Por qué emocionó Antonio Banderas

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Desde hace unos 2.500 años sabemos que un discurso –personal, social, político– no seduce al público por el detalle de las soluciones técnicas que proporciona, sino por los fundamentos morales que suscita; por sus moralejas. No por los hechos que describe, sino por las metáforas evocadas por esos mismos hechos. No por los personajes que aparecen, sino por los arquetipos por ellos representados.

En el momento central de la Gala de los Goya del pasado sábado, Antonio Banderas, para agradecer su premio honorífico, sacó del bolsillo de la chaqueta un papel, se puso las gafas de ver de cerca, y leyó con la pericia del actor que es (los buenos discursos son casi siempre leídos), un texto repleto de metáforas y personajes, de arquetipos y moralejas. Como suelen hacer los grandes, el actor no necesitó apelar a sus éxitos, sino lo contrario: la grandeza casa bien con la humildad.

Se definió a sí mismo como un simple “chavea de Málaga”, que recordaba la imagen cada vez más empequeñecida de su padre y de su madre despidiéndole en un andén de Málaga al emprender su viaje a Madrid. “No era la mente sino el corazón lo que me guiaba en aquel tren”, contaba, para luego alabar la resolución, la constancia y el trabajo duro: “Nunca volvería a Málaga con las manos vacías”, afirmó.

Y por si aún no le creíamos, nos pidió un definitivo acto de fe, con un tono que en un mismo párrafo combinaba sus vivencias como celebridad mundial, con el respeto encantadoramente paleto por la raíz más local. “Tienen ustedes que creerme cuando les digo que cada vez que terminaba un plano, una secuencia, una película, mi mente estaba puesta en España. No en Arizona, no en Cleveland, no en Ohio… En España, en Málaga, en mi barrio”.

Hay que ser un actor como Banderas, y de su edad, para que la argucia tenga efecto, por supuesto: para que tus vivencias personales emocionen a millones. Pero el orador supo bien cómo hacerlo. "Si miro hacia atrás, me veo viejo. Pero si echo la vista hacia adelante, me siento joven". Una antítesis sencilla que arrancó el primer aplauso del discurso. Hace falta ser una estrella de Hollywood como él para que suene convincente el agradecimiento por "la suerte, el honor y el privilegio" (hubo varias triadas como ésta en el texto) de haber compartido pantalla "en el plató que llamamos vida".

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Pero acaso esa referencia a los actores y directores mundiales que le acompañaron hacía más vívida y creíble la referencia inmediata a las "personas que nunca serán nominadas", como "los carpinteros, los conductores, los pintores y los electricistas" con los que el actor compartió "esas vidas en miniatura que llamamos rodajes" (segundo aplauso).

Para subir la cuesta de la montaña rusa que un buen discurso debe ser, Banderas se refirió a Goya y a Picasso, y a quienes como Tárrega, Falla o Albéniz supieron "encajar España en una partitura". También a Lorca, Machado, Unamuno o Cervantes, que "tatuaron nuestras miserias y nuestras grandezas sobre papel". Habiendo subido tan alto, la bajada a la referencia más prosaica –su propia hija– resultó aún más emocionante. Fue cuando, para terminar, dedicó el premio a "su mejor producción", "a quien ha sufrido más mi pasión por el cine, mis ausencias prolongadas, mis compromisos profesionales". La despedida marcó a fuego la importancia de lo que nos había contado: "Empieza la segunda parte del partido de mi vida".

Y el auditorio se puso en pie para regalar el mayor aplauso de la noche. Banderas había logrado eso tan difícil en un discurso: envolver al público con las palabras y guiarlo con ellas. 

Desde hace unos 2.500 años sabemos que un discurso –personal, social, político– no seduce al público por el detalle de las soluciones técnicas que proporciona, sino por los fundamentos morales que suscita; por sus moralejas. No por los hechos que describe, sino por las metáforas evocadas por esos mismos hechos. No por los personajes que aparecen, sino por los arquetipos por ellos representados.

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