Jóvenes infantilizados

Era una compañera que hacía mucho que no veía. Me la encontré el lunes, cuando salíamos de un espectáculo teatral en la Gran Vía. Uno de esos eventos culturales por los que orbitan periodistas, escritores, artistas y demás profesiones de  la galaxia intelectualoide.

Ella tiene mi edad, quizás dos o tres años más, y lleva trabajando casi desde que terminó la carrera en uno de los medios de comunicación más importantes de España. Por eso, me quedé alucinada cuando me contó que había empezado a echar horas en un bar. A pluriemplearse en algo que no es lo suyo. Porque “ya sabes, con estos sueldos…”.

A los cuatro días, fue mi 29º cumpleaños. Un día raro. Y pensé en un mensaje que otra compañera y amiga me puso en X para felicitarme: “Esta chiquitaja va a revolucionar el periodismo”. Sé que me quiere y que iba con la mejor intención, pero, ¿chiquitaja con casi 30 años? ¿Hablar en futuro después de una década currando en una redacción? 

En la generación de nuestros padres y muchas posteriores, a los 30 se les consideraba socialmente adultos. Pero a nosotros nos ven más jóvenes de lo que somos para ningunearnos

Y entonces recordé la entrevista que le hice hace poco al artista Diego Arroyo, el cantante del grupo de pop-rock Veintiuno. Uno de los más afectados por la quiebra de la ticketera Wegow por la que pueden perder cientos de miles de euros. Diego no quería que pusiese su edad. Porque, como es joven y encima no lleva barba, le cuesta que los jefes de la industria tengan en cuenta su criterio. A pesar de tener una formación musical inmensa.

En la generación de nuestros padres y muchas posteriores, a los 30 se les consideraba socialmente adultos. Adultos funcionales. La mayoría estaban casados, tenían un coche, habían comprado una casa, disfrutaban de una posición laboral estable y no necesitaban pluriemplearse ni hacer malabares con sus ingresos. Muchos de nosotros no tenemos eso. Y además, en el curro, nos hacen de menos por no tenerlo.

Por un lado, la precariedad congela nuestras vidas y hace que vivamos en un constante presente, sin pensar más allá, pero lo peor es ese constante ninguneo a través de nuestra infantilización como profesionales. Yo, lo sé, soy una privilegiada. No tengo que trabajar en una cafetería y no dejan de salirme proyectos, pero la insatisfacción de no sentirme valorada es constante. 

Ese es el grito también de la mayoría de gente que me rodea y que, cómo no, sobreviven en empresas totalmente piramidales. Al final, es como una pescadilla que se muerde la cola. Porque el hecho de que nos vean más jóvenes de lo que somos nos quita oportunidades para ascender y mejorar nuestras condiciones, o al menos recibir en el presente las que nos merecemos. Y eso, creedme, es muy frustrante.

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