La verdadera traición a los muertos consiste en distorsionar intencionadamente el relato de lo ocurrido y en utilizar el dolor de las víctimas en la disputa política. Quiero remarcar ese “intencionadamente”, porque “lo ocurrido” tiene tantas versiones y miradas como testigos o supervivientes del terror. Todas legítimas, siempre que sean honestas, siempre que no tuerzan los hechos buscando un ventajismo político o una autojustificación moral.
Se cumplen este miércoles, 20 de octubre, diez años del “cese definitivo de la actividad armada” de ETA después de cuatro décadas largas de violencia que dejaron 854 víctimas mortales, más de 7.000 heridos y 86 víctimas de secuestros. Imposible calcular los miles de personas cuyas vidas quedaron marcadas o truncadas, de un modo u otro, por la pérdida de un ser querido, por la tensión del miedo, por las amenazas directas o veladas, por la desconfianza en vecinos, compañeros o parientes.
Cumplida cierta edad, cada cual tendrá su propio recuerdo de aquel comunicado que llevábamos tanto tiempo esperando y deseando. Con motivo del quinto aniversario de aquel anuncio (histórico, sí) ya relaté en infoLibre mi vivencia personal (ver aquí), la casualidad de que aquella tarde del 20 de octubre de 2011 me sorprendiera junto a mi compañero ya fallecido Gonzalo López Alba en el despacho de Alfredo Pérez Rubalcaba en la sede del PSOE, donde le entrevistábamos para el diario Público como candidato electoral. Imposible olvidar aquella especie de excusa, “la culpa es de José Luis”, en el único momento en que vimos asomar una lágrima de emoción en su rostro, después de hablar por el móvil con Zapatero (ver aquí).
Entre el quinto y el décimo aniversario del adiós “definitivo” de ETA hay diferencias importantes. Aquel pasó prácticamente inadvertido en el ámbito institucional, político y mediático. Desde el poder, el PP no puso el más mínimo interés en conmemorar la victoria de la democracia sobre el terror. No quería ni podía hacerlo cuando a la vez sostenía, y sostiene (ver aquí), que ETA sigue viva y sus “herederos” más fuertes. Eran aún muy pocas (aunque muy valientes) las aportaciones a una posible memoria compartida imprescindible para avanzar en la reconciliación. Esta vez no. En este décimo aniversario estamos leyendo, viendo y escuchando mensajes nítidos y plurales que ponen en valor lo que significó todo el proceso que llevó a la derrota de ETA. Y cuanta más luz se aporta, más resaltan también las sombras de lo ocurrido.
Es obvio que una parte de la izquierda abertzale aún tiene un camino que recorrer en el ejercicio de autocrítica y arrepentimiento por el daño causado por ETA. Pero negar el importantísimo valor de la declaración que este lunes hizo pública EH Bildu (ver aquí) trasladando en boca de Arnaldo Otegi su “pesar y dolor por el sufrimiento padecido” a las víctimas de ETA, por primera vez de manera “especial y específica” y no difuminados en el genérico rechazo a “todas las violencias”, es simplemente situarse fuera de la realidad.
Y eso es precisamente lo que han hecho los principales dirigentes del Partido Popular. Escoltados diez años después por Vox y Ciudadanos, no ven “ninguna novedad” en el arrepentimiento expresado por Otegi. Exigen que pida perdón y que colabore en el esclarecimiento de los crímenes de ETA aún sin resolver, y que se ponga fin a los “homenajes” a etarras que han cumplido sus condenas. Es un deseo prácticamente unánime que Sortu, una de las formaciones principales de Bildu (otras jamás han tenido nada que ver con ETA), siga avanzando en esa senda autocrítica, pero ¿acaso ese deseo impide reconocer el recorrido que han hecho hasta aquí quienes, no hace tantos años, también habrían recibido un tiro en la nuca por decir lo que ha dicho Otegi?
Pese a que uno considera que el concepto del perdón es algo personal e intransferible, tanto para quien lo exige como para quien lo concede, sólo cabe el respeto hacia las víctimas que no aceptan excusa alguna o que no están dispuestas a perdonar el asesinato de un ser querido. Pero a quienes convierten ese dolor y esa exigencia de perdón en máximas políticas, es obligatorio emplazarles a aplicarse a sí mismos su receta. ¿Cuándo reconocerá el PP que mintió cuando denunciaba que había contrapartidas políticas en el final de ETA? ¿Cuándo pedirá disculpas públicas por haber convocado manifestaciones contra Zapatero por “vender Navarra”? (ver aquí) ¿Alguien ha escuchado alguna vez a Mariano Rajoy disculparse por haber acusado a Zapatero de “traicionar a los muertos”? (ver aquí). ¿Alguna vez escucharemos también algún reconocimiento de su error y alguna petición de perdón por parte de quienes fueron condenados por organizar los GAL, o de quienes alentaron o protegieron el terrorismo de Estado? ¿Asumen que esos crímenes sirvieron para retroalimentar los de ETA y para alargar su existencia en lugar de seguir el ejemplo de ETA político-militar en cuanto se asentó la democracia?
Es ya un lugar común esa verdad de que la derrota de ETA fue un mérito muy repartido, fruto de la labor de las fuerzas de seguridad, de los esfuerzos de la justicia y de los distintos gobiernos en la persecución legal o en los avances en la colaboración internacional, especialmente de Francia. También de la propia izquierda abertzale que se enfrentó a la rama más dura de ETA tras la voladura de la T-4 en diciembre de 2006. Pero diez años después, —como este martes escribía Ignacio Sánchez-Cuenca en El País— “es justo reconocer que fue el impulso político de José Luis Rodríguez Zapatero, Jesús Eguiguren, Alfredo Pérez Rubalcaba y Arnaldo Otegi lo que llevó a término la agonía de la banda terrorista, en contra de una amplia oposición al proceso de diálogo” (ver aquí). ¿Han de pasar otros diez años para reconocer con nombres y apellidos lo que cada cual aportó para evitar una sola muerte más o las zancadillas que otros pusieron al proceso? (ver aquí el interesante relato de Jonathan Powell, exjefe de gabinete de Tony Blair, uno de los mediadores).
Quienes tanto homenajean (también desde la derecha) a Alfredo Pérez Rubalcaba harían bien en repasar sus respuestas a mi añorado Gonzalo López Alba en la entrevista citada, justo mientras estaba a punto de divulgarse el anuncio histórico de aquel 20 de octubre: “No puede sorprender a nadie que el final de ETA coincida con un crecimiento de la izquierda abertzale. ¿No les decíamos ‘bombas o votos’? Pues votos. Ahora podremos competir en igualdad de condiciones”.
La verdadera traición a los muertos es la de quienes siguen sin asumir, diez años después, que ser demócrata consiste en aceptar que quien menos te gusta, incluso a quien aborreces, tiene exactamente los mismos derechos que tú.
P. D. Construir una memoria colectiva, compartida, plural, es la clave para alentar la convivencia y evitar que jamás se repita el ejercicio de la violencia. Es una labor de todas y todos, no exclusiva, ni muchísimo menos, de la política. Ya en el quinto aniversario del fin de ETA mencionábamos algunas aportaciones a esa construcción de memoria que nos parecen muy recomendables, como el documental El fin de ETA, de Luis Rodríguez Aizpeolea y José María Izquierdo, o la obra de teatro La mirada del otro, de María San Miguel. Hay ejemplos más recientes que conviene sumar a la mirada poliédrica sobre "lo ocurrido": El eco de los disparos o Mejor la ausencia, dos libros de Edurne Portela menos conocidos que Patria, de Fernando Aramburu, también imprescindible. Como lo son la serie de Mariano Barroso La línea invisible, la película recién estrenada Maixabel, de Icíar Bollaín, o Todos los futuros perdidos, el ensayo-conversación entre Edu Madina y Borja Sémper. Saben de lo que hablan, y hablan sin rencor.
La verdadera traición a los muertos consiste en distorsionar intencionadamente el relato de lo ocurrido y en utilizar el dolor de las víctimas en la disputa política. Quiero remarcar ese “intencionadamente”, porque “lo ocurrido” tiene tantas versiones y miradas como testigos o supervivientes del terror. Todas legítimas, siempre que sean honestas, siempre que no tuerzan los hechos buscando un ventajismo político o una autojustificación moral.