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No les descubro nada si les digo que nos espían. Lo afirma Joseph Turow, profesor de Industrias y Sistemas de Medios de la Universidad de Pensilvania y autor de Los cazadores de voces: cómo escuchan los especialistas en marketing para sacar provecho de sus sentimientos, su privacidad y su cartera. El libro, que está escrito en inglés, aún no se ha traducido al castellano, por lo que en España solo podrá ser leído por uno de cada siete presidentes de Gobierno.
Turow explica algunas de las conclusiones de su estudio en un artículo publicado en el New York Times (el equivalente norteamericano a La Razón de Marhuenda). Al parecer, la inteligencia artificial ha encontrado en la voz humana, mediante el acceso a ella que ofrecemos al consentir que se nos grabe o a través de lo que escuchan algunos de nuestros dispositivos, una mina de información para conseguir afinadísimos perfiles de los ciudadanos. A la hora de identificar a un sujeto, explica Turow, la voz es más poderosa que las huellas digitales o el ADN porque los datos que de él ofrece son más relevantes. Así, el tono o la forma en que nos expresamos pueden dar pistas sobre nuestra procedencia geográfica, formación, estatus social, carácter o estado de ánimo. Todo ello con la intención de generar valor comercial catalogándonos como posibles clientes a los que ofrecer publicidad personalizada. Es lo que se ha dado en llamar capitalismo de vigilancia.
La capacidad clasificadora de estas empresas recolectoras de datos es tal que algunas ya se ofrecen a las marcas para, tras cotejar de manera inmediata toda la información que posee del cliente que se ha puesto en contacto telefónico con ellos, dirigirlo hacia el agente comercial más en sintonía con su personalidad. Así que si llama a un servicio telefónico y acaba pensando que le ha atendido un chaval poco espabilado, sepa que es la misma opinión que Google tiene de usted.
El profesor Turow cuenta también en su artículo que, a principios de año, Spotify accedió a una tecnología capaz de identificar el estado emocional, el género, la edad, el acento y "muchas otras características" de un individuo con el objetivo de recomendar música basada en su análisis de esos factores. Tengo un amigo, amante de la música clásica y obseso de la ciberseguridad, que está empeñado en torpedear estas deducciones de la plataforma mezclando en sus playlists óperas y música de cámara con temas de Chiquetete. Debe de ser la única persona a la que la Spotify le ofrece como descubrimiento semanal Pelléas et Mélisande de Debussy y Soy un perro callejero de Los Chunguitos.Pelléas et Mélisande Soy un perro callejero
En mayo, un grupo de músicos, organizaciones de derechos humanos y gente como el profesor Turow que veían en ese avance tecnológico una amenaza a la intimidad, firmaron una carta pidiendo a Sporify que se abstuviera de usar esa tecnología porque supondría "manipular nuestras emociones con fines de lucro". Spotify ha declarado que no tiene planes para hacerlo pero los firmantes de la carta exigen que se comprometa públicamente. Al parecer, Los Chunguitos no firmaron la carta porque no se fían de firmar nada que esté en inglés.
"Pero, ¿cuánto valen nuestros datos?", se estarán preguntando ustedes que, aunque de izquierdas, no le harían ascos a ganar pasta especulando con su propia intimidad. Pues bien, imaginemos que alguien estuviera interesado en hacer llegar publicidad a un grupo sociológico como el que ustedes forman por considerarlos clientes potenciales. Por ejemplo, una empresa que fabricara camisetas del Che. El precio que pagaría por la información que en sus horas de navegación hayan ustedes ido ofreciendo gratis a las empresas que se encargan de recabarla equivaldría a una media de 12 céntimos al año por persona. Existen ligeras variaciones que atienden a factores como la edad, ingresos, estado de salud, hábitos de consumo o la raza en países multirraciales. Si están interesados en conocer su valor comercial, el Financial Times tiene una calculadora donde tras introducir determinados parámetros personales se ofrece una estimación. Es gratis, incluso ustedes pueden permitírselo.
Aunque, tal vez, la pregunta crucial no es cuánto cuestan nuestros datos sino cuánto estaríamos dispuestos a pagar para que nos los devolvieran y nos dejaran tranquilos. Como saben, soy bastante partidario del capitalismo, sea normal, salvaje o de vigilancia, pero hay uno que no soporto, el capitalismo coñazo. Hace unas semanas, decidido a hacer una reforma de mobiliario, busqué en Internet un aparador. Mis gustos son sencillos: quería algo de diseño sobrio aunque con un toque de sofisticación, en madera natural y, tal vez, pomos de metal, con puertas correderas, no muy bajo pero tampoco tan alto como para que, sentado desde el sofá, se viera el rodapié, y a un precio asequible. En fin, el típico aparador que encuentras navegando un par de horas, durante un mes.
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Pues bien, desde esa búsqueda cada página que visito me aparece repleta de todo tipo de aparadores: minimalistas, coloniales, neoclásicos… A veces, Google me da un respiro y, en lugar de aparadores, me muestra "complementos ideales para decorar aparadores". O, en otras ocasiones, suma a la sugerencia la de alguna otra búsqueda reciente que haya hecho y me ofrece lo que el algoritmo cree el culmen de todos mis deseos: "Aparadores en Soria".
Es el problema del algoritmo: el hijo de puta no descansa. Es implacable. Si un día se te ocurre buscar un aparador no parará de mostrártelos hasta que des de baja la ADSL. He descubierto que haciendo clic en cierta parte del anuncio puedes indicarle a Google que ya no te interesan los aparadores. Cuando lo haces, Google –que no tira la toalla, el muy cabrón– te pregunta por qué y te ofrece una serie de opciones. Yo pulso en la que me parece más convincente para que deje de mostrármelos: "ya lo he comprado". Pero es inútil. Como no ha registrado ninguna transacción comercial en mi historial, Google sabe que le he mentido y a las pocas horas vuelve a la carga. Yo diría que incluso le ofende que intente engañarlo porque cada vez me los enseña más feos.
Qué triste paradoja que estas empresas capaces de observarlo todo reduzcan su visión del ser humano, no ya a la mera condición de clientes, sino a la de uno que quiere comprar un aparador. Creo estar en el derecho de reivindicar que soy algo más que eso. Quiero recordar a Google que mi vida es más diversa, que mis intereses son más amplios. No se limitan únicamente al deseo puntual de comprar ese aparador. Necesito también una mesita auxiliar. Funcional pero no muy grande. A ser posible en madera. Roble o bambú, nogal no porque no casa con el tono del sofá.
No les descubro nada si les digo que nos espían. Lo afirma Joseph Turow, profesor de Industrias y Sistemas de Medios de la Universidad de Pensilvania y autor de Los cazadores de voces: cómo escuchan los especialistas en marketing para sacar provecho de sus sentimientos, su privacidad y su cartera. El libro, que está escrito en inglés, aún no se ha traducido al castellano, por lo que en España solo podrá ser leído por uno de cada siete presidentes de Gobierno.
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