Gurús y correcaminos

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Sospecho que el cardiólogo me controla el algoritmo. Insólito, dantesco, ¡probabilístico! La otra tarde estaba viendo vídeos de gatitos en la internet cuando, de repente, un mozo comenzó a contarme las bondades de levantarse a las cinco (a.m.), entrenar en ayunas y ducharse con agua fría. Sin estar condenado a galeras ni nada. Motu proprio. «Un error en la matrix», me dije; «las máquinas son tontísimas, Joaquín, tu sueldecillo de columnista no corre peligro», me añadí. Tengo (ya lo ven) un rico mundo interior.

Al rato, mientras fregaba los platos, la reproducción aleatoria brincó de mi trepidante cursillo para aprender ladino al repugnante testimonio de superación personal de un fulano sudoroso. Ignoro cuál de mis numerosísimos pecados estará causando este acoso de señores que un día se pusieron a correr y, simsalabín, encontraron la felicidad. ¿Por qué, tras los fundadísimos consejos de un coleccionista de muñequitos de Chewbacca, aparece un propio que se hace treinta y siete maratones en el puente de la Purísima? A mí, que tengo un taburete en el descansillo del segundo por si la subida se pone fea.

Las historias son una delicia, tengo que reconocerlo. Ni García Márquez. Les relato una de mis favoritas. Un mengano hipervitaminado tuvo una mala tarde: un buen día, su tortuga lo desahució, se le murió la novia y descubrió que su madre le era infiel. (¿Era ese el orden? Quizás no, pero ya me entienden: tropecientas calamidades). En el último peldaño de su caída a los infiernos, echó a trotar. ¡Como Forest Gump! Estaba regordete y fumaba como un padre de la constitución, pero eso no lo detuvo. Ahora es rico, popular y se hace al año doscientos veintitrés ultramanes: un tute en el que pagas un dineral para estar tres días corriendo quinientos y pico kilómetros. ¡El tipo cree que ha progresado!

Los hay peores. Un tal Dick Hoyt corrió treinta y dos maratones (por fin, una cifra que no me invento) empujando la silla de ruedas de su hijo, que padecía una parálisis cerebral hasta que, un buen día, palmó de un infarto. La ironía, colega. Cada cual sobrelleva las desgracias como Dios le da a entender, conste, y en este caso, el chaval iba cómodamente sentado. Como comprenderán, no pude reprimir una zambullidita en el abismo. Solo el dedo gordo del pie, ¿vale?

Lo del físico escultural ha hecho mucho daño. ¿A quién se le ocurre que un ser humano pueda tener ángulos rectos? ¿Lo de la tableta? Una enfermedad: usted se está cuarteando

Cinco reels más tarde, un oligofrénico con el flequillo oxigenado se lamentaba del declive de occidente: entré en una cafetería y… panza, panza, panza. ¡Mileuristas a gogó! El fulano tiene la mirada ojijunta de los grandes filósofos de nuestro tiempo, así que quise conocer su doctrina. Parece que la felicidad consiste en hacer pesas y recauchutar a tu novia. Nirvana, empíreo, valhalla, chupáos esa. O conduces un coche de proxeneta o no eres nadie en este mundo. Si me preguntan, no se puede ser buena persona y conducir un descapotable.

Lo del físico escultural ha hecho mucho daño. ¿A quién se le ocurre que un ser humano pueda tener ángulos rectos? ¿Lo de la tableta? Una enfermedad: usted se está cuarteando. Miren, si correr mucho fuera un signo de hidalguía, las liebres dominarían el mundo. Manda narices: uno se relaja un momento y le imponen la tiranía del más (estúpido) fuerte. 

Sospecho que el cardiólogo me controla el algoritmo. Insólito, dantesco, ¡probabilístico! La otra tarde estaba viendo vídeos de gatitos en la internet cuando, de repente, un mozo comenzó a contarme las bondades de levantarse a las cinco (a.m.), entrenar en ayunas y ducharse con agua fría. Sin estar condenado a galeras ni nada. Motu proprio. «Un error en la matrix», me dije; «las máquinas son tontísimas, Joaquín, tu sueldecillo de columnista no corre peligro», me añadí. Tengo (ya lo ven) un rico mundo interior.

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