No entiendo a Pablo Casado

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Sostenía Salvador Dalí que “lo mínimo que se le puede pedir a una estatua es que se esté quieta”. Y lo mínimo que se puede exigir de un político es que se le entienda, me atrevo a añadir después de seis horas largas siguiendo este miércoles el debate parlamentario sobre la prórroga del estado de alarma. No entiendo la estrategia de Pablo Casado. Ha decidido abstenerse en la votación pero anticipando que votará en contra dentro de quince días si Pedro Sánchez solicita una nueva prórroga. ¿Por qué? ¿Y si dentro de quince días los datos epidemiológicos y sanitarios indicaran (ojalá no) que los pasos de la fase 0 de desescalada provocan una marcha atrás, un rebrote de contagios y una nueva saturación de los hospitales? ¿Insistirá entonces Casado en levantar el confinamiento y las limitaciones a la movilidad? ¿En serio? ¿Sólo porque piensa que Pedro Sánchez “se cree Napoleón”? ¿No le importan más a Casado los muertos, enfermos y contagiados por el covid-19 que los supuestos sueños imperiales de Sánchez? Parece que no.

A Inés Arrimadas se le entiende perfectamente su cambio de posición. Ha hecho un discurso hipercrítico hacia el Gobierno, que según ella “ha llegado tarde y mal” a la lucha contra la pandemia, “ha cometido grandes errores”, “ha improvisado”, etc, etc. Se puede o no coincidir con la líder de Ciudadanos en esas apreciaciones, o se le puede reclamar que aplique exactamente el mismo baremo de exigencia en aquellas comunidades autónomas en las que su partido gobierna con el PP y se ha llegado incluso más “tarde y mal” a la batalla contra la expansión del virus, a la protección del personal sanitario o a la dotación de medios en las residencias de mayores, que han sufrido la mayor letalidad con diferencia. Pero a continuación de sus críticas ha explicado Arrimadas algo muy simple: lo que este miércoles se votaba en el Congreso no era “la investidura de Sánchez” sino la mejor opción para “salvar vidas”. Y un responsable político cuya prioridad sea “salvar vidas y puestos de trabajo”, y no pescar votos a costa de lo que sea, tenía este miércoles la obligación cívica de apoyar la prórroga del estado de alarma.

Expertos constitucionalistas se han pronunciado de forma unánime: la única forma de mantener un mando único y coordinado de confinamiento y una limitación de la movilidad entre territorios es la norma constitucional del estado de alarma (ver aquí). Que desde la derecha o la extrema derecha se pongan estupendos en las objeciones a esa aplicación porque consideran que atropella “derechos y libertades individuales” sería cómico si no lo hicieran en circunstancias trágicas. No ha habido forma de que Casado o Abascal (o algunos dirigentes autonómicos de muy diferentes siglas partidistas) expliquen cómo limitarían ellos la propagación del virus sin poder aplicar esa legislación vigente (y que no anula ningún derecho fundamental, puesto que se mantiene el amparo del Parlamento y de los tribunales de justicia). ¿Qué harían exactamente Torra, o Mañueco o Lambán, si comunidades limítrofes decidieran levantar las restricciones de movilidad porque sus datos sanitarios mejorasen o porque a ellos les saliera de la bola recuperar la actividad económica por delante de los riesgos de salud? ¿Pondrían alambradas en cada carretera nacional o comarcal para que nadie trajera “la peste” de otra comunidad? ¿Ese es el concepto que tienen sobre la defensa de las libertades individuales?

Más discutible es el empeño gubernamental en colocar todas las medidas económicas, laborales y sociales bajo el paraguas del decreto de estado de alarma. Los mismos expertos constitucionalistas sostienen que esos otros decretos pueden articularse mediante legislación ajena al nivel de excepcionalidad vigente. Por eso, también es comprensible la argumentación de Ciudadanos o del PNV a la hora de explicar su apoyo a la prórroga: han arrancado un compromiso del Gobierno de estudiar la desvinculación de esas medidas económicas y sociales, pero sobre todo una garantía de que los pasos en la desescalada hacia la discutiblemente bautizada “nueva normalidad” se darán “de forma ordenada y escuchando a la oposición y a las comunidades autónomas cada semana”. Así lo han confirmado tanto Arrimadas como Aitor Esteban, el portavoz del PNV. Se puede denominar “cogobernanza”, como venía ya anunciando Sánchez, o “cogestión” o “gestión compartida”, como prefieren llamarla sus nuevos “socios”.

Lo cierto es que Ciudadanos y PNV consideran que el Gobierno ha “cedido” a sus condiciones principales, cuyo objetivo se supone que es colocar como prioridad la lucha contra el coronavirus y sus efectos económicos, laborales y sociales. Hasta Casado ha tenido que reconocer desde la tribuna que Sánchez ha hecho “concesiones” para ganarse el apoyo de la formación naranja y de los nacionalistas vascos. Pretende el líder del PP trasladar que su particular y generosa “concesión” es abstenerse (cuando ya no hacía ninguna falta) en lugar de votar en contra. Y todo ello sin ofrecer ninguna alternativa a esa aplicación del estado de alarma (por más que lo intentó Carlos Alsina en una entrevista previa al debate). Algunos barones del PP alentaron en las horas anteriores la abstención de su partido tras mantener conversaciones con el Gobierno (ver aquí).

Convendría observar los cambios en las posiciones parlamentarias con una óptica paralela a la que defendemos respecto a la evolución sanitaria del coronavirus: lo importante es la tendencia, no tanto las cifras diarias, por negativas o positivas que puedan ser. ¿Significa el giro de Ciudadanos hacia el centro un anticipo de un posible acuerdo de Presupuestos? ¿Garantiza el voto del PNV la solidez de una mayoría al margen de lo que hagan los independentistas catalanes? Es pronto para precipitar conclusiones. El borrador de un dibujo parlamentario en el que el Gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos no dependiera del independentismo catalán conllevaría un vuelco trascendental a esta legislatura. Se equivoca quien piense que en esta nueva senda hay fractura dentro del Ejecutivo de coalición: Pablo Iglesias ha vuelto a volcarse para captar el apoyo del PNV, como ya hizo en la moción de censura de 2018. Pero es tan prematuro pensar que Ciudadanos va a viajar rápidamente desde el extremismo de la foto de Colón al papel de bisagra para el que presuntamente nació como aventurar que el nacionalismo vasco va a resistir impávido la presión del nacionalismo catalán enfrentado a cara de perro con el Estado. ¿Hasta qué punto es clave en el apoyo del PNV su interés en no retrasar más las elecciones en Euskadi?

Vivimos tiempos políticos muy complejos, ya desde mucho antes del coronavirus (ver aquí). Quienes se empeñan lunes, miércoles y viernes en proclamar la resurrección del bipartidismo siguen instalados (creo) en otro planeta. Quienes sostienen discursos de confrontación visceral parecen no haber captado que el covid-19 es un multiplicador y acelerador geométrico de un cambio global ya en marcha. Ni sirven las acomodadas y elitistas fórmulas políticas del pasado ni tampoco el facilón populismo demagógico tan extendido en las redes sociales.

Este miércoles ha quedado dibujada en el Congreso la inutilidad de un Partido Popular instalado en el insulto y la desinformación, enredado en una competición con Vox (ver aquí) que sólo conduce a una triste caricatura: la de Abascal hablando esa extraña lengua plagada de términos como “chequistas”, “socialcomunistas”, “matones bolivarianos”, “soberbia soviética” o “Paracuellos” (lo del "odio histórico de la izquierda a los homosexuales" no merece ni comentarse), pero que a la vez amenaza con iniciativas concretas y provocadoras como una manifestación multitudinaria motorizada (por cierto ya rechazada en los tribunales) o una moción de censura que colocaría a Casado en un complejo laberinto.

Pero también este miércoles se ha visibilizado en la votación parlamentaria un aviso explícito a Pedro Sánchez: ojo con instalarse en el ensimismamiento del “yo decido y les voy informando”. Tiene toda la razón en programar una desescalada por fases, tan incierta que depende de la responsabilidad individual y colectiva. Como no es Napoleón, ni una escultura de Dalí, lo que se le pide a Sánchez es que consulte, escuche, negocie y siga tomando decisiones dinámicas con la prioridad de la salud pública y el bienestar económico de la ciudadanía. A ver si Sánchez cumple y Casado lo entiende.

Sostenía Salvador Dalí que “lo mínimo que se le puede pedir a una estatua es que se esté quieta”. Y lo mínimo que se puede exigir de un político es que se le entienda, me atrevo a añadir después de seis horas largas siguiendo este miércoles el debate parlamentario sobre la prórroga del estado de alarma. No entiendo la estrategia de Pablo Casado. Ha decidido abstenerse en la votación pero anticipando que votará en contra dentro de quince días si Pedro Sánchez solicita una nueva prórroga. ¿Por qué? ¿Y si dentro de quince días los datos epidemiológicos y sanitarios indicaran (ojalá no) que los pasos de la fase 0 de desescalada provocan una marcha atrás, un rebrote de contagios y una nueva saturación de los hospitales? ¿Insistirá entonces Casado en levantar el confinamiento y las limitaciones a la movilidad? ¿En serio? ¿Sólo porque piensa que Pedro Sánchez “se cree Napoleón”? ¿No le importan más a Casado los muertos, enfermos y contagiados por el covid-19 que los supuestos sueños imperiales de Sánchez? Parece que no.

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