'La matemática del espejo' o el arte de conversar

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Hace años, demasiados años, me acerqué a Fernando Fernán Gómez en la sala de invitados del programa Directísimo, que presentaba José María Iñigo, e invadí el espacio del artista con cierta osadía: "Señor Fernán Gómez quisiera hacerle una pequeña entrevista". "¡No, por Dios, no!", me contestó con esa voz que naturaleza y vida le había otorgado. Me quedé paralizado. En aquellos momentos, colaboraba, a tanto la pieza, en el diario Ya, mientras cursaba los últimos cursos de la licenciatura de Periodismo, y desconocía la mayoría de los rudimentos de la profesión; vamos, que tenía más arrojo que oficio. No sé qué cara puse, supongo que entre miedo y vergüenza, ya que la voz tronante de don Fernando acalló el resto de las conversaciones de los presentes. El actor debió apiadarse de mi zozobra y, en un tono afable, me tranquilizó: "No, entiendame, odio ese tormento que supone contar a un perfecto desconocido mi vida y circunstancias, sin que él aporte otra cosa que una catarata de preguntas, pero venga, siéntese a mi lado, charlemos de lo que quiera, y después usted escriba lo que le parezca". Así lo hice, recuperé el ánimo, y hablamos. No tengo ni idea, pasadas tantas décadas, de cómo fue la conversación, ni qué contenidos trasladé al periódico, pero aún siento el impacto de su primera reacción.

Muy pronto la propia TVE me mostró la antítesis de lo que Fernán Gómez denunciaba; en la Segunda Cadena, que entonces denominábamos "el UHF", y a la que los trabajadores llamaban "el canalillo", se iniciaba el programa A Fondo, con Joaquín Soler Serrano como conductor. Entre 1976 y 1981 se emitieron más de ochenta capítulos en los que el ya veterano profesional hablaba con lo más granado del mundo de la cultura, desde Serrat al propio Fernando Fernán Gomez, pasando por Borges, Cortazar o Delibes. Un decorado austero enmarcaba una charla que poco tenía que ver con las entrevistas habituales entonces y ahora; lo que llegaba a los espectadores era más bien una conversación, cortés, sin estridencias ni inquisiciones, entre conductor e invitado, que nos permitía saber mucho más del personaje, y también de la persona, merced al clima que Soler Serrano imponía de manera magistral.

Desde aquellos años hasta ahora hemos visto en la pantalla miles de entrevistas; muchos de los periodistas se han hecho populares por la agresividad de sus preguntas y repreguntas, por sus aspavientos y poses más cerca del protagonismo personal que del interés por las respuestas; también hemos contemplado entrevistas masaje, llenas de halagos al protagonista hasta provocar vergüenza ajena. Que recuerde, ha habido en el transcurso del tiempo un par de excepciones, que se han acercado al ejemplo de A Fondo: El De Cerca de Jesús Hermida, con Luis Tomás Melgar a los mandos, y el Autorretrato de Pablo Lizacano. Cierto que ninguno de ellos son recordados por estos trabajos, sino por su participación en eventos más glamurosos, pero ambos coincidieron en crear ambientes de proximidad con luces tenues, decorados casi desnudos y conversación cercana para envolver lo que se decía.

Desde hace tres semanas, otro periodista de TVE me recuerda a los que acabo de destacar. Se trata de Carlos del Amor, brillante miembro de la sección de Cultura en los Informativos y que, desde que entró en RTVE como becario ha sabido ofrecer ángulos singulares sobre ese mundo y sus protagonistas. En los últimos tiempos, causaron impacto los cierres de los telediarios durante buena parte de la pandemia, al fijar la mirada más allá de la cultura para centrarse en glosar la vida, esa vida de todos y cada uno, que continuaba a pesar de confinamientos, restricciones y mascarillas. Al tiempo publicaba su cuarto libro: Emocionarte. La doble vida de los cuadros, en las que se enfrenta a 35 obras pictóricas que, de su puño y letra, se convierten en seres animados, historias de vida extraídas de los lienzos. Durante cuatro meses sustituyó a Cayetana Guillén Cuervo al frente del programa Atención Obras, espacio en el que precisamente ha acudido este jueves como entrevistado para hablar de su programa La matemática del espejo, que en esa misma noche ofrecía su tercera entrega con la presencia de Dani Martín, al que habían precedido Candela Peña y Teresa Perales.

¡Dios mío, qué Telediario!

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No pretendo aquí resumir estos tres encuentros (que por otra parte pueden encontrar en el canal Playz de TVE), sí saludar el reencuentro de la conversación en un espacio de una televisión llena de ruido, vocerío, interrupciones constantes, y asaltos a la intimidad de las personas. En la mejor tradición de los programas antes resaltados, del Amor no eleva la voz, no se afana en obtener titulares llamativos, no exalta hasta el paroxismo trayectorias exitosas... Simplemente, establece comunicación con el invitado, conversa con él sin olvidar al personaje, pero buscando sobre todo a la persona; coincide con Soler Serrano, Hermida o Lizcano en aligerar de decorados y luces la charla, aunque huye del marco uniforme para situarla en lugares cambiantes cercanos al invitado. Algún grafismo incrustado en paredes desnudas, un teléfono móvil para recoger testimonios externos, son los únicos artificios para no quitar protagonismo a gestos y palabras. Tras cada episodio, pendientes de la conversación, descubrimos que sabemos más del personaje, pero también que hemos descubierto a la persona.

(Aunque, quizás, lo que mejor defina al programa serían las palabras con las que terminaba la charla Dani Martín este jueves: "Sabes, es que cuando estás a gusto terminas hablando de cosas que nunca ibas a decir, por pudor".)

P.S. Escribo de televisión cuando, apenas hace unas horas, TVE conmemoraba el 65 aniversario de su nacimiento. A pesar de emitir en solitario durante más de tres décadas, la efemérides marca un hecho aún más relevante: la llegada de la televisión a España. No puedo sustraerme a recordar cómo burócratas sin alma facilitaron el deterioro, y posterior derrumbe, de la casa cuna, ese chalet del madrileño Paseo de La Habana, donde debía residir el museo de la televisión en nuestro país. A muchos nos han hurtado el recuerdo; a la mayoría, que aún no había nacido, les han privado de la memoria física de un componente omnipresente en sus vidas.

Hace años, demasiados años, me acerqué a Fernando Fernán Gómez en la sala de invitados del programa Directísimo, que presentaba José María Iñigo, e invadí el espacio del artista con cierta osadía: "Señor Fernán Gómez quisiera hacerle una pequeña entrevista". "¡No, por Dios, no!", me contestó con esa voz que naturaleza y vida le había otorgado. Me quedé paralizado. En aquellos momentos, colaboraba, a tanto la pieza, en el diario Ya, mientras cursaba los últimos cursos de la licenciatura de Periodismo, y desconocía la mayoría de los rudimentos de la profesión; vamos, que tenía más arrojo que oficio. No sé qué cara puse, supongo que entre miedo y vergüenza, ya que la voz tronante de don Fernando acalló el resto de las conversaciones de los presentes. El actor debió apiadarse de mi zozobra y, en un tono afable, me tranquilizó: "No, entiendame, odio ese tormento que supone contar a un perfecto desconocido mi vida y circunstancias, sin que él aporte otra cosa que una catarata de preguntas, pero venga, siéntese a mi lado, charlemos de lo que quiera, y después usted escriba lo que le parezca". Así lo hice, recuperé el ánimo, y hablamos. No tengo ni idea, pasadas tantas décadas, de cómo fue la conversación, ni qué contenidos trasladé al periódico, pero aún siento el impacto de su primera reacción.

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