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Breve historia de la decadencia de la Diada independentista

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Fue en 2012 cuando el mundo entero observó por primera vez la enorme capacidad de convocatoria de los independentistas catalanes. Seis meses antes se había celebrado la reunión iniciática de la Asamblea Nacional Catalana, la institucion civil independentista por excelencia. El malestar en Cataluña por la sentencia del Tribunal Constitucional a propósito del Estatuto de Autonomía y por los supuestos agravios económicos del Gobierno central había proporcionado un muy fértil caldo de cultivo.

Fuera de Cataluña se vio con sorpresa y asombro: cientos de miles de personas (un millón y medio según la Guardia Urbana, “sólo” 600.000 según la Policía Nacional) salían a las calles de Barcelona tras el eslógan Cataluña, nuevo estado de Europa. No solo sorprendió la cantidad de asistentes. También el aire festivo que se respiraba, con padres y madres llevando a sus pequeños a hombros, bicicletas con esteladas ondeando y espíritu épico.

Aprovechando el momentum, Artur Mas adelantó elecciones, y aquel 11 de septiembre de hace siete años, fue el inicio de una serie de seis manifestaciones esplendorosas, celebradas puntualmente con ocasión de la fiesta nacional catalana, uno de los tres símbolos nacionales reconocidos en el Estatuto de Autonomía, al que se añanden la bandera (la senyera, claro, no la estelada), y el himno.

Cada año, desde 2012 hasta la última convocatoria de esta misma semana, la Diada se convertía en el medidor del estado de ánimo del independentismo catalán. En 2013 los participantes, bajo una organización portentosa, formaron una cadena humana que recorrió toda la costa catalana, de norte a sur. Al año siguiente, la convocatoria alcanzó su récord. Una enorme V (1,8 millones de asistentes según la Guardia Urbana, unos 500.000 según el Gobierno central) unió la Gran Vía con la Diagonal. Sólo faltaban dos meses para la primera consulta independentista, la del 9 de noviembre.

Aunque se mantuvo el espíritu optimista, en las diadas de los dos años siguientes, 2016 y 2017, el tono general ya era más directo y reivindicativo. El color amarillo fue apoderándose de la reunión y los mensajes se volvieron más desafiantes. La amenaza culminó el 1 de octubre del 17, con la famosa consulta ilegal en la que tan torpemente se comportó el Ministerio del Interior, ordenando los porrazos que recibieron algunos de los electores, y dilapidando con ellos la imagen internacional de España como país plenamente democrático.

La resaca de aquellos acontecimientos, de la huida del presidente Puigdemont a Bruselas y del encarcelamiento de Junqueras y otros líderes del procés, se vivió en la Diada de 2018. No se respiraba ya fiesta ni ilusión, sino más bien reivindicación y victimismo. Los asistentes ahora mostraban imágenes de los “presos políticos”, y el enfoque ya no era tanto la “ilusión de un pueblo”, como la expresión de una comunidad políticamente oprimida.

Pues bien, ni siquiera esa narrativa del pueblo perseguido y silenciado, no digamos ya aquella de antaño teñida de esperanza, ha logrado mantener la luz durante la Diada de este año.

No es solo que cayera el número de asistentes de manera muy notable, sino que el ambiente era, en comparación con las convocatorias anteriores, de auténtico funeral. Quizá en concordancia con la afirmación de Oriol Junqueras, ese mismo día en un diario francés, de que no hay apoyo suficiente para la independencia, o que hay que “ampliar el independentismo”. El ex vicepresidente encarcelado reclama incluso una Diada como “fiesta de todos, de los que quieren la independencia y de los que no la quieren”.

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El pasado día 11, en fin, las calles de Barcelona no estaban ni para fiesta ni para reivindicaciones. Al menos no para las soflamas y las proclamas de otros tiempos. Con los líderes del independentismo en prisión o huidos, pendientes de la sentencia del Tribunal Supremo, con el cansancio acumulado de siete años de fracasos, y con una ruptura entre los antiguos socios del proceso –ERC y la antigua Convergencia–, el independentismo catalán parece dispuesto a darse un tiempo de tregua.

En esas circunstancias, resultaba hasta enternecedora la imagen de las autoridades catalanas teniendo que escuchar el himno de España que un par de graciosos, y la conservadora Fundación España Responde, pusieron a todo trapo desde un hotel, mientras Torra ponía las flores tradicionales ante la estatua de Casanova.

Las circunstancias han hecho de ésta la Diada más apagada de los últimos años, síntoma de que el procés está probablemente muerto en su planteamiento actual. 2012 fue el año en el que los líderes independentistas pensaron que con un esfuerzo de seducción notable podrían ampliar la base social de su movimiento, y conducir a Cataluña a la independencia. Siete años después, reconocen explícitamente que no ha podido ser. De momento.

Fue en 2012 cuando el mundo entero observó por primera vez la enorme capacidad de convocatoria de los independentistas catalanes. Seis meses antes se había celebrado la reunión iniciática de la Asamblea Nacional Catalana, la institucion civil independentista por excelencia. El malestar en Cataluña por la sentencia del Tribunal Constitucional a propósito del Estatuto de Autonomía y por los supuestos agravios económicos del Gobierno central había proporcionado un muy fértil caldo de cultivo.

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