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En busca del relato

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Lo malo de buscar es que, a veces, encuentras. Mi madre me dice que nada me gusta más que investigar. Más que escribir. Más que leer. Una noche de insomnio, antes del calor, con el teléfono en la mano iluminando mi cara, iluminando mi almohada, rompiendo la oscuridad de la habitación, me propuse encontrar cosas. Casi siempre, antes de los hallazgos, hay un breve instante de temblor. Y así me di de bruces contra algo inesperado.

Alguien muy querido por mí aparecía en el BOE de 1948 acusado de robo. Se daban algunos detalles: dónde, cómo, con quién. Hablo de los costados de esta ciudad mía, Madrid en tiempos, si no del hambre más negra, de la suficiente desesperación. No disculpo, intento un contexto. Un par de años después, requerían que se personara en la Puerta del Sol, Ministerio de Gobernación, por estafa. Lo siguiente que encontré es la orden de libertad, así que entiendo que estuvo preso. Hace ya muchos años que murió. No le conté a nadie mi búsqueda porque solo el que se propone encontrar debe ser responsable de sus hallazgos. En ningún caso soy capaz de encajar en la biografía de este nombre todos estos hechos. Ha pasado ya un tiempo desde aquella noche y no he podido quererle menos por ello. Tampoco he podido quererle más. Cuando me asaltan deseos de juicio, hago saltar mis propias alarmas.

Leo en un libro de un autor mexicano, Cuántos de los tuyos están muertos: "Aprendimos que el mundo tiene dos dimensiones: una donde puede morir el cuerpo / un brazo una pierna un ojo podrido en el limo de la sangre/ otra donde puede morir la memoria / el tiempo el odio el amor una idea perdida / entre palabras que ya no pronunciamos". Me gusta tanto el libro que busco rápidamente su novela anterior. Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, 1983) abre Anatomía de la memoria con una frase de Juan Rulfo: "Y cuando me encontré los murmullos se me reventaron las cuerdas".

Leo también un libro de Natasha Wodin (Fürth, 1945), Mi madre era de Mariúpol, donde la autora rastrea el pasado de su propia madre, nacida en Ucrania y deportada junto a su marido en 1944 a un campo de trabajos esclavos durante el Tercer Reich. Con solo 36 años, Yevguenia Yakovlevna Iváschenko, la madre de Wodin, que había vivido atrapada entre "la trituradora de dos dictaduras", la de Stalin y la de Hitler, sale de su casa y nunca más regresa, dejando a dos niñas de cuatro y diez años con un recuerdo vago en la memoria de la mujer que fue o pudo ser su madre. Un recuerdo que Wodin dinamita capítulo a capítulo para reencontrar a la mujer que se escondía detrás de ese nombre ruso tan común, su único dato superviviente de los años al comienzo de la búsqueda.

Murmullos, el aliento de las ánimas

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Para que el Ministerio de Cultura y Deporte –sí, ahí están– entregue un documento personal si solicitas un expediente, por ejemplo, de las Víctimas de la Guerra Civil y Represaliados del Franquismo, deben haber pasado 25 años de la muerte de la persona sobre la que versa el archivo o 50 desde la producción del documento. Un tiempo que echa un poco de frío entre la ausencia y el envío del PDF que contiene el golpe. Tengo varios amigos que han recibido documentos de sus abuelos. Dos generaciones ya nos habían bastado para diluir en el olvido todo aquello que probablemente se convirtió entonces en una espina transversal de la vida del padre o de la madre de nuestros padres. ¿De qué estamos hablando las familias si no es de todo esto, si luego pedimos memoria como pedimos asilo, como necesitamos un techo, como una caricia nocturna en la frente que espanta a la pesadilla?

En estos últimos días, me doy cuenta de que ese tan sonado relato que desean ganar para sí unos y otros no es más que asegurarse una impresión en la memoria futura: quién recordaremos que fagocitó las esperanzas. ¿Qué encontrarán nuestros hijos cuando escriban nuestros nombres? ¿Qué encontrarán nuestros nietos cuando escriban también los nombres de quienes nos desgobiernan? Sus futuros rostros desconocidos en busca de migas y explicaciones. Todos queremos dejar bien armada nuestra propia memoria, pero a falta de un ejercicio colectivo de arquitrabar presentes, del que los medios también somos responsables, pequeñas detonaciones iluminarán cada una de nuestras historias, y armaremos artesanalmente, si es que hace falta, nuestro propio relato. No deberían pelear por eso, porque la memoria de estos días como de otros días que ya han pasado o estén por venir será lo único que nunca podrán dominar.

Creo que estas columnas pueden ser, hasta ahora, mi rastro público más constante. Si esta casa roja, si este periódico, si Internet se sostuviera en el tiempo, tal vez alguien que todavía no conozco pero que me querrá con emoción decida buscarme cuando yo ya no pueda responderle a las preguntas. Y aquí me encuentre. ¿Servirían estas palabras para conocernos? No lo sé. ¿Podrá reconstruir algo? Una parte. ¿Cómo rellenará los huecos que la forma, la estética o el medio condicionan? No podrá. ¿En cuántas cosas me habré equivocado escribiendo? En muy buena parte. ¿Me juzgará? Le pido que no.

Lo malo de buscar es que, a veces, encuentras. Mi madre me dice que nada me gusta más que investigar. Más que escribir. Más que leer. Una noche de insomnio, antes del calor, con el teléfono en la mano iluminando mi cara, iluminando mi almohada, rompiendo la oscuridad de la habitación, me propuse encontrar cosas. Casi siempre, antes de los hallazgos, hay un breve instante de temblor. Y así me di de bruces contra algo inesperado.

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