Ataques en Magdeburgo: la cautela como arma Ruth Ferrero-Turrión
Un lobo de los buenos, de los muy buenos
Joder, compañero Lobo, no por menos anunciada, por ti mismo para empezar, la noticia de tu muerte deja de dolerme mucho. Qué putada, compañero, que a ti te tocara un cáncer de los particularmente chungos -dos en realidad, no relacionados entre sí, según informaste hará cosa de un año-. Los que luchamos contra el cáncer -tal es mi caso desde 2019- hemos desarrollado el saludable hábito de preferir ver el vaso medio lleno: cada nuevo día es un regalo que hay que disfrutar con alborozo, las posibilidades de supervivencia se han ido multiplicando y tratas con mucha gente que ha superado el mal o lo tiene bajo control, los médicos saben lo que tienen que hacer y debes seguir sus instrucciones al pie de la letra… Pero a ti, Lobo, te tocó una de las peores combinaciones de la lotería, justo cuando tenías por delante unos cuantos años muy buenos. Porque lo habías conseguido, compañero, lo habías conseguido.
Habías sido corresponsal de guerra, y de los memorables. Habías cubierto un puñado de guerras atroces para El País en las dos últimos décadas del siglo XX, y tu trabajo había sido galardonado con premios de relumbrón y, más importante todavía, con el indiscutible reconocimiento por parte de la profesión de que te habías incorporado por méritos propios al santoral de la tribu de la que hablaba Manu Leguineche. Habías abrazado muy pronto el universo de Internet y las redes sociales y te habías convertido en todo un influyente, con decenas de miles de seguidores entusiastas. Te habían echado de malas maneras de El País —como a mí y más de 100 compañeros— por mayor, caro y criticón, y habías conseguido convertir tu nombre en una marca profesional propia y respetada. Ya no eras Ramón Lobo, de El País, ya eras tan solo Ramón Lobo, el gran Ramón Lobo.
Has llevado tus últimos meses con gran dignidad: informando y procurando no dar pena. Y escribiendo, intentando terminar un último libro.
Trabajamos juntos veinte años en el diario de la calle Miguel Yuste, y durante un período hasta fui tu director adjunto. Eras un tipo cariñoso y bienhumorado a la par que protestón, bastante protestón. Pero tus quejas nunca eran por exceso de trabajo, eran siempre en defensa del periodismo, del mejor periodismo, el que va al lugar de los hechos, habla con sus protagonistas, rechaza la equidistancia y toma el partido de las víctimas. El periodismo que se empeña en contar las verdades a su alcance por mucho que fastidien a los que dan las órdenes desde despachos bien refrigerados.
Conspiramos en El País para ver cómo podía detenerse su deriva hacia el acomodamiento y el conservadurismo. Conspiramos cuando nos despidieron para no aceptar el papel de jubiletas prematuros e intentar seguir ejerciendo nuestro oficio. ¿Por qué no en los nuevos medios digitales independientes? Te presenté a Jesús Maraña, que también había decidido no rendirse tras el cierre de la edición en papel del diario Público y fraguaba el nacimiento de un diario digital independiente, este en el que escribo, infoLibre. Colaboraste, pues, desde el primer momento en infoLibre y tintaLibre, y tu talento también fue requerido por elDiario.es y otras publicaciones. Seguiste currando en lo tuyo, compañero.
Eras un tipo robusto y con el tiempo te fuiste redondeando. Más que a tu querido Kapuscinski, a mí me recordabas al viejo Hemingway. Por tu barba y por tus rasgos anglosajones, heredados de tu madre inglesa. También por tu vitalismo extrovertido. Habías conseguido ser un hermoso sexagenario, un sexigenario.
No recuerdo en qué momento dejaste de fumar, pero sé que fue mucho antes que yo. A mí el tabaco acabó provocándome un cáncer de garganta y, aunque lo tenga bajo control, la extirpación de una cuerda vocal me ha dejado una voz a lo Darth Vader. No tengo ni idea de cuál fue la causa de tus tumores, pero por lo que tú mismo has ido dando a entender en el último año debió ser lo que dije antes: una lotería muy chunga. Has llevado tus últimos meses con gran dignidad: informando y procurando no dar pena. Y escribiendo, intentando terminar un último libro. Es lo que siempre hemos sido: miembros afortunados de la que quizá haya sido la última gran generación del periodismo escrito. Y no digo “gran generación” por nuestros méritos personales, no, lo digo por algo que tú subrayabas: tuvimos la fortuna de poder trabajar para periódicos que nos pagaban los sueldos y los gastos de nuestros descabellados viajes al fin del mundo.
No recibí anoche la noticia de tu muerte: estaba leyendo en mi casa en La Alpujarra, desconectado del mundo y sus sobresaltos. La he leído esta mañana, al encender el móvil, leer los mensajes que me esperaban en WhastApp y las necrológicas de Guillermo Altares, Sindo Lafuente, Tomás Bárbulo, Jesús Maraña y otros amigos comunes. He sentido un doloroso pellizco en el corazón. Me aprestaba a vivir un delicioso día de verano con la intensidad del superviviente, pero ahora escribo esto a vuelapluma y sin haber desayunado. Para sumarme a los que dicen que eras una buena persona y un gran periodista. Para subrayarte que lo habías conseguido, que habías cumplido tus sueños. Para expresar mi dolor porque no vayas a vivir la cosecha de todo lo que habías ido sembrando. Y, por supuesto, para decirte que no me rindo, que no nos rendimos. Saluda de mi parte a los colegas que te vayas encontrando en el cielo de los periodistas.
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