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Diputados volcánicos

Miguel Sánchez Romero.

La presidenta del Congreso, Meritxell Batet, ha exigido a los diputados acabar con “las ofensas y los insultos”. Sería un error que lo hicieran, eso les obligaría a practicar el parlamentarismo de verdad, lo que convertiría a este país en uno de los más aburridos del mundo. ¿Concitarían las lomas de Cumbrevieja la misma atención que han conseguido en las últimas semanas si permaneciesen en callado reposo? No. Hace ya tiempo que la política española se ha convertido en un volcán y el parlamento en el cráter por el que expele el magma incendiario que calienta el clima político. Lo siento pero no he podido resistirme a hacer la metáfora.

No es culpa mía. La reflexión que la presidenta del Congreso compartía con sus señorías refiriéndose al clima de tensión que vive el hemiciclo era una clara invitación a hacerla: “Yo me pregunto –decía Batet–, y me imagino que ustedes también lo hacen a menudo, si somos conscientes de lo que estamos proyectando hacia fuera, de lo que estamos trasladando sobre todo a los jóvenes”. ¿Cómo sustraerse a la tentación de comparar ese “lo que estamos proyectando hacia afuera” con la colada destructora que recorre las laderas de La Palma? Aunque, para tranquilidad de la señora presidenta, no debiera de preocuparse por los jóvenes. Es muy posible que ni se hayan enterado porque estén todos de botellón.

La vulcanización del Congreso no es culpa solo de Vox, aunque las últimas y más vistosas erupciones correspondan a este grupo político en consonancia con la efervescencia hormonal de que hace gala la formación –hay más testosterona en un solo tuit de Macarena Olona que en todo el vestuario del Real Madrid–.

Tal y como hemos visto en las últimas semanas en televisión, donde los vulcanólogos han reemplazado a los epidemiólogos en la cotización de colaboradores estrellas, un volcán no nace de un día para otro. Antes ha de darse un proceso interno que, en el caso del Congreso, pasó primero por transformar el templo de la palabra a la que alude su nombre –Parlamento– en algo así como un escenario donde determinados políticos llevaban a cabo sus performances. Como todo el mundo sabe, una vez abierto un teatro es imposible asegurar que sobre sus tablas no se representen escenas bochornosas. En este caso muchas de ellas protagonizadas por esa clac enfurecida en que se convierte la derecha cuando es apeada del Gobierno.

Es superior a nosotros, en cuanto tenemos que abandonar el Consejo de Ministros, sacamos a pasear el gamberro que llevamos dentro. En ocasiones, ni siquiera estando en el poder somos capaces de resistir nuestra afición a la pirotecnia verbal que, a diferencia de la otra, prescinde del apoyo estético de la luminosidad para centrarse solo en el ruido. Eso explica, por ejemplo, que un tipo como Rafael Hernando accediera a la portavocía del grupo parlamentario del PP. Hernando, que unos años antes de su nombramiento había intentado agredir a Rubalcaba en los pasillos del Congreso, carecía como orador de grandes virtudes si exceptuamos el asombro que producía escuchar hablar a alguien que parecía tener siempre la boca seca. Afortunadamente, su tono chulesco y su carácter tabernario paliaban esas carencias.

Luego llegó la modernidad, que exigía despojar a la institución de la escasa sacralidad que aún le quedaba. Sagaces políticos detectaron enseguida que vivíamos tiempos en los que el espectáculo debía presidirlo todo. Descubrimos entonces que un meme vale más que mil palabras y que, si bien estas requieren cierta habilidad y esfuerzo a la hora de saber usarlas, una camiseta con una leyenda propagandística puede llevarla cualquiera. Es verdad que más que en un político eso te convierte en Santiago Segura, pero no fue inconveniente para que las sesiones plenarias se poblaran de diputados luciendo camisetas con los más variados lemas reivindicativos.

Las camisetas con mensaje supusieron para el Congreso el primer paso de una moda tan dañina e imperecedera como el pantalón pirata. Luego, estos gestos se acompañaron de otros más sofisticados y de más complejo simbolismo como el de Carolina Bescansa acudiendo al Congreso con su bebé que, al tiempo de proclamar el derecho de las madres a criar a sus hijos “como puedan y como quieran”, parecía denunciar también la falta de canguros. La foto de la diputada con su pequeño no era nueva y había tenido ya lugar en otros parlamentos europeos. Sí lo fue la de Pablo Iglesias con el bebé en brazos. Hasta ahora estábamos acostumbrados a ver a políticos besando a niños en campaña, la nueva política nos había traído también la posibilidad de verlos sosteniéndolos en el regazo en un parlamento. No fue ésta la foto más comentada de Iglesias que nos sorprendió a todos el día en que besó en la boca a Xavier Domènech cuando éste descendía de la tribuna de oradores tras concluir su intervención. Iglesias ni siquiera pudo esperar a que Domènech pasara por su lado de camino a su escaño y bajó a recibirlo donde, tal vez, los abundantes medios gráficos pudieran conseguir un mejor encuadre para la instantánea. Poco después, Domènech decidió abandonar la política sin que, hasta ahora, se haya podido vincular la relación entre ambos hechos.

El proceso de teatralización del Congreso sufrió un avance definitivo cuando los políticos descubrieron el atrezo. Así, en una sola intervención, Albert Rivera mostraba, con la sobreactuación propia de los malos actores, un trozo de adoquín con denominación de origen “Disturbios de Barcelona”, el máster encuadernado de Pedro Sánchez y una foto enmarcada de Pedro Sánchez con Quim Torra. Ese día, quienes habíamos criticado a Rivera porque su carisma político nos parecía más propio de un jefe de planta de El Corte Inglés que de un posible presidente de Gobierno tuvimos que reconocer que estábamos equivocados. No pasaba de dependiente de un chino.

Y en el inventario de pequeños sismos y fumarolas que precedieron y presagiaron la aparición del volcán parlamentario no podemos olvidarnos de Rufián. Rufián comparte con el ex diputado del PP Vicente Martínez-Pujalte y el de Vox José María Sánchez García una situación que les hermana: ser los tres únicos diputados expulsados del Parlamento en cuarenta y tantos años de democracia. Rufián es, además de experto en invocar la trascendencia cada vez que habla sin que ésta acuda nunca a la cita, poseedor de un enorme trastero que le surte de los complementos necesarios para apuntalar su discurso, se trate de una impresora, unas esposas o cualquier otra cosa que puedas encontrar en eBay. De hecho, circula un rumor que afirma que, en realidad, es dueño de la plataforma y todos los objetos que se venden en ella le pertenecen.

Autos de fe cum laude

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Así estaban las cosas hasta que Vox entra en escena y pasamos de las fumarolas a los piroclastos. No es culpa de Vox. ¿Qué pueden hacer ellos para lograr en la escena parlamentaria el protagonismo que te asegure luego el consiguiente rédito mediático? Llamar bruja a una diputada puede parecer excesivo, salvo que hayas querido llamarla alquimista. A fin de cuentas, podría pensar José María Sánchez cuando reculó a medias, qué era Marie Curie sino una bruja con estudios.

El problema es que para un partido de sus características no hay muchas opciones. Abascal ya copió a Rivera la escena del adoquín luciendo uno recogido durante su mitin en Vallecas. Pero, aparte de eso, no hay muchas alternativas. ¿Un plumas reivindicativo? ¿El Loden pancarta? Porque, ¿no creerán ustedes que van a imitar lo del beso de Pablo Iglesias? ¿Se imaginan al líder de Vox esperando que Ortega Smith baje de la tribuna para besarle? Si lo hiciese, lo único que conseguiría Abascal es que Ortega Smith apoyase el #metoo.#metoo

Paradójicamente, las únicas que respetan el Congreso son las chicas de Femen. Solo ellas lo contemplan aún revestido de esa sacralidad que pretenden subvertir apareciendo en él con el torso desnudo. Si no lo creyeran merecedor de esa respetabilidad, sus acciones disruptivas no tendrían sentido. Y es posible que en breve deje de tenerlo si los diputados volcánicos siguen haciéndoles la competencia.

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