Mi abuelo fue carpintero en el Valle de los Caídos. Desconozco las circunstancias exactas de cómo acabó allí. Era prisionero y le forzaron a trabajar, le tocó la madera. Quiero aclarar que no fue voluntario. Fue forzado. Respiró el frío de Cuelgamuros impregnado del polvo de la cantera. En 1936 se había subido en un carromato que recogía a muchachos para ir a la guerra. Toma el fusil, te vienes. Con los comunistas, pues dale. Tenía catorce años. No sé cómo consiguió salir del valle ni cuándo. Hay una elipsis en su biografía que, una vez que falleció, su hermana concluyó diciéndome que lo vio venir años después con la barba por la cintura, flaco, pobre y distinto, subiendo el paseo de Moret antes de que les despojaran de techo para ubicar allí los edificios de militares de alto nivel que hoy conocemos.
Del valle se trajo la enfermedad de pulmón que acabaría matándolo muchos años después. También regresó con un cuaderno, el tiempo de cárcel anterior le dio para aprender a leer y escribir. Cuando pude hacerlas, yo no tenía edad para insistir con las preguntas. Si el abuelo no quería hablar, tú te callabas primero. Mi abuelo estuvo en el Valle y no he dejado nunca de ir por eso. Él sí. No quiso volver a pisarlo. Pero yo he ido y he llevado a gente de fuera. Porque a los pies de esa cruz que rompe el horizonte de Madrid y que tanto recuerda a una espada clavada sobre una tierra que mucho esconde, se entiende mejor el recuerdo. Y nadie puede prohibirte que recuerdes. Nadie debería negarte que hables. Solo si eres de piedra no entenderás lo que escuece ver ciertas cosas allí y no ver otras. Se ha politizado tanto nuestra intrahistoria, la más íntima y familiar, que casi nos han convencido de que no tiene sentido volver a hablar de ella. Lo que cuentan los diarios, la historia del presente histórico, es hielo cristalizado, capa dura que esconde adentro un inmenso foco. Lo escribió Unamuno. “Los periódicos nada dicen de la vida de millones de hombres sin historia”.
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Al debate político, carente casi siempre de profundidad y al servicio del reparto de sillones, le ha interesado olvidarse de los nombres. Porque los nombres dan perspectiva, nos miran desde el pasado con emoción y hacen real y presente el futuro. Pero ninguno de esos nombres está allí arriba escrito todavía. Solo hay dos: que amanecen con flores frescas cada día y sin placa que subraye la vergüenza que yace en la cruceta de una basílica. Si algo tuviera que ver yo con la Iglesia, me daría más que pudor seguir alojando a semejante huésped. Me preocuparía estar dando asilo a muestras diarias de exaltación del fascismo y peregrinaciones que poco tienen de clandestinas para rendir culto a un dictador. En realidad, la exhumación o no de los huesos de Franco, aunque es un acto simbólico, y mediático, no me importa. Solo quiero que alguien le añada el subtítulo. Que alguien le rodee de los nombres. Que no descanse. Que se puedan leer todos los nombres. Que no sea yo quien tenga que explicarles a mis acompañantes con qué manos se abrió el impresionante túnel, con qué sacrificio se erigió la cruz.
Dicen que será imposible despojar al Valle de su significado franquista. Y estoy de acuerdo. Lo urgente será la explicación, el recuerdo de las manos esclavas que lo cavaron, las órdenes que lo dictaron y los bolsillos que se vieron beneficiados; la transformación del significado del lugar: dejar de ser un monumento fúnebre a la honra personal de un dictador para ser un lugar de recuerdo de lo que no debería volvernos a suceder. En eso deberíamos estar ya de acuerdo. El Valle de los Caídos es un lugar tan siniestro e inquietante que, como escribió en una columna de hace un año la escritora Almudena Grandes, mantener la figura del dictador allí ayuda a reconstruir la imagen que él quiso mandar a la posteridad. Oscuridad y esclavitud.
Yo no sé si mi abuelo, que fue un hombre de carácter duro, estaría a favor de volar por los aires el monumento. Puede que sí. Y entiendo la satisfacción que podría llegar a producirle. O tal vez, solamente, dejarlo morir hasta el derrumbamiento. No sabría ni por dónde empezar a puntuar a aquellos que hablan hoy, decenas de años después, de dinamitar la paz y la convivencia. Lo que nos recuerda ahora el Valle de los Caídos es que su mera existencia sigue siendo solamente el monumento visible de nuestra gran flaqueza.
Mi abuelo fue carpintero en el Valle de los Caídos. Desconozco las circunstancias exactas de cómo acabó allí. Era prisionero y le forzaron a trabajar, le tocó la madera. Quiero aclarar que no fue voluntario. Fue forzado. Respiró el frío de Cuelgamuros impregnado del polvo de la cantera. En 1936 se había subido en un carromato que recogía a muchachos para ir a la guerra. Toma el fusil, te vienes. Con los comunistas, pues dale. Tenía catorce años. No sé cómo consiguió salir del valle ni cuándo. Hay una elipsis en su biografía que, una vez que falleció, su hermana concluyó diciéndome que lo vio venir años después con la barba por la cintura, flaco, pobre y distinto, subiendo el paseo de Moret antes de que les despojaran de techo para ubicar allí los edificios de militares de alto nivel que hoy conocemos.