España es un país luminoso y alegre en su climatología, su naturaleza y su gente, pero triste y lóbrego en su oligarquía política, económica y mediática. Desde su nacimiento como Estado, más o menos en tiempos de los Austrias, España no ha podido desenraizar la corrupción de sus entrañas institucionales, quizá porque se perdió la reforma protestante y el Siglo de las Luces, porque nunca tuvo una revolución como la americana o la francesa, porque una y otra vez fueron estigmatizados los intentos regeneracionistas. El resultado es que ahora, ya en la tercera década del siglo XXI, muchas noticias de España huelen a alcantarilla.
Está a punto de regresar a la patria el rey emérito Juan Carlos I y ya se preparan los homenajes que recibirá de los cortesanos, con el aplauso, estoy seguro, de la atávica plebe del ¡Vivan las caenas! ¿A quién le importa, que no contento con el sueldo y las prebendas pagadas por los contribuyentes, Juan Carlos amasara una fortuna cobrando comisiones por su intermediación en oscuros negocios internacionales y recibiendo regalos de amigotes multimillonarios? Lo importante, se nos dice, es que no puede ser juzgado por ello, por la sencilla razón de que su inviolabilidad está escrita en un libro sagrado. Así que, aunque pueda demostrarse lo contrario, el emérito es inocente y debe recibir el desagravio que compense su exilio voluntario en el Golfo Pérsico. ¿A quién le importa que tal destierro le fuera recomendado por su hijo y su nuera, asustados por el deterioro de la imagen de monarquía desde el grotesco episodio del safari de Botsuana? Todos sabemos que, aunque así sea, la culpa de su expatriación la tienen los rojos, eternos enemigos de la grandeza de España.
De ahí para abajo, más podredumbre. Escuchamos estos días grabaciones de las conversaciones entre Esperanza Aguirre y el comisario Villarejo sobre cómo arrojar tierra sobre corrupciones en la Comunidad de Madrid. Aguirre es la marquesa o condesa que convirtió sus gobiernos en cuevas de ladrones, o, si así lo prefiere ella, de ranas y choricetes. Por su parte, Villarejo, el más notorio roedor de las cloacas del Estado, no se ha perdido casi ninguno de los más sucios episodios policiales de las últimas décadas, incluidas zancadillas a investigaciones judiciales y persecución partidista de opositores. Policía patriótica, lo llamaban en tiempos del ministro Fernández Díaz.
Esta primavera, una caradura llamada Macarena Olona se empadrona en la casa de un compinche en Salobreña para poder presentarse a las elecciones andaluzas. Al parecer, la tal Olona estuvo allí una vez tomándose unos espetos en un chiringuito. Esto la absuelve, por supuesto, del pecado de empadronamiento irregular ella que les reprocha, un minuto sí y el otro también, a extranjeros de piel oscura. Y es normal que esta señora se comporte así, ¿no les parece? Su jefe, Abascal, ni hizo la mili ni trabajó nunca en una empresa privada, pero va por la vida hinchando marcialmente el pecho y despotricando contra las mamandurrias de los políticos profesionales. No les llamáis fachas, están orgullosos de serlo, llamadles lo que son: artistas del tocomocho.
Sigamos. Hace pocas semanas, nos enteramos de que el CNI estuvo espiando con tecnología israelí a decenas de independentistas catalanes, pero nadie nos dice por qué, ni quién lo ordenó. Como mucho, se nos cuenta que lo autorizó un juez del Supremo, organismo nada ideologizado, nada politizado, donde se trata con exquisita honestidad y ecuanimidad a los independentistas. ¿Es que planeaban acciones terroristas que podían causar mortandad y destrucción? Nadie lo sugiere, se pretende que nos contentemos con un patriótico acto de fe: las escuchas estaban justificadas por las malvadas y antiespañolas ideas de los espiados. A mí lo de que te espíen por tus ideas me pone los pelos de punta. Y me queda la duda de saber si ese exceso de celo a posteriori no estuvo alimentado por el rencor y la frustración producidas por no haber sabido impedir la colocación de las urnas del 1 de octubre de 2017.
Nadie lo sugiere, se pretende que nos contentemos con un acto patriótico de fe: las escuchas estaban justificadas por las malvadas y antiespañolas ideas de los espiados. A mí lo de que te espíen por tus ideas me pone los pelos de punta
Pero, atención, enseguida, en un giro dramático de los acontecimientos, el Gobierno cuenta a bombo y platillo ¡que su presidente y algunos de sus ministros también han sido espiados! Cabe suponer que no por los mismos que espiaban a los catalanes, pero, caramba, me parece que esas cosas no son para pregonarlas. Total, que paga los platos rotos la jefa del CNI, lo que viene a ser normal: la regla número uno del mundo de las sombras es que, si te descubren en el error, sea por acción u omisión, estás acabado. Pero en España se produce entonces algo delirante: los agentes del CNI y sus amigos políticos y mediáticos se ponen a gimotear. Lloran porque la jefa ha perdido el cargo de jefa, aunque vaya a seguir cobrando un buen sueldo de funcionaria; lloran porque han fallado, se ha sabido que han fallado y alguien paga por ello. ¡Qué gente más blandengue, caray! Es evidente que no tienen el temple de Mata Hari y Richard Sorge. Y no me malinterpreten, por favor. No les deseo la ejecución, pero sí un poco de vergüenza torera.
España es un territorio noir. Es el país donde un banquero corrupto se suicidó presuntamente en una cacería. Donde un politicastro escondió el botín en un altillo y dijo a los investigadores que lo había colocado allí un fontanero. Donde otro tuvo una epifanía en un interrogatorio y descubrió que era un yonqui del dinero. Donde un cuarto confiesa que entró en política para forrarse. España es el país donde el equivalente a la Mafia anida en las instituciones y por eso no necesita ser sangrienta, le basta con descolgar el teléfono y dar las órdenes oportunas. Donde los medios de comunicación más poderosos forman parte del entramado y solo consideran delincuentes a los robagallinas, los izquierdistas que se resisten al arresto policial y, sí, claro, también los asesinos convictos y confesos.
La novela negra que cuente la realidad de la corrupción española –y no los asesinatos en serie americanos o escandinavos– debe tener acentos berlanguianos. El espanto institucional suele teñirse aquí de irrisorio. Así que aquí va una modesta proposición: agasajar y recompensar a don Juan Carlos I con una corrida goyesca en la plaza de toros de Aranjuez. Podrían apadrinarlo esos dos grandes representantes de la juventud española que son don Felipe Juan Froilán de Todos los Santos de Marichalar y Borbón y doña Victoria Federica de Todos los Santos de Marichalar y Borbón. Requeteguay, ¿no?
España es un país luminoso y alegre en su climatología, su naturaleza y su gente, pero triste y lóbrego en su oligarquía política, económica y mediática. Desde su nacimiento como Estado, más o menos en tiempos de los Austrias, España no ha podido desenraizar la corrupción de sus entrañas institucionales, quizá porque se perdió la reforma protestante y el Siglo de las Luces, porque nunca tuvo una revolución como la americana o la francesa, porque una y otra vez fueron estigmatizados los intentos regeneracionistas. El resultado es que ahora, ya en la tercera década del siglo XXI, muchas noticias de España huelen a alcantarilla.