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¿Encarcelar a Pablo Hasél es “normalidad democrática”?

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Pablo Casado ha acusado a Pablo Iglesias de hablar de España como si fuese “una dictadura” y ha pedido que Pedro Sánchez le cese por ello. Casado ha vuelto a mentir –o, al menos, tergiversar la verdad– para excitar a la parroquia conservadora e intentar desviar la atención sobre el regreso a la escena informativa de la corrupción del PP con motivo del comienzo de un nuevo juicio a Luis Bárcenas.

Con frecuencia, la diferencia entre la verdad y la mentira está en los matices. Iglesias no ha dicho que España sea “una dictadura” o “como una dictadura”. A Iglesias se le pueden reprochar tales o cuales errores, pero no uno tan grosero como calificar de “dictadura” un sistema en el que él ha alcanzado la vicepresidencia. Iglesias es más perspicaz que eso: lo que ha dicho es que no se puede considerar “normalidad democrática” el hecho de que un puñado de dirigentes independentistas catalanes sigan encarcelados. Pienso que tiene razón.

España no es una dictadura, pero tampoco una democracia irreprochable. De hecho, no hay democracias irreprochables; la presidencia de Trump acaba de evidenciar las carencias de la que se proclama la mejor de todas, la estadounidense. La democracia es un ideal hacia el que caminar, y la española necesita abandonar el inmovilismo y la autocomplacencia de determinadas élites, y reanudar la marcha. Así opinan unos cuantos millones de compatriotas.

Ni me alarma ni me indigna el comentario de Pablo Iglesias. Desde el nacimiento mismo de infoLibre, y en sintonía con lo que expresaban en las calles los pacíficos manifestantes del 15M, creo que España es una democracia manifiestamente mejorable. La Transición consiguió el nivel de libertades y derechos que permitía la correlación de fuerzas de entonces, pero nuestros hijos y nietos no pueden vivir de su constante adoración. El mejor homenaje que se puede hacer a la Transición es considerar que sus conquistas son perfectibles.

El encarcelamiento de los independistas catalanes no es la única “anormalidad” de nuestra democracia. Ahora mismo el rapero Pablo Hasél va a tener que mudarse al trullo por unos comentarios sobre la monarquía o el terrorismo que no han provocado el menor daño a la libertad, la vida o la hacienda de nadie. Por zafios o desafortunados que le parezcan tales comentarios, ningún demócrata puede aplaudir el encarcelamiento de Hasél. La inoportunidad o el mal gusto no pueden ser penalizados. La libertad de expresión es un pilar básico de la Europa democrática.

Aplaudo el manifiesto en contra del encarcelamiento de Hasél difundido estos días. España no es Marruecos ni Turquía, pero se equipara a esos países cuando encarcela a cómicos, raperos, humoristas, tuiteros o periodistas por tales o cuales frases de sus textos o espectáculos. La penalización de opiniones diferentes de las mayoritarias es una espada de Damocles que pesa sobre nuestros escritores y artistas.

Recordemos que el de Hasel no es un caso aislado. En los últimos años, un puñado significativo de disidentes –Valtonyc, Hasél, La Insurgencia, los titiriteros del Gora Alka-ETA, Cassandra Vera, César Strawberry, El Jueves, Billy Toledo, Coño Insumiso…–han sido acosados por sus opiniones sobre la monarquía, la religión o la Policía. Algunos han dormido entre rejas, los más han sido absueltos al final, todos han sufrido angustia y dolor, gastos económicos y daño a su reputación.

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No creo que esto sea “normalidad democrática”. Como tampoco que el anterior jefe de Estado se largara a un emirato para no tener que dar explicaciones sobre supuestas corrupciones y evasiones fiscales. En todas partes cuecen habas, por supuesto, pero en España a calderadas. ¿Es normal que, desde La Zarzuela a cientos de ayuntamientos, pasando por partidos que han gobernado o gobiernan comunidades autónomas y hasta España entera, la corrupción sea aquí habitual, si no crónica? ¿Es normal que un Consejo General del Poder Judicial partidista y caducado hace dos años le diga al Parlamento lo que tiene o no que hacer, siga nombrando cargos y continúe disfrutando de prebendas en vez de volver a sus anteriores ocupaciones? ¿Es normal que militares jubilados chateen sobre golpes de Estado y fusilamientos masivos?

Isaac Rosa recordó ayer en elDiario.es que el cuñadismo celtibérico pretende justificar el encarcelamiento de políticos independentistas o artistas irreverentes con aquello de que han sido juzgados y condenados por tribunales que aplican las leyes vigentes. Exactamente igual que en Turquía o Rusia, donde los disidentes son “condenados por tribunales, aplicando leyes elaboradas por sus parlamentos”, añadía Rosa”. Y concluía sabiamente: “Así que como argumento en sí mismo no es gran cosa, tiene que ir acompañado de algo más. Ese algo más se llama democracia”.

España es una democracia, sí, pero, como el vino, la literatura o los teléfonos inteligentes, las democracias tienen diferentes calidades. ¿Cuál es el nivel de calidad de la nuestra? Mejorable, manifiestamente mejorable en su protección de las libertades y los derechos, en la independencia e imparcialidad de su justicia, en su rigor contra la corrupción. Y también, como escribía Isaac Rosa, “en su capacidad o incapacidad para resolver por medios políticos un conflicto político, en vez de cerrarlo en falso por la vía policial, judicial y penitenciaria.” Aunque a su inteligencia se le escape esta diferencia, señor Casado, decir esto no es decir que España sea una dictadura, ni mucho menos.

Pablo Casado ha acusado a Pablo Iglesias de hablar de España como si fuese “una dictadura” y ha pedido que Pedro Sánchez le cese por ello. Casado ha vuelto a mentir –o, al menos, tergiversar la verdad– para excitar a la parroquia conservadora e intentar desviar la atención sobre el regreso a la escena informativa de la corrupción del PP con motivo del comienzo de un nuevo juicio a Luis Bárcenas.

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