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Hace tiempo que asumí que encuentro algo irresistible en perder. Una parte es patológica, pues soy capaz de boicotearme hasta en los mejores momentos para acabar transformándolos en derrotas, y otra es simplemente que me atrae. Casi todos mis gustos, estéticos, deportivos, personales, la gente a la que admiro, son grandes perdedores o antihéroes directamente. La derrota es mi lugar natural, desde donde sale lo mejor de mí. Cuanto más abajo, más me motiva. El único gran ganador al que llegué a idolatrar fue Muhammad Ali, pero tengo un cuadro de él en el que recibe un puñetazo. Ni eso me permito.
Si la izquierda decide no asumir su compromiso lógico de mejorar la vida de la masa social a la que dice servir, viene un ciclo conservador. Nunca he votado por un partido que ganó unas elecciones, así que a mi condición de oposición permanente se unirá la de un pensamiento antagónico siendo hegemónico. Mi momento, vaya. Tiempo de volver adonde me gusta estar y redoblar mis ganas de pelear.
Pues no. Eso no pasa.
El domingo me sorprendí no viendo SalvadosSalvados. Para mí, el mejor programa de la televisión en abierto de este siglo. El más influyente. Además, iba de Díaz Ayuso, que debía ser una motivación mayor. Pero no, no lo vi. Conscientemente. Me puse la NBA. Y lo gocé.
Estoy cansado de la política cuando más me debería interesar. Salvados hizo una audiencia más baja de lo normal, y aunque posiblemente tendrá que ver con que el espectador del programa (mayoritariamente de izquierdas) no tuviera ganas de regodearse en la derrota, creo que ahí afuera hay más gente como yo. Agotada de la tensión política. Sin ganas de ponerle ganas. Sin gasolina para la indignación.
Puede que tenga que ver con la exposición al odio diario en redes. Puede que, además, tenga cierto miedo al acoso, creyendo como creo que lo de Pablo Iglesias solo fue el primer paso de un tiempo en el que los que nos manifestamos de izquierdas en cierta esfera pública vamos a ver rebasadas ciertas líneas rojas en nuestras vidas personales. Hay, también, una cierta sensación de "si a mí me va bien, que os den por culo a todos".
Puede que haya un poco de todo, pero yo solo cuento lo que me sucede a mí (que carece de interés) si me sirve para sacar un pensamiento que te sirva a ti. Y es que creo que si no cambiamos nuestra forma de relacionarnos como sociedad, si no eliminamos la tensión y el cabreo permanentes, si no rehacemos una especie de contrato tácito en el que la política pase a un segundo plano en nuestras tripas, vamos a acabar desarraigados, extenuados y melancólicos. Todos nosotros. Y si cada vez menos voces son proactivas en el tablero político, ganará quien tenga las llaves de la máquina. Y será peor el remedio que la enfermedad. Muchos, quizá, tenemos que dejar la política para poder hacer política.
Hace tiempo que asumí que encuentro algo irresistible en perder. Una parte es patológica, pues soy capaz de boicotearme hasta en los mejores momentos para acabar transformándolos en derrotas, y otra es simplemente que me atrae. Casi todos mis gustos, estéticos, deportivos, personales, la gente a la que admiro, son grandes perdedores o antihéroes directamente. La derrota es mi lugar natural, desde donde sale lo mejor de mí. Cuanto más abajo, más me motiva. El único gran ganador al que llegué a idolatrar fue Muhammad Ali, pero tengo un cuadro de él en el que recibe un puñetazo. Ni eso me permito.
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