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Sánchez y la rojigualda

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Pedro Sánchez se llama a engaño si cree que la Transición resolvió de una vez por todas el asunto de los símbolos –himno, bandera y forma de Estado– destinados a representar la unidad de los españoles. Como en otras materias, aquel pacto, derivado de una determinada correlación de fuerzas, produjo una solución que ha sido útil durante unas décadas, pero que nunca ha llegado a cerrar de modo definitivo el debate primario.

Si lo hubiera cerrado, el propio Sánchez no sería ahora sujeto de una polémica por haberse envuelto de modo grandilocuente en la bandera rojigualda en su proclamación como candidato a la presidencia del Gobierno por el PSOE. Sánchez ha sido aplaudido por el establishment, y también, sí, por amplios sectores de su partido, pero ha provocado perplejidad en algunos de sus correligionarios e irritación en buena parte de la izquierda real y, ya no digamos, en componentes significativos de algunas comunidades autónomas.

Una democracia verdaderamente madura no debería andarse con pelos en la lengua. Enunciar sus problemas no es ofender. Permítanme, pues, que me atreva a decir que, como mínimo, unos cuantos cientos de miles de compatriotas no se sienten demasiado representados por la bandera rojigualda. Unos la identifican con la monarquía –y con razón: fue establecida como bandera nacional en 1843 a partir de la enseña de la Marina borbónica– y desearían tener la oportunidad de votar sobre la forma de Estado. Otros la asocian con el franquismo, que la esgrimió en su sublevación contra la República y la impuso manu militari durante su larga dictadura. Bastantes en Cataluña, Euskadi, Galicia y otras partes la emparejan con un determinado modelo unitarista de Estado español.

Si la Transición hubiera cerrado el asunto de los símbolos, no habríamos discutido hace pocas semanas sobre la pitada monumental a la Marcha Real en el partido de fútbol que enfrentó al Barça y el Athletic de Bilbao. Esa discusión me pareció algo mostrenca: se centró en cómo sancionar a la gente que silbó la Marcha Real en el ejercicio de su libertad de expresión, lo más sagrado en democracia, y no se interrogó sobre el por qué de ese comportamiento. No por menos esperado, lo que debería haber llamado la atención es el hecho de que tantos vascos y catalanes rechazaran sonoramente ese himno.

El amor no puede imponerse por decreto. Yo jamás he profanado la rojigualda ni abucheado la Marcha Real. Al contrario, durante los dos años en los que trabajé en Moncloa, me puse firme cada vez que se izaba esa enseña o sonaba ese himno. Era para mí una cuestión de respeto. De respeto al Estado al que había aceptado voluntariamente servir durante una temporada, y, sobre todo, de respeto a los muchísimos compatriotas que aprecian esos dos símbolos. Pero confieso que mi corazón no latía de entusiasmo. Lo hace mucho más cuando escucho La Marsella un 14 de Julio. No por francofilia, sino porque La Marsellesa encarna universalmente las ideas en las que creo: libertad, igualdad y fraternidad. Si les recuerdo la escena de Casablanca en la que suena esa canción, seguro que me entienden.

Ahí está el problema: la práctica totalidad de los franceses se identifica desde hace generaciones con la bandera tricolor y La Marsellesa. (Sí, lo sé, algunos jóvenes salidos de la inmigración han quebrado recientemente esa unanimidad). La tricolor y La Marsellesa no son tanto emblemas de una unidad territorial como de las ideas que cimentan esa unidadLa Marsellesa. Nacieron de una revolución que acabó con el Viejo Régimen y estableció los valores republicanos. Es su gran diferencia con los actuales símbolos oficiales de España, heredados de un pasado –monarquía decimonónica y franquismo- que sigue dividiéndonos.

Razones semejantes podrían citarse a propósito de los símbolos estadounidenses, surgidos asimismo de una revolución democrática, de una neta ruptura nacional con el ayer. Y cabría añadir que la primacía de la libertad de expresión en la república estadounidense tolera desde la profanación pública de las barras y estrellas hasta el uso de la enseña de la Confederación por parte de sudistas nostálgicos.

La Sudáfrica de Mandela optó hace apenas veinte años por la fórmula de una nueva bandera. El fin del régimen del apartheid y el nacimiento de una nación multirracial y democrática fueron bautizados con la adopción de la enseña del arco iris. A la gran mayoría de los sudafricanos –negros, blancos, indios o mestizos- le gustó.

Pedro Sánchez ha heredado de sus predecesores en la dirección del PSOE la propuesta de un Estado federal como salida a la esclerosis del llamado Estado de las autonomías, pero algunos se preguntan razonablemente si sabe lo que eso quiere decir.

El federalismo implica una visión de España distinta a la canónica heredada del nacional-catolicismo. España no es católica, habla castellano, se gobierna desde Madrid, tiene una bandera rojigualda y entona la Marcha Real desde el domingo mismo en que Dios dio por terminada la Creación. España es muchísimo más compleja en su historia y su presente.

Llevamos dos siglos debatiendo sobre qué es España y aún no hemos encontrado una respuesta ampliamente satisfactoria. Frente a la visión nacional-católica, otra reivindica que los bereberes, judíos y árabes son elementos tan capitales en nuestra formación como los romanos y godos; que los ilustrados, liberales, republicanos, socialistas y libertarios fueron tan patriotas o más que los conservadores; que las lenguas gallega, catalana y vasca son tan españolas como el castellano; que España es una nación tan grande que en su seno caben varias naciones; que la piel de toro es, como la llamó Cees Nooteboom, todo un “continente”. El federalismo, la unidad asumida desde la libertad, la vertebración del edificio desde el suelo hasta el tejado, y no al revés, es la fórmula que mejor expresaría nuestra pluralidad.

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Nuestra efímera Primera República fue federal y adoptó la bandera rojigualda con retoques en el escudo. Es una solución que puede reivindicarse, siempre y cuando no se hagan trampas y se olviden sus muchas otras propuestas aún incumplidas. La Segunda optó por la tricolor –rojo, gualda y morado- y mucha gente –también en el PSOE- sigue amándola, lo cual es muy legítimo y respetable si lo que tenemos sigue aspirando a considerarse una democracia. La Transición prefirió seguir con los símbolos monárquicos usados por Franco –quitando el aguilucho- y fue una decisión razonable: le privó a los generales de razones adicionales para sacar los tanques a la calle. Ahora bien, Sánchez desbarra cuando dice que los antifranquistas de entonces “luchábamos” por la rojigualda.

Me temo que, a fecha de hoy, seguimos teniendo un problema en esta materia, y creo que el exhibicionismo no contribuye a resolverlo. No he dicho el uso, fíjense, he dicho el exhibicionismo. Hay una gran diferencia entre una y otra cosa.

¿Es éste el más grave de los problemas españoles? En absoluto. El paro, los desahucios, la corrupción, la extensión de la pobreza, la ineficacia y parcialidad de la justicia, los gastos estrambóticos de las instituciones, lo son muchísimo más. No he sido yo quién ha reabierto el debate sobre los símbolos envolviéndose a lo Patton en una bandera en búsqueda de votos. Ni me va el patrioterismo, ningún patrioterismo, ni me presento a las elecciones.

Pedro Sánchez se llama a engaño si cree que la Transición resolvió de una vez por todas el asunto de los símbolos –himno, bandera y forma de Estado– destinados a representar la unidad de los españoles. Como en otras materias, aquel pacto, derivado de una determinada correlación de fuerzas, produjo una solución que ha sido útil durante unas décadas, pero que nunca ha llegado a cerrar de modo definitivo el debate primario.

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