Ibn Arabi, Maimónides o Ibn al-Abbar, así como la espléndida cultura y la sociedad en la que se desenvolvieron durante siglos en la Península. A Franco y sus panegiristas les molestaba recordar que el Islam estuvo presente aquí durante muchos siglos. Pero, a día de hoy, su presencia en libros y manuales sigue siendo muy reducida respecto al relieve y la extensión del periodo histórico… Por cierto, los detractores de la descentralización política de nuestro país, herederos muchos de ellos de antiguos gerifaltes franquistas, siguen utilizando el término “reinos de taifas” para referirse peyorativamente a las comunidades autónomas, ignorando que la mayor parte de aquellos poetas, matemáticos y científicos andalusíes encontraron allí su escenario vital. También ignoran que muchos de ellos tuvieron que marchar al exilio tras la conquista –que no “reconquista”– cristiana, inaugurando una larga y nefasta tradición hispana de expulsiones y exilios forzados. Pero es que, en general, lo ignoran todo…

Más doloroso resulta que la ideología y las consignas creadas por la Dictadura continúen infectando el relato histórico sobre la II República y la guerra civil. Los manuales siguen hablando de “alzamiento”, de “inevitable guerra fratricida”, o aun refieren el cuento de la muerte de Calvo Sotelo como causa inmediata de la sublevación, que se vende como ineludible al ser una reacción contra un supuesto caos imperante… No hay que olvidar que quienes sostuvieron al régimen de Franco en sus últimos años estuvieron entre quienes pilotaron también la transición a la democracia, e impusieron ese relato equidistante que repartía responsabilidades por igual entre un Gobierno legítimo y constitucional, y otro surgido de una rebelión militar y un golpe violento contra la legitimidad democrática. Los estudios e investigaciones que salían de las Universidades y que demostraban la enormidad de la represión franquista no parecían calar en los manuales de secundaria y bachillerato (unos manuales, por cierto, que tergiversan y manipulan la historia no solo en las comunidades autónomas con gobiernos nacionalistas, sino también en las grandes editoriales con sede en Madrid, como demuestran los estudios de Jorge Saiz Serrano). Por mi parte, puedo atestiguar los enormes obstáculos que tuvimos que vencer los historiadores para poder acceder a los archivos con testimonios de la guerra, en algunos casos 70 años después de acabada ésta… Algunos casos, como los de la documentación conservada en los archivos de Capitanías y Comandancias Militares, han sido escandalosos, más propios de países tercermundistas donde el ejército no tiene la conciencia de ser un servicio público sometido al imperio de la ley. Pero, claro, ¿qué nos cabe esperar en un país que tiene una Ley sobre Secretos Oficiales de 1968 que carece de plazos para desclasificar los documentos correspondientes y vulnera derechos fundamentales con el mayor de los desparpajos? La sombra del franquismo, tan alargada, se extiende por todas partes…

Ello repercutió en la paupérrima política de reconciliación, resarcimiento y memoria –para qué hablar de “justicia transicional”– que el Estado español llevó adelante desde 1975: hasta 2007 (¡32 años después de la muerte de Franco!) no encontramos un primer intento, fallido por cierto, de hacer desde la ley una política de la memoria en nuestro país. ¿Cuántas veces no ha sido amonestada España por estas razones, y por la nefasta Ley de Amnistía de 1977? Puede entenderse una cierta prudencia en los primeros años, pero, ¿qué impidió al Gobierno socialista de Felipe González avanzar con decisión en esta materia, cuando exiliados y represaliados aun estaban vivos? Hace apenas dos meses, toda una vicepresidenta del Gobierno actual anunciaba que la nueva ley sobre memoria histórica que se presentará próximamente en el Congreso “saldará la deuda pendiente con el exilio republicano”. Una noticia como ésta produce un intenso sonrojo y una sensación no menor de vergüenza ajena si tenemos en cuenta que los últimos exiliados salieron de España en marzo… de 1939, hace más de 80 años, y cuando la totalidad de ellos ya han muerto. Menos mal que las Universidades y algunas asociaciones han hecho el trabajo de estudiar –con fondos bien reducidos, por cierto– y poner en valor su legado y el tremendo agujero que su marcha produjo en nuestro país. Otra cosa es que nuestras autoridades, consciente o inconscientemente, no se hayan enterado. También aquí el dictador sigue teniéndolo todo atado y bien atado…

La visión de la política como un oficio ruin al que se dedican aprovechados y aventureros que solo buscan el medro personal y el lucro contante y sonante es igualmente una de nuestras herencias de la dictadura. Aquel “Haga usted como yo, no se meta en política” que le espetó Franco al director del diario Arriba sigue pesando como una losa y se traduce en una falta de cultura política espantosa en buena parte de la población española (que, todo sea dicho de paso, aun piensa que el general, sus militares y ministros no hacían política, como si la dictadura no fuera una forma más –pésima– de política). Uno de los resultados es esa confusión, tan nuestra, entre el liberalismo político y el económico, de manera que resulta que nuestros mayores liberales son habitualmente personajes de extrema derecha que en realidad abominan de los principios del liberalismo político radical. Todavía hoy, en España, cuando alguien manifiesta su intención, y su vocación, de dedicarse a la gestión pública, formándose incluso para ello a nivel universitario, o se integra en un partido político, es mirado con esa suspicacia socarrona y paleta, tan típicamente española, del que para sus adentros piensa “tú lo que quieres es forrarte”. Lo que no piensa es que, muy posiblemente, los abundantes casos de corrupción que han azotado a nuestro país durante el periodo democrático se deben a esa falta de cultura política que vengo denunciando, y a la confusión entre los intereses personales o privados y los públicos que a menudo ponen de manifiesto, porque nadie ha dedicado un rato a explicar qué es y en qué consiste el interés público.

La falta de formación política, jurídica y social se encuentra también en la base de la carencia de una verdadera cultura de los derechos. Este es un déficit plurisecular que nos aleja de nuestros conciudadanos europeos, para los que ese pasado dictatorial sigue siendo un lastre a la hora de vivir en democracia. La gente confunde –a veces interesadamente– la libertad como derecho fundamental con el libertinaje de hacer lo que a uno le dé la gana, como tanto estamos viendo en estos días de pandemia. ¡Habeas Corpus! Pero eso no evita que se pontifique en las redes sociales con las ideas más peregrinas, que se exponen con la misma solvencia y contundencia con que lo haría un John Rawls… Y prueba a disentir, que la misma autoridad parece tener un catedrático dedicado a estudiar estos problemas durante décadas que un ignaro formado en esa nueva escuela del saber que es Twitter… No me extiendo ya con la escasa formación sobre la materia de nuestros más altos jueces, y que es la razón por la que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos nos saca los colores periódicamente, como recuerda una monografía recientemente publicada por el profesor Ricardo Juan. En estas cuestiones, los pleiteantes comienzan su largo periplo pensando ya en Estrasburgo, lo que es un hecho terrible a los ojos de un alemán, por ejemplo. Me consta personalmente la extrañeza de funcionarios y magistrados europeos radicados en Bruselas acerca de la forma en que en España se abordan los problemas relacionados con las libertades o derechos de expresión, de manifestación o de asociación. Nos quedan muchos años para asumir e integrar comme il faut los estándares continentales sobre estas materias.

Sin embargo, no hay que asustarse demasiado. Porque todos estos problemas, estas cuestiones, tienen solución. Y no es otra que la educación, la formación, el aprendizaje si se quiere. Pero para ello hay que liberarse de otro de los lastres que nos ha legado el franquismo, el que he dejado para el final. Si analizamos sin excesiva pasión los planes de estudios de la educación secundaria y del bachillerato en nuestro país, comprobaremos que sigue habiendo una auténtica indigestión de contenidos tocantes a las ciencias experimentales (física, química, matemáticas, ciencias naturales…), mientras que humanidades y ciencias sociales se explican siempre en combinaciones a menudo raras, contra natura, y a niveles tan básicos que asustan. El resultado final es que un estudiante de ciencias experimentales abandona el bachillerato sabiendo cálculo matricial y resolviendo ecuaciones de Schrödinger, mientras que el de los otros bachilleratos egresa con una tintura confusa de diversos conocimientos que apenas le aprovechan después. A veces tengo que explicar que, en Derecho, un equivalente aceptable a los sistemas de Schrödinger –o al principio de indeterminación de Heisenberg– sería conocer el principio de irretroactividad de la ley penal desfavorable. Sin embargo, un bachiller en sociales y humanidades no sabe ni siquiera qué es el Derecho (el equivalente en Matemáticas sería saber sumar o restar).

Los planes de estudios del franquismo cargaron la mano en el apartado de las ciencias experimentales, y limitaron las humanidades a la memorización de los contenidos recogidos en los infames manuales de la época. Las primeras no permitían debates ni disensiones: a(2) + b(2)= c(2), ácido + base = sal + agua, y punto. Conforman un tipo de mentalidad como la del sobrino de Max Aub, que había estudiado una ingeniería. En cuanto a las otras, a ver quién se atrevía a discutir la autoridad del profesor o del manual cuando afirmaban que la guerra civil fue una cruzada… Las ciencias sociales se redujeron a la celebrada asignatura de “Formación del espíritu nacional”, frustrado intento del régimen para adoctrinar a los estudiantes de la época y que se acabó convirtiendo en una “maría” ideal para aprobar sin dar golpe. Por supuesto, nada de sociología, de antropología, de derecho o de economía, no fuese a ser que estos mismos alumnos se pusiesen a pensar y a razonar sobre la sociedad en que vivían y terminasen atando cabos… En humanidades, mucho latín y griego, y poco Cicerón y Tucídides, cuando el tiempo en que vivimos seguramente recomienda lo contrario.

Esto puede entenderse durante la vigencia de un régimen dictatorial. Pero ahora mismo ya es insostenible. La diferencia entre los planes de estudios de la Ley Villar y los actuales estriba, sobre todo, en las didácticas y en la exigencia de contenidos. Las ciencias sociales siguen ausentes, con una excepción: las asignaturas de contenido económico en el bachillerato. El derecho, y los derechos, también están ausentes. Hace poco una abogada de Murcia contaba que, con algunos compañeros, recorrían los institutos de la comunidad autónoma dando charlas sobre los derechos fundamentales; los alumnos descubrían así un mundo que intuían, pero del que nadie les había dado noticia. Cuando les preguntaban que dónde denunciarían una violación de estos derechos que les afectase a ellos, casi todos respondieron sin dudar: “En la televisión”. En fin: hemos delegado en Netflix un aspecto esencial en la formación de los futuros ciudadanos de este país. No es el único caso cómico: hace un par de años se efectuó una encuesta entre alumnos de educación secundaria en que se les preguntaba, entre otras cosas, que qué era la Constitución. La mayoría (más de la mitad) contestó que era “un día de fiesta” o “un puente festivo”. Y recuerdo aquí solo algunos de los términos jurídicos que la pandemia ha puesto de moda: estado de alarma, ERTE, permiso retribuido, habeas corpus, testamento vital, eutanasia, derecho de reunión y de manifestación, delitos de odio y desobediencia, suspensión de plazos… Como este tipo de cosas jamás se han visto en escuelas, institutos y colegios, los expertos más variopintos (incluso los epidemiólogos) han podido dar su opinión y explicar (un eufemismo, en muchos casos) qué era toda esta selva de cuestiones y problemas sociales nacidos al socaire de una pandemia vírica.

A nuestra clase política no se le cae de la boca la palabra “Constitución”, que es, al parecer, la panacea para todos nuestros males; pero luego no se molestan en incluir una materia que la exponga en sus contenidos y en sus repercusiones. ¿Cómo se explica esto? Tampoco se enseña con propiedad la estructura política e institucional de nuestro país: la Constitución, los poderes, los partidos políticos, la organización territorial, qué es la Administración o el “Gobierno de España” ése que sale en los anuncios… Nuestras autoridades parecen conformarse con una lección al final de algún temario abigarrado de historia contemporánea de España (que a menudo ni se explica, por ser la última) o de esas “ciencias sociales” que empaquetan conjuntamente a Chindasvinto con los ríos del país, su orografía y su clima, y una referencia en nota al pie sobre el desarrollismo de los años 60. Además, se confiere la explicación de estos contenidos tan someros a profesorado que no está adecuadamente preparado para impartirlos. Sólo hay que ver, en mi propia Universitat, en qué consiste la asignatura “didáctica de las ciencias sociales” y qué materias abarca. Desde luego, ni derecho, ni política, ni sociología, ni antropología… La mitad es historia, disciplina que la propia institución no duda en situar dentro de la oferta de grados… en Humanidades. Valga, pues, como muestra de la confusión y pobreza de contenidos que siguen campando a sus anchas en nuestros planes de estudios y que, desde luego, no se aceptarían en modo alguno en los currículos de ciencias experimentales o de la salud.

Estos planes, pues, siguen teniendo una materia pendiente, que no es otra que la de formar ciudadanos responsables y conscientes. Y para ello hay vías y soluciones. En el Bachillerato debería incluirse al menos una asignatura de modalidad sobre Constitución y derechos humanos; y si se incluyese otra sobre la estructura del Estado (poder legislativo, ejecutivo y judicial y sus instituciones; Estado central, comunidades autónomas y ayuntamientos; cogobernanza; Jefatura del Estado; política exterior; etc.), estaríamos proporcionando una guía para entender (y criticar) lo que están viendo a todas horas en los medios de comunicación y en las redes sociales. Lo que se pide no es exorbitante; al fin y al cabo, ya hay una asignatura que explica todo esto… en relación con una empresa. Si nos parece más importante saber cómo funciona una empresa que entender cómo lo hace el Estado, dígase en voz alta y evítesenos más esfuerzo. Reconoceremos el triunfo del franquismo ideológico y del pseudoliberalismo económico, y nos dedicaremos a otras tareas… Mientras, nuestros conciudadanos seguirán pensando que las leyes han de obedecerse y respetarse en función de si es el partido al que votan el que las ha promulgado, o no. Y si no lo es, se demonizan y se hacen opinables y optativas según la conveniencia personal.

La pandemia ha demostrado que el gran fracaso de nuestro país ha radicado en la gestión social de la crisis. El enfoque únicamente sanitario y epidemiológico, unido al represivo durante el confinamiento obligatorio, ha sido el caldo de cultivo perfecto para la explosión de contagios que estamos viviendo y para el comportamiento incívico de una parte significativa de nuestra sociedad. Se han creado comités de expertos repletos de médicos y enfermeros, pero sin juristas, sociólogos o politólogos. El resultado es que no se ha sabido hacer frente al movimiento negacionista (más allá de la vía coercitiva), en buena medida porque no se ha sabido organizar de forma eficaz la comunicación científica; tampoco ha sido posible convencer a la población de los requerimientos sociales de la lucha contra la pandemia (distanciamiento, uso de mascarillas, higiene colectiva, evitación de reuniones familiares y sociales, disminución del ocio a límites admisibles…); no hemos llegado a los jóvenes, porque nadie se ha planteado cómo hacerlo, más allá de un prestigioso epidemiólogo que pedía a través de las pantallas la ayuda de los influencers (alguno de los cuales había recomendado en días anteriores beber agua caliente o respirar más despacio para eliminar el virus); etc. La reflexión reciente que hacía en La Vanguardia Carles Feixa, profesor de Antropología en la Universitat Pompeu Fabra y especialista en culturas juveniles, va en esa dirección: es necesario un análisis social, y no solo el que hace lo que él llama “el gran hermano sanitario”; así, al moralismo religioso le habría sucedido una ideología higienista de control del cuerpo marcada por planteamientos médicos y sanitarios. Se puede estar más o menos de acuerdo, pero este análisis es tan necesario como el otro.

Mientras tanto, el resultado de la perspectiva higienista lo tenemos en las portadas de los periódicos y los telediarios: fiestas raves e ilegales (más de 100 en Madrid en una sola noche); macrobrotes –de los más grandes de Europa– protagonizados por jóvenes en colegios mayores y residencias por acudir a esas mismas fiestas terrazas de bares atestadas de gente sin medidas de protección; hordas de energúmenos enfrentándose a la policía en Burgos, Barcelona o Valencia; y un grupo de políticos de medio pelo, encabezado por la presidenta de la Comunidad de Madrid, acusando al Gobierno de franquista y liberticida por confinar a la población. Mientras tanto, todas las estadísticas subiendo en flecha y los hospitales, otra vez al borde de la saturación. La relajación y el egoísmo social están en la base de nuestro récord europeo de contagios, junto con otros factores que no olvido, como el de la pobreza, que también es social; si eso no se combate, ni un millón de rastreadores o de médicos de atención primaria serán suficientes para atajarlo. Pero si nunca se les ha explicado a nuestros conciudadanos lo que es la sociedad, su sentido comunitario, cómo afectan nuestras acciones a los demás y los límites de nuestros derechos a ese respecto, ¿qué esperábamos? Ya sabemos que el individualismo es una de las bases de nuestro comportamiento social, frente al agere comunitario o colectivo de los países orientales; mas si no se educa y se corrige en sus aspectos más extremos, el individualismo se convierte en un egoísmo feroz rayano en el autismo. Una parte, por suerte minoritaria, de nuestros jóvenes ha dado buena muestra de ese comportamiento salvaje: sabiéndose poco o nada vulnerables ante el virus, desafían las prohibiciones con el sorprendente argumento de que queremos robarles su juventud y el derecho a divertirse. No entienden nada, no son capaces de percibir las posibles consecuencias inmediatas y sucesivas de sus actos: el contagio de un familiar que sí es vulnerable, por ejemplo.

Más de uno ha recordado en las Universidades lo poco que invierte nuestro país en la investigación y formación en ciencias sociales. Si no educamos ciudadanos en las aulas, ¿cómo les vamos a exigir luego que se comporten como tales? En vano reclamará el profesor Javier de LucasJavier de Lucas, recordando a Cicerón y con toda lógica, que la salud del pueblo debe ser el primer imperativo y la guía de las decisiones políticas (“salus populi suprema lex esto”), si no explicamos primero qué cabe entender por “salus populi” y su importancia en el seno de una sociedad moderna. Y si nos rendimos a las primeras de cambio cuando los mismos herederos del franquismo ideológico nos acusen de querer adoctrinar con esta clase de materias, ¿cómo vamos a decir que trabajamos por un país mejor? El profesor Jacobo Dopico recordaba hace poco que adoctrinar es, precisamente, no proporcionar formación sobre la Constitución o los derechos fundamentales en los niveles de formación no universitaria…

En fin, en la mano de nuestras autoridades está el cambiar el signo de nuestras pautas y de nuestras políticas educativas. Y si no se hace nada, perfecto. El dictador nos sonreirá y nos guiñará un ojo desde el lugar donde ahora descansa (y rige parte de nuestro destino) eternamente; sus herederos dormirán más tranquilos sabiendo que el rebaño está a salvo de inquietudes y que puede seguir balando a gusto; y, cada vez que hablemos de la democracia en España, nuestros colegas europeos seguirán esbozando una sonrisa comprensiva mientras se acuerdan del pecadillo español.

* Este artículo ha sido publicado en una versión reducida por la Revista tintaLibre núm.85, de este mes de noviembre de 2020.

Ilustraciones: 1. La Santísima Trinidad: Corrado Giaquinto, 1754. 2. Escena de Inquisición: Goya, 1808-12. 3. Caricatura de la revista La Flaca sobre el fraude electoral en la Restauración. 4. La escuela, luz de la república (Museo de la Memoria - Ayto de Altura). 5. Miniatura del Códice de “Al-Tarisf” describiendo la utilización del cauterio. 6. Portada del Diario16. 7. Del libro Alicante: la guerra ha terminado. Ed. Media Vaca, 2019. Foto de José María Azkárraga. 8. Exposición La escuela en blanco y negro, Altura 2020. Foto de Fernando Flores. 9. Constitución española. Foto F. Flores. 10. Publicación del artículo en tintaLibre.

Javier Palao

En 1524, Ludovico Ariosto escribía la sexta de sus célebres Sátiras, dirigida al escritor humanista Pietro Bembo. En ella le pedía un profesor de griego para su hijo Virginio, que estudiaba en Padua. En el texto, le encarecía que fuese un preceptor de confianza por la solidez de su doctrina y por la virtud de sus costumbres morales:

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16 de noviembre de 2020 - 01:06 h
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