'Brexit': Una cuestión de derechos

Diego Blázquez

A lo largo de las últimas semanas mucho se ha escrito y comentado desde la publicación el pasado 2 de febrero de la carta del Presidente Donald Tusk a los miembros del Consejo Europeo sobre su propuesta para un nuevo acuerdo con el Reino Unido en la Unión Europea.

Se trata de un documento complejo en la forma y en el fondo, que se puede analizar desde los más diversos puntos de vista. Todos ellos importantes, ya que sin duda estamos ante una encrucijada para el proyecto comunitario. Pero además, lo que hoy se discute en el Consejo Europeo es también un problema de derechos fundamentales.

Y estamos ante esta encrucijada no solo por la posibilidad de salida del Reino Unido, sino porque estamos ante una situación de crisis de la UE. Una crisis compleja de carácter económico-financiero, político, social, pero sobre todo una crisis de identidad. De la identidad de la Unión que surge y se forja en un compromiso ético basado en la protección y extensión de los derechos humanos.

Brexit se aprovecha de esta crisis identitaria para imponer otro modelo de Unión Europea; una Unión Europea que se fundamenta en la idea de una supuesta inexigibilidad de profundizar en una la unión política; y, por lo tanto, excluye la concreción de ese credo político común que suponen los derechos fundamentales. Y, en este sentido, no deja de ser revelador que el documento de Tusk olvida cualquier mención a la idea de derechos, para refugiarse en los más cómodos “valores comunes”.

Una Unión Europea que se refugia en la economía y que deja a los Estados Miembros el espacio político y discursivo del orden público, un espacio donde los Estados Miembros se sienten seguros y con más capacidad de “demostrar” y “mostrar” lo que queda de su soberanía. Una conjugación de poderes que en los últimos años está produciendo una degradación del “estado de la libertad” en Europa, como ha señalado Conor Gearty, de la London School of Economics.

Para poder realizar esta operación de transformación, la propuesta de decisión pretende imponer una interpretación general de carácter regresivo tanto de los textos fundaciones de la UE como de la normativa derivada, que en ocasiones se propone modificar. Y se trata de una interpretación que pone en entredicho todos los derechos y sus fundamentos: su indivisibilidad, su universalidad y su interdependencia.

Si bien es verdad que el documento se ha publicado con antelación, la sensación de la opinión pública europea es que se trata de un negocio tipo “todo/nada”, “lo tomas o lo dejas”. Un acuerdo realizado a nivel técnico y sometido a continuación a la adopción política, sin mucho más control democrático, ni participación de ningún tipo. No es de extrañar que el Presidente Schultz haya tenido que recordar a Cameron que no puede garantizar la adopción de los contenidos del documento por el Parlamento: “la democracia no funciona así, no puedo anticipar los resultados en el Parlamento Europeo”, le ha tenido que aclarar.

Probablemente, esta falta de respeto a los derechos de participación responde a una patología ya muy conocida del sistema comunitario, sobre la que se debería abrir un debate para mejorar, y no empeorar profundizar como permite la propuesta de decisión.

Pero si los derechos de carácter político sufren, no es menos lo que sufren principios y derechos esenciales, como el de igualdad. En sus bases jurídicas, el documento olvida “sospechosamente” mencionar uno de los componentes esenciales del derecho a la libertad de movimientos del art. 45.3 TFUE: el derecho “de residir en uno de los Estados miembros con objeto de ejercer en él un empleo, de conformidad con las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas aplicables al empleo de los trabajadores nacionales”. Esta cláusula final, hace muy difícil justificar la propuesta que contiene el documento de abrir una posibilidad de condicionar temporalmente las condiciones de trabajo de los nacionales de otros Estados Miembros. Y menos hacerlo sobre la base de la protección del “orden público, la seguridad o la salud pública”.

Si bien podría ser posible que la idea de orden público (public policy) cubriera la protección y sostenibilidad de la Seguridad Social, no se justifica adecuadamente ni la adecuación, ni la eficacia de la medida para poder alcanzar ese objetivo, ni la proporcionalidad de la misma. Elementos de juicio jurídico insoslayables a la hora de limitar derechos.

Por otro lado, sorprende la inclusión de la medida cuando ya desde esta perspectiva el Tratado incluye en su art. 48 segundo inciso la posibilidad de veto para regulaciones que pudieran afectar a ese interés esencial de los Estados. Se trata más bien no de operar sobre la base de la abstracción y la generalidad, sino de abrir una posibilidad a la discrecionalidad de los Estados Miembros.

Pero de las diferentes familias de derechos, quien sale perdiendo son los derechos sociales, ya que detrás de la propuesta subyace la visión neoliberal de una Europa que reduce la libertad de movimientos a los cálculos del mercado de trabajo nacional, olvidando definitivamente otros objetivos comunitarios.

Si bien desde los tratados fundaciones de los años 50 hasta los 80 se mantiene ese espíritu que va más allá de la integración económica y la libertad de movimiento de los trabajadores, y cuya manifestación más importante es el Fondo Social Europeo, es a partir de finales de los 80, bajo el influjo de las políticas neoliberales, que se empieza a limitar la dimensión “social” comunitaria. De manera que esa mítica (y ahora olvidada) expresión fundacional de “la mejora de las condiciones de vida” se reduce a su vínculo con el acceso al empleo y las condiciones de trabajo.

Deshojando la margarita del Brexit

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Así es que estrictamente hablando ese “disfuncionamiento” de los pérfidos trabajadores que van buscando trabajo y mejores prestaciones sociales, podría hasta ser considerado hasta un fin y un medio del proyecto comunitario. Porque lo que exigiría ese objetivo es promover una tendencia al alza, el refuerzo de los derechos sociales, y no una apuesta a la baja, castigando a una parte de los trabajadores a disfrutar de peores y más precarias condiciones de trabajo en sus países de origen, o bien asumir un desconocido riesgo de potenciales peores condiciones que los trabajadores del país comunitario de acogida.

Pero también y sobre todo, Brexit es una mala noticia de derechos, porque, como puso ayer de manifiesto Pablo Bustinduy en la Comisión de Exteriores del Congreso, sorprende (y hasta escandaliza) la desproporción de energías y de sinergias políticas y técnicas entre el riesgo del Brexit (o de sus consecuencias políticas y derivadas financieras) y los tristes bandazos de indefinición y falta de coraje para afrontar conjuntamente la que es la mayor crisis de derechos humanos con la que se enfrenta Europa desde el fin de la II Guerra Mundial, la crisis de los refugiados.

World Press Photo 2016 

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