Uno procura mantener la norma de no escribir sobre lo que nada sabe (territorio vasto e inacabable), y no opinar tampoco desde la indignación, la frustración o la impotencia. Son malas compañías en estos tiempos veloces en los que uno dispone de todas las herramientas para soltar un exabrupto o una sentencia arriesgada que deriva en simple disparate minutos u horas después. Bajo esas premisas he enviado a la papelera estos últimos días varios borradores, y mantengo la duda de si no sería ese el mejor destino de lo que ahora sigue.
Escribo después de haber escuchado directa y atentamente de boca de Pedro Sánchez y de Pablo Iglesias sus respectivas versiones y argumentaciones sobre lo que ahora mismo apunta a una negociación frustrada para la investidura del primero como presidente del Gobierno. ¿”Negociación” he escrito? Mejor tacharlo, porque no pueden definirse como tal cosa las cinco reuniones, las conversaciones telefónicas o los mensajes cruzados entre Sánchez e Iglesias durante los casi tres meses transcurridos desde las elecciones generales del 28 de abril. No cansaré a nadie recordando los excesos de tacticismo que a mi juicio han caracterizado este proceso (ver aquí) o la desconfianza mutua en la que se basan las propuestas de cada parte (ver aquí).
Lo cierto es que asistimos a la cuenta atrás para la primera sesión de investidura del próximo lunes y la posibilidad de un acuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos parece más alejada que nunca. ¿Es inevitable entonces dar por perdida esta oportunidad de un gobierno progresista, esperar a que alguien varíe de posición antes de septiembre o aceptar que hay que repetir elecciones el 10 de noviembre? Mi respuesta es un NO rotundo. Y una propuesta concreta: Pedro Sánchez debería convocar de inmediato a Pablo Iglesias a una reunión en el Congreso a la que acudieran acompañados por sus equipos de máxima confianza, sin límite previo de tiempo, para negociar un gobierno de coalición entre PSOE y Unidas Podemos.
Antes de seguir escalando la pendiente del relato sobre la culpabilidad o el grado de responsabilidad de cada cual en lo que pudo haber sido y no fue, tienen ambos la oportunidad y también la obligación política de demostrar que al menos han hecho todo lo posible para gestionar la gobernabilidad, por compleja que sea la configuración parlamentaria salida de las urnas.
Hay una base de la que partir, la que Sánchez por un lado e Iglesias por otro han aceptado públicamente en algún momento del proceso. Renegar de los avances y aferrarse a los matices (reales o trastocados en la transmisión a través de los medios) es tanto como sabotear cualquier posibilidad de acuerdo. Concretemos:
- Es Pedro Sánchez el ganador de las elecciones y quien ha recibido el encargo de intentar formar gobierno. Es él, por tanto, el máximo responsable de las iniciativas que conduzcan a cumplir ese objetivo.
- El pasado jueves por la noche (y así lo confirmó en la SER la vicepresidenta Carmen Calvo el viernes por la mañana), Sánchez se declaró dispuesto a estudiar “todos los escenarios”, incluyendo la propuesta por parte de Iglesias de nombres de dirigentes de Podemos como posibles ministros.
- En ese momento es obvio que Sánchez acepta conformar un gobierno de coalición (blanda, dura o lo que se quiera, pero coalición al fin y al cabo). Olvídese esa acepción discutible (y negada desde Moncloa) de los “perfiles técnicos” y esa calificación de “idiotez” por la que este martes ha pedido Iglesias disculpas (ver aquí).
- Ya había aceptado Podemos previamente (y así lo han confirmado ambas partes) aspirar a encabezar ministerios responsables de áreas sociales, y no las llamadas “carteras de Estado” (Defensa, Exteriores, Interior…). Se trata, por tanto, de concretar qué departamentos asume la formación de Pablo Iglesias y qué otros cargos, sean Secretarías de Estado o Altos Comisionados (¿dónde han quedado las “fórmulas imaginativas” de las que ambos presumieron en el inicio de las conversaciones?) pueden adjudicarse a los morados o consensuar nombres de independientes.
- En el mismo momento en el que Sánchez convoque esa reunión, Podemos debería paralizar la consulta interna convocada, puesto que la pregunta ya no tiene sentido. Lo lógico, y lo que estipulan tanto los estatutos de Podemos como los del PSOE es que ambos partidos consulten a sus bases el acuerdo final para la investidura (si lo hubiera).
- Para salir del bucle en el que Sánchez e Iglesias se han instalado desde el minuto uno (el primero no está dispuesto a aceptar “imposiciones” y el segundo no admite “vetos”), sólo cabe romper la desconfianza con la herramienta del respeto institucional y la racionalidad como base de una relación de confianza. Sánchez debe asumir que en una coalición es la otra parte quien propone los nombres que considera más adecuados para las parcelas de gestión política correspondientes. Iglesias ha de aceptar que la última palabra sobre nombramientos y ceses en un gobierno la tiene, lógica y constitucionalmente, su presidente. En este caso Sánchez, quien no puede actuar como si tuviera mayoría absoluta, pero tampoco como si renunciara a la responsabilidad de dirigir el gobierno del Estado.
- Sánchez argumenta la crisis constitucional abierta por la ruta unilateral del independentismo catalán como zona de riesgo fundamental en la discrepancia con Iglesias, de quien no se fía pese a sus compromisos públicos de acatar la línea política que marque el presidente de ese gobierno de coalición cuando se conozca la sentencia del Supremo. ¿Es acaso imposible firmar unos mínimos de consenso sobre el respeto a las decisiones judiciales y la intención de buscar soluciones políticas al conflicto abierto? Ni el PSOE puede ni debe renunciar a sus convicciones federalistas y plurinacionales (últimamente muy aparcadas) ni Podemos puede formar parte de un Gobierno sin respetar escrupulosamente la legalidad aunque reivindique cambiarla. Sánchez teme que la reacción de Podemos y sus aliados catalanes a la sentencia del procés dinamite su gobierno en pocos meses. Si así fuera, no cabría ninguna duda en la ciudadanía sobre las razones de la ruptura.
- No debería ser difícil un acuerdo programático basado en los pactos que condujeron a los Presupuestos planteados para 2019. Había unas prioridades en el terreno económico, social, fiscal, educativo, etcétera, que además contaron con el respaldo del PNV, que será imprescindible si se quiere lograr la mayoría suficiente para la investidura, junto a los votos de los regionalistas cántabros y de Compromís. Hay un margen de diálogo entre el documento España Avanza presentado por el PSOE (ver aquí) y las reivindicaciones que Podemos ha compartido con sindicatos y otros movimientos sociales progresistas. (Ver aquí algunas sugerencias planteadas este mismo martes por Unai Sordo, secretario general de Comisiones Obreras).
Todos los síntomas percibidos en los últimos días indican que no hay apenas resquicio para la negociación aquí propuesta. En apariencia, ni siquiera se ha intentado abordar en estos casi tres meses. Según las fuentes socialistas, porque Pablo Iglesias habría exigido una vicepresidencia del Gobierno antes de continuar hablando de todo lo demás (aunque el propio Sánchez negó en la cadena SER este lunes que esa exigencia se hubiera explicitado en algún momento). Según Podemos, porque Sánchez no ha admitido directamente hasta ahora la negociación de una coalición “sin vetos”. Cabe preguntarse lo siguiente: si Iglesias logra sus principales objetivos políticos en esta negociación, ¿está dispuesto a hacerla fracasar planteando como condición inexcusable ser vicepresidente o ministro?
No hacen falta gurús ni asesores de comunicación ni especialistas en demoscopia para calcular que el discurso hegemónico de las tres derechas y un 90% de los titulares de los medios incluirán durante meses alguna de las siguientes variaciones: “Sánchez ha sido incapaz de sumar una mayoría para gobernar”. O “Iglesias vuelve a bloquear un gobierno de progreso”. O “las izquierdas son incapaces de entenderse”... Son fórmulas no excluyentes, y en cualquier caso festejadas desde ya por las derechas y sus potentes altavoces mediáticos, por no hablar de esos portavoces de poderes económicos o empresariales que no disimulan su concepción de España como un país “estable y tranquilo” sólo si lo gobierna la derecha (ver aquí). Da verdadera grima observar mientras tanto a las izquierdas entregadas a la prioridad de ganar el relato sobre la culpabilidad de un fracaso que tendrá diferentes grados de responsabilidad, pero que será indudablemente compartido.
Ha llegado el momento (por tardío que parezca) de intentarlo. No sólo por la obligación exigida desde las urnas el 28-A, sino porque si no se intenta hasta el último minuto y mirando por encima de la pared de una nueva cita electoral, se corre el riesgo de que se extienda (y mucho) esa mezcla de indignación, frustración o impotencia a la que me refería al principio. Será un insulto para el electorado de izquierdas, que en la noche de las elecciones generales dio por descontado un Ejecutivo de progreso tras el alivio de comprobar que PP, Ciudadanos y Vox no podrían gobernar, gracias a ese fraccionamiento de la derecha y a la movilización masiva de las izquierdas. Confiar, como aparentemente sigue porfiando Sánchez, en que Casado o Rivera tengan en septiembre un gesto de responsabilidad de Estado para facilitar su investidura es poco menos que creer en “el célebre madero”, como cantaba Javier Krahe.
Uno procura mantener la norma de no escribir sobre lo que nada sabe (territorio vasto e inacabable), y no opinar tampoco desde la indignación, la frustración o la impotencia. Son malas compañías en estos tiempos veloces en los que uno dispone de todas las herramientas para soltar un exabrupto o una sentencia arriesgada que deriva en simple disparate minutos u horas después. Bajo esas premisas he enviado a la papelera estos últimos días varios borradores, y mantengo la duda de si no sería ese el mejor destino de lo que ahora sigue.